¿El corazón? ©

Dicen que se siente con el corazón, que el corazón late a penas, pero yo tengo alojados los sentires en distintas partes. 

Bajo el esternón, por ejemplo, es donde se me acuesta la tristeza. La mía es una tristeza pequeñita: aunque a veces escarba profundo no es más grande que un gatito de semanas, tiene las uñas afiladas pero frágiles, cuando muerde lo hace despacito; si olvido acariciarla, resentida se desplaza hasta llegar a la hondura entre dos costillas, casi siempre en mi costado izquierdo, donde se refugia de mí dolida. 


El enojo es más demandante: reclama su espacio en el estómago, para él no hay caricia que valga, si le permito instalarse más de tres días, encontrará el modo de no permitirme probar bocado. "Aquí no come nadie", lo escucho decir desde su cueva que son mis vísceras. No hay modo, lo único que sirve es echarlo afuera, no siempre de la mejor manera. El enojo no tiene habitaciones dentro, aunque él quisiera; si va a estar, que esté donde le toca, de guardián en la puerta. 

Las patas de la angustia son un tormento, a pesar de que es cobarde, por lo que con ella no hay afrenta, cada que se mueve raspa, como las tenazas de un crustáceo hirviendo vivo dentro del caldero que llevo entre el pecho y la espalda. Ya se sabe que yo soy océano interno, no hay forma de evitar aguas profundas y es ahí, entre las rocas de más difícil acceso, donde la pariente de langostas ha hecho un nido; mejor dejarla quieta.

La ansiedad no tiene garras, pero pesa como pesa el futuro mismo si se piensa; yo la cargo a horcajadas sobre la cadera, aunque por momentos la meso suave sobre mis piernas. Igual duele, a fuerza de dejarse estar es peso muerto y los muertos, no es noticia, siempre pesan más que los vivos. De tanto llevarla, me he acostumbrado al dolor en las muñecas, en la espalda y en los tobillos, casi podría decir que en todo el esqueleto.

La alegría es más dispersa y, por supuesto, liviana; ha nacido con alas, camina poco y mucho revolotea. Está de más decir que es bienvenida, aunque no hay para ella un aposento porque sé que le gusta habitarme entera; va de aquí para allá, se afana en cada pieza, coloca en su sitio a las demás bestias, ligerita se hace agua siempre fresca, lava y lava, lava penas, deja tendidos los dolores al sol donde inevitablemente se secan.

¿El corazón?, el corazón me late; lo mismo contento que triste, no me ha dejado sin sangre. El corazón me importa, pero no más que el ombligo que donde me hago parte y parte, no más que los riñones, que el bazo y que los intestinos, no más que el hígado y los pulmones. El amor me entra de lleno y lo practico con cualquiera de mis partes, incluso si van dolidas son todas yo y no sé de qué otro modo fragmentarme.

Justo ahí ©

Digamos que con el tiempo llueve más adentro que afuera, pero también es cierto que dejamos de temer a las tormentas: hemos sobrevivido a tantas de ellas que ya sabemos que no pasa de andar mojados y de tener que aprender a lidiar con el frío de los huesos. 

Será por eso que hace tanto dejé de usar sombrillas: no me cubro ni del agua ni del sol, ambos me habitan, se cuelan por las fisuras que el tiempo y sus humanos pasando por la vida van dejando justo en el costado que más hemos cuidado... Justo ahí.

Justo ahí, repito, y la indignación comienza a invadirme: los otros, esos seres que deseamos conocer porque alguien nos dijo que en ellos estaba quienes en verdad somos, son como termitas: acaban con todo, horadan impunemente las heridas, no importa cuánto les supliques, cuánto les pidas que respeten la única habitación que has reservado para ti; entrarán justo ahí y lo harán sin el menor cuidado... Justo ahí, ¡carajo!

Si al colarse por la cerradura, luego de serruchar todos los candados, encuentran en ese sitio alguna esquina reparada, se dirigirán a ella para destruir lo poco que armaste reuniendo fragmentos, cuando creías que así algo de ti se sostendría en pie... Será esa esquina su preferida para mirarte a los ojos mientras deshacen tu mínima, ínfima, obra... Justo ahí.

Si, por el contrario, lo que encuentran es escombro y derribo, la hazaña de estos seres emparentados con las hadas, tan jodidas aunque aladas, serán aun más cruel: comenzarán por crear figuras fantásticas con tus pedazos, te las regalarán sonrientes y cuando al fin te convenzan de que ha sido un hermoso presente, darán con él contra el piso y contra tus paredes... Justo ahí, donde comenzabas a creer que creando podría inaugurarse un pasaje medianamente habitable.

Pero digamos también que con el tiempo las ruinas adquieren valía, que nos acostumbramos a vivir con los muros derruidos, que comenzamos a dejar de poner en pie lo que, ahora sabemos, nació caído; nadie llega el mundo erguido, está sobrevalorado eso de levantarse cuando nos caemos. Esto, quiero decir la Vida, se trata de andar por el piso, de saber movernos incluso cuando nos dejan lisiados, de sabernos plenos a pesar de ir perdiendo cachos sobre el pavimento... Justo ahí.

El asunto es que no importa cuántas termitas sacien su hambre dentro de nuestros desvencijados cuerpos, porque no es al final que seremos polvo: polvo vamos cada día siendo. Justo ahí, donde los malos bichos se empeñan en volvernos carnaza, un poco de agua y nos hacemos de arcilla... Por eso que con el tiempo dejamos de temer a las tormentas y ya no nos cubrimos, ni del agua ni del sol... 

