La tristeza tiene alas ©

A Yamina triste, a Yamina alada.

"¡Qué triste es la tristeza!", lo dices como quien sentencia. Te imagino juez y parte en el tribunal de los sentimientos que de tan viejos se nos caen a pedazos; sólo entonces se hacen limitadamente tangibles, sólo entonces es posible mirarlos a destajo, determinar a plena conciencia que están hechos de eso que prometían, que era cierto que la tristeza misma es triste.

La tristeza, sin embargo, no es una sola ni toda triste; la tristeza es madre, algo tiene de alacrán: lleva en el lomo tristecitas hijas que la carcomen, tan pequeñitas que son difíciles de ver; por eso parece una sola, enorme, engrandecida a fuerza de sus partes que son el todo y así sí misma, una tristeza triste, muy triste por donde la veas, muy triste y venenosa. 

Pero tristezas hay, como te digo, de muchos tipos y tamaños, de consistencias varias, de desencuentros también variados, aunque a primera vista parezca una y parezca sola, como te sientes cuando estás triste de poca data y no se caen aún los pedazos para que mires con atención que no eres tú la tristeza ni  tú sus vástagos. 

Tristecitas hay pegajosas como diamantina que se aferra a la piel de la mano, nacidas apenas, a penas andando sobre el esqueleto de su madre. Porque debes saber que las tristecitas, cuando grandes, se hacen tristezas alacranes que llevan la osamenta ya por fuera, anunciando que son poco longevas, aunque tú creas que no, que están ahí desde siempre y que siempre seguirán estando.

Hay tristecitas menos pequeñas, un poco lentas, pesadas, tanto que cuesta sacudírselas para salir de la cama. Estas son perezosas, no les gustan las mañanas, cavan madrigueras oscuras y desde ahí nos llaman: "ven, asómate al abismo, mira, ¡no hay nada!" Sucumbimos entonces al vacío, al vértigo de buscarse la sombra y no encontrarla.

Tristecitas hay ya bien crecidas, criadas a fuerza de no mirarlas, se alimentan del empeño que ponemos en ignorarlas; saben bien, ¡las muy cabronas!, que llegará el día en que una diga "¡qué triste es la tristeza, qué triste y qué canija!", pensando que es sólo una, una enorme y desolada. No es una, ya te digo, pues grande va cargada de bribonas diminutas que tejen el entramado para llevarnos así, como nos lleva la tristeza.

Pero tarde o temprano la tristeza cae de puro vieja, nos muestra los pedazos; entonces la tristeza misma es triste y deja de asombrarnos, la sabemos muchas y de hace tiempo; la buscamos incluso, porque hace falta de vez en cuando asomarnos al vacío donde no hay sombra, escombrar las guaridas, dejar a las tristecitas sin madriguera, permitir que sean azules aunque alacranes sean: poco veneno no mata. La tristeza, cuando menos te lo esperas, se va de pronto, se va volando: la tristeza es aquel alacrán al que sí le dieron alas.

Nostalgia ©


Cuando yo era niña, en el condominio en el que vivo (donde salvo por algunos años pasados en otros sitios he vivido siempre) el tiempo infantil (y supongo que de algunos adultos que, como yo soy ahora, se siguen fijando en esas cosas) se medía en la época de las catarinas o en la de los caracoles (andaban por todos lados, las de rojo aladas y con lunares, los otros lentos y acorazados).

Cuando yo era niña, aquí, en este mismo lugar, pasaba muchas tardes sobre las ramas de un árbol de tejocote que era mi adoración y rodando por el pasto donde aparecían (en su época, claro está) las babosas, esos caracoles que sufrieron algún despojo y por eso andaban si su casa. No sé por qué ni cuándo dejó de haber suficientes animales rondando como para hacer época, comencé a alegrarme cuando aparecía alguno, según yo huérfano pero quizá sólo solitario. 

A pesar de que escasearon, hasta el día de hoy tengo la fortuna de encontrarme con las ardillas y los tlacuaches, y suelo callarme de inmediato cuando escucho a los halcones y a las águilas (sí, los hay en la ciudad) o quedarme por horas observando el nido de una colibrí desde que comienza a empollar (hace poco nació un colibricito, lo llamamos Hilario, Tacho pa los cuates)... 

No son muchos los sobrevivientes, pero cuando se crece con épocas de estas tan peculiares es normal que aprendamos a rebuscar entre el asfalto la Vida que es anarquista y está en resistencia constante. 

Quizá no es fácil de entender, con seguridad es cursi, pero hoy tuve ganas de sentarme recargando la espalda sobre el tronco de un árbol para ponerme a llorar, un poquito, sólo un poquito, quizá más por mí y esas épocas. 

Supongo que es la primera vez que siento eso que llaman nostalgia, pero lo mío no son ganas de volver a ser niña, son ganas de volver a contar las épocas en catarinas y caracoles, en babosas y en colibríes, en halcones y en tlacuaches, en ardillas... 

Sí, ya no me subo a los árboles, en algún momento comencé a pensar que no les hacía bien.