Un árbol en las tripas @

Ilustración: "Mujer-árbol" de Stefano Morri.

"No hay que comerse las semillas de las naranjas porque te crece un árbol en las tripas", solían decirme cuando yo era niña. Lejos de asustarme, la posibilidad de albergar dentro de mí un árbol que diera naranjas me entusiasmaba; pronto tuvieron que explicarme la mentira porque desde que me la habían dicho yo ponía especial atención en tragarme las semillas, incluso las juntaba para luego pasármelas con agua como si fueran píldoras.

Me decepcionó saber que en realidad el potencial naranjo era aniquilado al interior de mis entrañas, pero no dejé de pensar que era linda la idea de tener en la panza hojas, ramas, flores y frutos, de llevar por dentro un jardín al que luego en mis letras agregué montañas y acantilados, lagunas, ríos, mares, selvas completas. 

Me pienso siempre resguardando el paisaje que soy, escombrando las cuevas que descubro en alguna de las incursiones tierra adentro: si polvo seré, me digo con frecuencia, he de ser uno lleno de semillas que broten un día cualquiera, cuando ya no esté yo en este mundo, pero quizá sí alguna palabra caída como las flores cuando hay tormenta. 

Me gustaría que mi recuerdo fuera naranja en las tripas de alguien que como yo se negó desde niño a cultivar miedos, que supo tragarse como píldoras los propios para aniquilarlos en un sitio de su interior incierto, que suele irse de excursión tierra adentro, que halla cuevas recién abiertas que escombra antes de sentarse un rato a mirar lo que de sí ha hecho.

Confieso: sigo comiéndome las naranjas con todo y sus semillas, sigo creyendo que no está mal intentar el huerto, incluso cuando de antemano sepa que no es posible; las utopías también dan flores, ramas y hojas, jugosos frutos para el hambriento. 



Si mi casa fuera@

Si como Pita Amor he sido mi casa, he de decir que los techos se me derrumban con frecuencia, que suelo claudicar ante mí, desvencijada cuando la melancolía se apodera de la habitación principal de mi existencia. Pero donde cae el techo, entra el sol y yo sé mirar al cielo. 

¡Métafora jodida!, la casa es lugar común y existir el más habitual de los objetos que la decoran; al final se nos hace la vida ornato: en un descuido terminamos sembrados en un pedazo de poliestireno como las flores de plástico.

Si antes supe hacer de mis heridas el más permanente de mis conocimientos fue porque reconocerme en los pedazos era vital para la construcción a la que todo lo que ha sido devastado a destiempo está obligado. 

No sólo supe encontrarme cada porción lastimada: no eludía el dolor y si el olvido sobre él se había posado sin darme cuenta me daba a la tarea de recordarlo con la mayor precisión posible. Me hice experta: sabía cortar con exactitud sobre la cicatriz sin dejar ni seña, haciendo que fuera la misma herida que tuve antes para verla sangrar del mismo modo en que recién nacida debió sangrase.

No derrumbé los muros, no es mi estilo, los recorrí con paciencia quirúrgica y actué en consecuencia. Pasé las palmas de mis manos por cada pared hasta notar cambios en la temperatura. Aprendí a escuchar el murmullo del agua fuera de cause de las tuberías dañadas. Encontré no pocas madrigueras y logré hacer huecos sin comprometer estructuras. Coloqué trampas y capturé mis miedos.  

Del cascajo levanté ruinas, "éstas que ves", diría Jorge Ibargüengoitia. No hay sitio alguno en mí del que me arrepienta, incluso encontré gusto a mostrar de lleno las cicatrices, al fin y al cabo hay vestigios cuyo valor nos representa. 

Luego me dio por alumbrar cada espacio, dolido o no: es bueno que esté clara la diferencia, conocerse palmo a palmo, no dejar para después el lugar que se niega a ser visto, alumbrarlo hasta el punto de enceguecerlo.

Si la casa está bien, lo que sigue es el patio; tierra y semillas, agua cada tanto. Una casa con plantas da cabida sin pretextos a la alegría. ¿Quiere saber si estoy bien?, ¡míreme cultivando!, ¿quién podría ser su casa entristecida si se volvió de madera y está florecida?  

Lechuza@

Tener un pájaro herido dentro del corazón puede ser un verdadero calvario: como trae las alas quebradas recuerda que también tiene uñas y se vuelve gato. Tener un gato enfurecido en el corazón, ¡madre mía!, no lo deseo para nadie, en especial no lo deseo para mí que lo traje algún tiempo alebrestado... ¿De dónde salió esa criatura que maúllaba alada, que rasguñaba en dos patas, que me rompía por momentos?, nunca supe si era ave o felino, o las dos cosas.

"¿Qué te duele?", me preguntaba; desde el otro lado del espejo respondía con un maullido y el crujir de las plumas que se me habían resecado. Me dolían las patas del gato y el pico del pájaro, me asustaba la furia de ambos cuando eran uno en ella, me enojaba no saber de dónde provenía esa fauna rara y funesta.

