Digamos que con el tiempo llueve más adentro que afuera, pero también es cierto que dejamos de temer a las tormentas: hemos sobrevivido a tantas de ellas que ya sabemos que no pasa de andar mojados y de tener que aprender a lidiar con el frío de los huesos.
Será por eso que hace tanto dejé de usar sombrillas: no me cubro ni del agua ni del sol, ambos me habitan, se cuelan por las fisuras que el tiempo y sus humanos pasando por la vida van dejando justo en el costado que más hemos cuidado... Justo ahí.
Justo ahí, repito, y la indignación comienza a invadirme: los otros, esos seres que deseamos conocer porque alguien nos dijo que en ellos estaba quienes en verdad somos, son como termitas: acaban con todo, horadan impunemente las heridas, no importa cuánto les supliques, cuánto les pidas que respeten la única habitación que has reservado para ti; entrarán justo ahí y lo harán sin el menor cuidado... Justo ahí, ¡carajo!
Si al colarse por la cerradura, luego de serruchar todos los candados, encuentran en ese sitio alguna esquina reparada, se dirigirán a ella para destruir lo poco que armaste reuniendo fragmentos, cuando creías que así algo de ti se sostendría en pie... Será esa esquina su preferida para mirarte a los ojos mientras deshacen tu mínima, ínfima, obra... Justo ahí.
Si, por el contrario, lo que encuentran es escombro y derribo, la hazaña de estos seres emparentados con las hadas, tan jodidas aunque aladas, serán aun más cruel: comenzarán por crear figuras fantásticas con tus pedazos, te las regalarán sonrientes y cuando al fin te convenzan de que ha sido un hermoso presente, darán con él contra el piso y contra tus paredes... Justo ahí, donde comenzabas a creer que creando podría inaugurarse un pasaje medianamente habitable.
Pero digamos también que con el tiempo las ruinas adquieren valía, que nos acostumbramos a vivir con los muros derruidos, que comenzamos a dejar de poner en pie lo que, ahora sabemos, nació caído; nadie llega el mundo erguido, está sobrevalorado eso de levantarse cuando nos caemos. Esto, quiero decir la Vida, se trata de andar por el piso, de saber movernos incluso cuando nos dejan lisiados, de sabernos plenos a pesar de ir perdiendo cachos sobre el pavimento... Justo ahí.
El asunto es que no importa cuántas termitas sacien su hambre dentro de nuestros desvencijados cuerpos, porque no es al final que seremos polvo: polvo vamos cada día siendo. Justo ahí, donde los malos bichos se empeñan en volvernos carnaza, un poco de agua y nos hacemos de arcilla... Por eso que con el tiempo dejamos de temer a las tormentas y ya no nos cubrimos, ni del agua ni del sol...
Dejamos entonces que las piedras se cubran de helechos, renunciamos a la civilización y lo mucho que nos devasta, nos volvemos termitas en la selva, dormimos a placer sobre el lomo hirsuto de un pequeño perezoso y, justo ahí, escuchamos el agua caer... Dentro de nosotros llueve, y llueve a cántaros, tenemos frío en los huesos, andamos mojados... Nos secamos al sol, justo ahí donde tiene sentido ya no tener cuartos propios, donde se trata de ser por completo deshabitados y tener el corazón de polvo humedecido, de tierra.
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