
Si yo fuese otra
persona, os daría, a todos, por el gusto.
Así, como soy, ¡tened paciencia!
¡Iros al diablo sin mí,
o dejadme ir solo al diablo!
¿Para qué habremos de ir juntos?
Así, como soy, ¡tened paciencia!
¡Iros al diablo sin mí,
o dejadme ir solo al diablo!
¿Para qué habremos de ir juntos?
Lisboa
Revisitada
(Álvaro de Campos,
1923)
Escribo
"sol" y de la noche no se alumbra ni la esquina. Procuro el silencio,
pero lo guardé tan bien, durante tantos años, que he olvidado dónde quedó
arrumbado. Me cuesta no hablar, tanto o más que dejar de escribir, y eso es
decir mucho aunque poco sea lo que las letras dejan, a pesar de que hablar no
es garantía de ser escuchado y que te escuchen tampoco quiere decir que te
entiendan. La que dice mora dentro de mí, yo sólo visto sus palabras con algo
que parece elocuencia; no soy yo quien quiere decir, lo juro: hay otra.
Me supe habitada hace tiempo: un día amanecí derruida; entre los
escombros encontré las paredes de algo que no sabía mío pero lo era. Fue así:
puro instante, miraba al mundo ignorando qué parte era yo. Entonces los muros
cayeron y quedó claro que los añicos eran la porción de vida que me tocaba.
Antes de eso, ni siquiera existía la pregunta: era y ya, sin saber lo que era,
sin que importara. Cuando vi entre aquellos escombros a la que ahora habla,
yacía herida de vida, aunque invocaba a la muerte. ¡Claro!, me di a la tarea de
salvarla, al fin que era mía; ahí estaba, entre mis cosas, aunque ni a ella ni
a las cosas las hubiera visto antes: no reparé en su existencia, ahora tenía
que repararlas.
Quizá por eso, mucho después de que la habladora se hubiera
instalado en la ciudad reconstruida de mis adentros, cuando un amigo me habló
de un libro (El huésped de Guadalupe
Nettel), brincó aquella intrusa. No encontré el libro, está agotado, más que
yo. Tal vez en él se expliquen las razones que tienen los inquilinos morosos
que nos viven hablando sin parar, robándose el silencio. Pero la autora de la
que me hablaban era hospitalaria, yo no pienso sino en el desalojo, a riesgo de
ser demandada por la invasora de terrenos que de por sí me demanda.
Ella hace suyas las letras, éstas y todas, cursivas porque poco sabe
de moldes; eso sí, de réplicas nada. Busco en los heterónimos alguna salida,
pero con ellos mi doble amplió el laberinto: el espiral donde emergió La
Milagrosa conduce al fractal de Luisa Giraud, mi abuela perdida. Ahí estamos,
una y las tres, como Fernando Pessoa, distrayendo la razón mientras “gira el
tren de juguete que se llama Corazón”. Si yo fuera otra persona, una sola, os
daría el resto de mí, a todos, por el gusto. Así, múltiple como soy, no hay
manera de pedir paciencia: nos iremos juntas al diablo, sin reclamo, porque
aquí no hay Álvaro de Campos que valga.