Dejamos entonces que las piedras se cubran de helechos, renunciamos a la civilización y lo mucho que nos devasta, nos volvemos termitas en la selva, dormimos a placer sobre el lomo hirsuto de un pequeño perezoso y, justo ahí, escuchamos el agua caer... Dentro de nosotros llueve, y llueve a cántaros, tenemos frío en los huesos, andamos mojados... Nos secamos al sol, justo ahí donde tiene sentido ya no tener cuartos propios, donde se trata de ser  por completo deshabitados y tener el corazón de polvo humedecido, de tierra.

De la luz el reflejo ©


Quienes hemos nacido con la Luna entre el pecho y el ombligo conocemos muy bien los eclipses perpetuos; en nuestro caso, el alumbramiento es posterior al parto que tiene lugar en el centro de un costado oscuro del que no salimos hasta varios años después, cuando de tanto nombrarnos acudimos al encuentro de aquellos que solar tienen el plexo. Las penumbras nos definen a partir de aquella primera incursión fuera de nuestro sitio de nacimiento; a pesar de que desde entonces habitamos el mundo desde el mismo espacio en que viven los hijos del Sol, los lunáticos tenemos preferencia por las sombras, por eso nuestras casas tienen luces tenues y solemos abrir las cortinas de noche.

Prescindimos también de los espejos, la imagen que devuelven es siempre para nosotros ilusoria e imperfecta. Cuando deseamos mirarnos completos ubicamos nuestra sombra en algún sitio, pero ni así conseguimos vernos a cabalidad: siempre hay un pedazo que se esconde bajo los pies. Esta peculiar manera de encontrarnos en un reflejo oscuro tiene sus particularidades: a veces nos hallamos más pequeños, aunque otras somos tan largos como nuestros deseos; la peor parte es cuando, al filo del medio día, las sombras desaparecen y no hay manera de vernos.

Dadas estas circunstancias, parece lógico entender que nos cueste relacionarnos con el mundo diurno, en exceso habitado, con transeúntes por todos lados que, sin querer o queriendo, nos pisan las sombras. Sin embargo esto no es lógico para quienes viven de mañana tan contentos: si le dijéramos al vecino, "oiga, usted, ¿sería tan amable de dejar de pisarme la sombra?", nos devolverían por respuesta una mirada desconcertada; evitamos la situación porque es difícil explicar que nacimos de noche, incluso de día, con la Luna entre el ombligo y el pecho.

El silencio es también todo un tema para nosotros: lo necesitamos como si de agua para beber se tratara. El ruido nos desequilibra, sufrimos en serio, aunque con el tiempo nos hemos conformado con atenuar un poco los sonidos. Esto explica (para nosotros, por supuesto) que no seamos dados a la compañía, que busquemos permanecer el mayor tiempo posible en lugares tranquilos, con poca gente, de preferencia con una sola persona: nosotros mismos.

Ya no digamos la prisa, atroz e insoportable para quienes no podemos andar rápido. Caminamos pendientes de nuestra sombra, por momentos la perdemos y quedamos paralizados porque ella nos indica el rumbo; no tenemos mapas, ni brújulas que nos sirvan: si la sombra está a nuestro costado caminaremos, si va por delante lo haremos un poco más a prisa, pero si se empeña en ir atrás nuestro detendremos el paso y pensaremos un par de veces si vale la pena correr el riesgo de que nos miren, otra vez desconcertados, caminando en reversa. Ni falta hace decir que a medio día nos encontrarán sentados e inmóviles en cualquier acera.

Tenemos dificultades, está dicho, pero también tenemos algunas ventajas, la más notoria no es poca cosa: nos es fácil amar de ustedes el lado oscuro sin temerlo y, aún mejor, incursionar en espacios internos es para nosotros la invitación perfecta. Lo malo es que a ustedes eso les da miedo, es poco frecuente que nos permitan dar un paseo por aquellos pagos de sí mismos que desconocen. Cuando acceden, sea por descuido o porque decidieron hacer un esfuerzo, tenemos que andar con extrema cautela: un comentario fuera de lugar y nos echarán con violencia, como lo hacen con un perro que muestra las fauces porque sintió en ustedes el miedo. 

"¿Ya viste la tumba que te construiste tras el esternón?", diremos nosotros entusiasmados: ¡hemos dado con el sitio exacto donde hay que escavar para poner en libertad el dolor que está enquistado! Nos disponemos a la disección para aliviarlos, estamos contentos, pero ustedes no lo están, ustedes se sienten invadidos, lo que hallamos es lo que ocultaban con tanto esmero. Sólo cuando la Vida los ha dejado extenuados aceptan destapar aquello, entonces nos quieren cerca y para eso estamos; acompañamos en silencio, sin prisa, en la penumbra, mostrándoles que es posible caminar en reversa, desandando. 

Aunque nos atormentan los días de sol, el ruido, la gente, las calles, no tenemos miedo cuando se trata de meterse en el medio de sus sueños: hemos nacido con la Luna entre el pecho y el ombligo, sabemos de eclipses, porque tenemos uno siempre con nosotros, uno que es perpetuo. Regalamos sombras como flores oscuras: ¡qué sería de la luz sin su reflejo!