Escribir para inventar realidades que sean más gratas que las vividas no es lo mío. Yo no escribo para maquillar el rostro de esa parte del mundo que nació y se conserva fea; el maquillaje no hace milagros y estoy segura de que el intento terminaría en un rostro aún más feo, distorsionado, patético, ridículo, como las mejillas bermellón y las sombras azules de las señoras malas de los cuentos.
No sé pintar, pero si supiera hacerlo, estoy cierta de que mis cuadros no contendrían paisajes luminosos y calmos, no porque yo viva a expensas de la oscuridad ni porque crea que en la vida no hay lindos momentos; la Vida me encanta, pero me fastidia con frecuencia el Mundo que sobre ella construimos, suelen dolerme muchas cosas, pero sobre todo me duele mi incapacidad para modificar aquello que no me gusta.
Quisiera, sí, lo confieso, no tener que poner atención a lo que no es la vida misma o, mejor, a lo que de humano tiene la pobre Vida. Me frustra ser llamada con urgencia para ocuparme de lo que algunos seres dañinos hacen y que no baste con ser una buena persona para no hallarlos en algún punto del camino. Me enoja escuchar que hay que saber cuidarse, ¡que hay que cuidarse!, estar alerta, tener presente que habrá siempre quien devuelva golpes aunque una no los merezca. ¿Quién ha dicho que se tiene únicamente lo merecido?
Tampoco se espere de mí la búsqueda de letras sangrantes, el deliberado dolor que se muestra exponiendo como en un mostrador de carnicería las vísceras. No pretendo hablar de gusanos que horadan corazones, de flores negras y muertas, de tumbas o cuervos que presagian el destino, no me visto de negro, ni es el luto el que distingue a mis textos. Cuando me duele, me duelo, pero me sé también viva, alegre, valiente aunque siempre con algo de miedo, fuerte aunque nunca sin lágrimas de por medio.
Escribo, entonces, para diluir sobre papeles aquello que perturba mi estancia en esta vida, para decir lo que en la batalla, nunca elegida pero siempre afrontada, no podría asentarse ni con la firma de un pacto pacífico, pues no hay paz sin dignidad ni justicia; los convenios son tratos entre personas de buena lid y cuando alguien te declara la guerra sin motivo no merece un ápice de confianza. Aunque sea un lugar común he de decirlo: soy guerrera y si me buscan me encuentran, pero no soy del tipo de combatiente que gusta de armar tácticas o estrategias; si por mí fuera no aceptaría los desafíos, respondo a ellos sólo cuando se trata de una defensa, porque no queda de otra, porque en este mundo, ni modo, ¡hay que cuidarse!
Soy soberbia, también hay que decirlo, sin embargo admito las pérdidas, sé bien que en toda batalla hay heridas de ambos lados; las por mí infligidas son casi siempre en defensa propia, aunque no por ello considero que no son graves, lo son, tienen que serlo, no siento culpa alguna por ello. No niego tampoco las heridas que yo me llevo, eso es quizá lo que desconcierta: admito mi sufrimiento y sé que para un adversario es motivo de goce saberlo, pero la alegría de triunfos tan endebles no perdura y, al final, es víctima sólo quien quiere serlo; yo no lo soy, nunca.
Para escribir hay que saber mentir o ser brutalmente honesto, elegir entre la fantasía de verdades a medias que construyen hermosos laberintos llenos de cedros o la confesión compleja de que no siempre estamos para días soleados, de que a veces hay que rendirse ante la evidencia de que hemos llorado frente a una pared azul que, no obstante, con lágrimas, con rabia, con dolor e indignados, como sea, pintamos nuevamente de blanco. No se llora por la pared, claro está, sino por lo que en ella hay contenida, por las mentiras, por los golpes cuando no teníamos arriba la guardia debido a que no sabíamos que de eso se trataba, por la vileza de quienes dan a cambio de los bienes recibidos puros males.
Escribo, y escribo que he llorado, que me he sentido traicionada, que de hecho me traicionaron, que sí, que me ha dolido; no dejaré de decirlo en nombre del ego enmascarado, por más que al final haya ganado la pelea es cierto que me han chingado, porque aquí, ya se sabe, quien pega primero pega dos veces... y yo ni cuenta me di de que se avecinaba el primer golpe. Pero escribo también que no importa cuánto he llorado: aquí estoy, como estaré siempre, sin negar las heridas pero sanando.
Las heridas fatales las lleva usted, usted que será siempre incapaz de recibir sin dañar a quien algo bueno le haya dado; al final, es usted quien va sangrando, es usted quien maquilla del mundo eso que no tiene arreglo, que es tan feo, distorsionado, patético y ridículo, como las señoras malas de los cuentos, quienes invariablemente terminan con los huesos roídos por los cuervos, en tumbas con flores negras y muertas: murió con el corazón horadado por los gusanos que acá, gracias a la alquimia de las letras honestas, también en polvo se convirtieron. Descanse en paz; yo, aquí, sigo escribiendo.