Me arme de valor y un día hice el reto: "entonces, ¿qué?", me dije frente al espejo. Respondí con certeza inusual: "¡ya verás!, descubriré cada palmo de mí hasta encontrarte para mirarte de frente, ¡así sea necesario volverme jirones!; te llamo pájaro o gato porque de ti escucho algo que se les parece, pero nada se ve, no me encuentro los bigotes ni el canto". 

Nada hay más difícil que mirarnos la sombra: aluzamos el rincón donde se esconde, camaleón de partículas luminosas; para verla hay que aprender a mirar de noche, como los gatos, y a tomar con las garras presas escurridizas, como las aves nocturnas. Por eso me sostuve en el insomnio con disciplina cuando tuve que rearmarme: cometí rapiña y me hice lechuza.

Las cosas de mi abuelo (sexta parte)©

Mis tiempos de niña están llenos de sabores, todos ellos ligados al dulce recuerdo de mi abuelo. Las personas que lo conocieron aseguran que mi abuelo era tan bueno como el pan; y sí, lo era, pero no como cualquier pan: su bondad era como el pan rústico de su pueblo, con olor a leña, de textura suave pero no liviana, de sabores fuertes más que delicados.

Incluso luego de años de vivir en la ciudad mi abuelo no dejó de ser un hombre de campo. Por eso para él la virtud de la comida estaba en que fuera nutricia, un buen alimento para el cuerpo más allá del placer que, sin embargo, él encontraba en verdad gustoso cuando comía. ¡Nunca he visto a nadie comer con tanta alegría como a mi abuelo!

Para mi abuelo no había peor traición que la del engaño culinario: el pan de caja comercial le parecía una estafa malévola, solía aprisionarlo entre los dedos milímetro a milímetro hasta dejarlo tan delgado como una hostia; decía entonces con real indignación: "¡puro aire!, pan de nada". El café instantáneo era criticado sin falta en caso de aparecer sobre la mesa: "Noescafé, debería llamarse esta agua de calcetín", sentenciaba con decepción.

Nada más llegar al arco que anuncia la entrada al "Relicario de amor" que es para sus paisanos Santa Ana Tianguistengo, el pueblo de mi abuelo, nos hacía bajar del camión para comprar en la primera tienda una fruta de horno. Las galletitas de maíz espolvoreadas con azúcar se amontonaban dentro de una cristalera sobre el mostrador, eran extraídas con sumo cuidado por el dependiente con ayuda de una pinza para pan y puestas sobre un cuadro de papel estraza. Cuando cada quien tenía la preciada golosina en su poder echábamos a andar rumbo a la casa que nos esperaba para alojarnos. 

No concibo hasta la fecha esa caminata sin la compañía en el paladar de la masa grumosa de aquellas galletas; sólo entonces podíamos sentir que habíamos llegado y yo olvidarme del mareo que me provocaban las múltiples curvas de la carretera, a pesar del limón que mi abuelo me hacía comer durante el viaje, a pesar del juego en el que me aventuraba guiada por mi abuelo: "mira bien lejos, hasta el último árbol, así no te mareas".

En su pueblo, mi abuelo visitaba casas como se visitan iglesias, religiosamente aparecíamos en cada una de las de sus parientes. En otro lado he contado que mi abuelo solía llevar plantas medicinales a la gente de su pueblo, pero hace falta decir que, a cambio, él y nosotros recibíamos viandas diversas. No había vino de consagrar pero eramos bendecidos por el aguardiente de mora y por la mezcla divina de queso, masa y azúcar de los "cielitos".

Por las mañanas, mi abuelo no perdonaba un buen café con leche, los huevos revueltos con pemuches (flores del colorín) y un par de enchiladas bañadas en salsa de chile guajillo y con queso fresco por encima. Hacia la tarde, su guiso favorito era el pollo con xala (pipián de semillas de calabaza) con frijoles de surco aderezados con hojas de aguacate, todo eso acompañado de tortillas hechas a mano, salsa de molcajete y las suculentas gorditas de alverjón con hierbabuena. En la noche no podían faltar los tamales. 

Los jueves, día de plaza en Tianguistengo, el festín era obligado. Si hacía calor, íbamos en busca de quien vendiera axocol (agua de piloncillo con hojas de naranjo y maíz); bien frío curaba hasta el alma. No había poder humano que hiciera que mi abuelo renunciara a comer una segunda porción de zacahuil (el enorme tamal de la huasteca, de maíz martajado y cocido en horno con leña). Mi abuelo le hacía los honores a su pueblo comiendo.

En la Ciudad de México, de mi abuelo tengo otros sabores en la punta de la lengua: el de las gomitas de regalíz, el de los caramelos anisados y el del ruibarbo; no concibo el tipeo de los escribanos de la Plaza de Santo Domingo sin recordar a lo que sabía la cerveza de raíz. Mi querido abuelo era como un mago nutricio: de sus bolsillos aparecían dulces, frutas y semillas. Ofrecía las golosinas como quien aparece un conejo del fondo del sombrero, con la misma expresión expectante de la felicidad que en mí produciría: "te traje un higo", decía, y yo saltaba literalmente de alegría. Heredé de él la costumbre de meter en mi bolsa alimentos extraños (ahora mismo un dulce de camote hizo estragos dentro de ella) y brindarlos como el bien, sin mirar a quién.