Hay un instante, por definición mínimo, que atestigüa el desprendimiento. He pasado días enteros en el intento por verlo: atrapar con la mirada el haz de luz que ha de formarse entre el oscuro reflejo y yo, podría ser la oportunidad perfecta para saberme con certeza más que cuerpo.
En la pared de enfrente logré, luego de varios intentos, plegar la silueta gris hasta formar un nudo; dejarón de verse las piernas, los brazos y la cabeza, quedó sólo una media luna imperfecta, aún no sé si creciente o menguando, de ida o de vuelta.
Después, a fuerza de estirar ánimo y extremidades, me hice horizonte; la curva de la cadera formó una montaña; cuando quise explorarla, en el muro apareció un meandro, construí entonces con el hombro la balsa para surcarlo.
Las grietas del muro dificultan la tarea de crearse barco: a la altura del vientre hacemos agua, a veces sangre, nos hundimos entre olas. Entonces hay que ser arrecife, con las piernas pegadas al pecho, con la cabeza en el ombligo, bajar hasta el fondo marino.
Cuando huele a sal, es momento de dejar las orillas: ser mar, irse al estero, diluirse en las partes soleadas, retornar hasta el río, emprender la búsqueda del árbol que somos verticales, hacer ramas como los brazos, dejar el juego de sombras para las manos: ellas sí saben formarse pájaro.
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