Debimos darnos las coordenadas pero no lo hicimos porque el extravío nos conmovía. Era más emocionante buscar a ciegas, como cuando niños jugamos a adivinar el sitio exacto donde ubicaste los barquitos en un tablero que yo no veía: una letra y un número, ¿recuerdas?, si atinaba a la posición me hacía de tu flota que, decías, no era cualquiera. "Batalla naval", te gustaba el nombrecito y lo adjetivabas entusiasmado mientras yo me moría de pena: no me hacía gracia ganarte, ni en el juego ni en la vida.
El territorio del desencuentro es vasto, por eso yo estaba lejos, frente a un mar sin navíos, cuando decidiste ahorcarte; ¿lo decidiste?, me sigo preguntando. Ya no éramos niños: yo había renunciado a vaciar los foquitos de las series navideñas para dejarte dentro de ellos diminutos mensajes y tú llevabas años sin conseguir objetos raros que yo coleccionaba; habíamos crecido, tú más que yo. Éramos amigos pero parecíamos hermanos: no dejamos nunca de pelearnos, tampoco de firmar la paz, literal, y literariamente porque también escribíamos juntos.
¿Por qué te mataste?, pregunto por no dejar de hacerlo pero la verdad es que el silencio de tu muerte fue cubierto por mis muy razonables explicaciones hace mucho tiempo: esquizofrenia, dijo alguien, pero no, no fue aquel delirio el que te mató sino tu enorme deseo por no ser quien habías sido. ¿Por qué semanas antes me dijiste que lo harías, si nunca antes me decías algo que yo pudiera considerar una certeza? ¡Qué cabrón!, sabías que no te creería...
Para mí no te moriste en ese momento, de pronto dejaste de estar: tu funeral fue mientras yo tomaba el sol y seguramente un par de cervezas. Cuando volví de viaje habían pasado muchos días, así que me costó matarte: te volví sólo ausencia, una indeterminada, sin mucho sentido, para siempre pero en mi cabeza quién sabe. De alguna manera te agradezco la distancia que me permitiste, que me ahorraras el velorio y los detalles dolorosos. De cualquier forma me dijeron más de lo que debían: el cordón de las cortinas, tu oficina en fin de semana, la camisa azul con pequeñas flores, tu mano izquierda que olvidaron meter dentro de la sábana que te cubría.
No me sentí culpable por haberte dicho que si querías matarte lo hicieras, me alegra incluso no haberte creído y darte esa respuesta, de lo contrario las cosas habrían sido muy distintas pero no en lo fundamental: muerto estarías igual, nunca me hiciste caso. ¿Y si vivieras?, me pregunto de vez en cuando. Te imagino guapo como eras, pero más, más guapo porque estoy segura que el tiempo te favorecería. Si supieras: lo que duele a los 26 no duele más pasados los 30, incluso antes es posible sanar ciertas heridas o, mejor aún, vivir feliz a pesar de ellas. Mírame a mí, pensándote sin dolor a pesar de que te me volviste ausencia.
Durante mucho tiempo me costó dormir tranquila, temía volverme loca y atentar, como tú, contra mi vida. Me enojé contigo, sí, no puedes culparme por eso: me quitaste al cómplice que tenía cuando era niña y muchos años después me hiciste falta, cuando ya tenía la edad en que tú moriste y a mí la vida me pasaba por encima. Recuerdo haberme sentido desvalida, hacerme un ovillo y revivir cómo te consolaba cuando de noche ibas a mi cuarto a decirme que escuchabas pasos: "shhh, ya, no pasa nada, acuéstate a mi lado, no viene nadie, tranquilo". "Ya, no pasa nada", me decía a mí cuando sentí que yo también podía matarme y tú no estabas para acostarme a tu lado, me lo debías.
Me sigues haciendo falta, aunque ahora te contaría de la alegría. ¡Qué cabrón!, dejaste que se fueran contigo nuestras risas, eran muchísimas, imagina cuántas más habríamos sumado. Te quería, supongo que te quiero todavía, pero hace tanto no estás que no sé si te querría igual. Nunca he ido al nicho donde pusieron tus cenizas; ni lo haré, yo sí te aviso de mis planes tal como hacía cuando vivías. Alguna gracia tiene que estés dentro de una iglesia, eras ateo aunque a veces con tu abuela fingieras: ahora estás con las cenizas de ella y supongo que si te pienso de algún modo vivo tendría que reírme contigo porque sigues fingiendo.
No estás, ya lo sé. Lo que no sé es por qué hoy me ha dado por escribir como si me leyeras: no estoy triste, dejé de estar enojada, aunque no olvido los detalles no me demoro en ellos, bueno, sólo en uno: la tortuga, ¿te acuerdas?, la tortuga de peluche que te llevabas de mi casa cada que podías, cuando no me daba cuenta, la tortuga que yo regresaba de la tuya cuando te distraías. ¡Qué cabrón!, te mataste cuando tenías la bendita tortuga tú... Intenté por varios medios recuperarla, era lo único que podía querer conservar de ti, y de mí porque mía era... Nadie me dio razón de ella. ¡Ríete!, sé que lo harías si supieras que cuando todos hablaban de ti en medio del dolor, del vivo espanto, yo encontraba formas ridículas para preguntar por la tortuga de la que nadie sabía.
Esta noche, por razones desconocidas, un poquito de delirio se ha colado en este estudio y me dio por recordarte, por escribirte, por traerte de nuevo acá aunque no escucho tus pasos (¡y ni te atrevas!), aunque ni así te acercas. Disculparás que deje esta carta inconclusa, pero así dejaste la vida... ¡Qué cabrón!, te mataste y así te queremos todavía. ¡Olvídalo!, no te daré las coordenadas, te extravié en el vasto territorio del desencuentro, estás muy lejos. Mi gusto por conservar objetos raros no ha disminuído: tengo uno de tus barquitos, es verde; por momentos lo miro, sólo cuando me acuerdo y muero de pena por haberte ganado, sí, en el juego y en la vida.
1 comentarios:
entrañable
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