De todos mis recuerdos lo que más me visita es lo vivido casi de noche. Podría pensarse que tengo poca memoria, pero la verdad es que mucho de mi recorrido en esta vida ha sido así, entre sombras y luces tenues. Entre la media noche y la media mañana prefiero el atardecer completo, los dorados filamentos que en silencio ante nuestros ojos bailan. Me descuelgo en la penumbra, me visito renovada.
De niña temía a la oscuridad, apagar la luz de la recámara para dormir era toda una odisea. Escuchaba la instrucción de mi madre que se oía inauditamente lejos y siempre más pronto de lo esperado: anhelaba la demora, deseaba que ella viniera a cumplir con el mandato cuando yo ya dormía, que no me tocara a mí presionar el botón en la pared que hacía que todo de repente desapareciera. Me habría gustado tener una lámpara sobre el buró para que aquel acto mágico de vaciarlo todo pudiera hacerse desde el fondo de la cueva en que se convertían las cobijas que me resguardaban; pero no, no la tuve, por eso aprendí a llegar hasta a mi cama mediante un salto preciso, uno solo en medio de la nada misma. El vacío, y yo que volaba por un instante.
Quizá porque asocié lo oscuro y el vuelo, pronto me dio por andar a media luz el resto del día. No dejé de temer a la ausencia de luz, pero tampoco me gustaba que ésta lo llenara todo porque entonces no había razón para despegar los pies del suelo. Demasiada luz enceguece, hace falta una poca para afirmar dentro de esa nada infinita la existencia a los contornos de lo que es nuestro. Un poco de luz a manera de mapa, con las coordenadas para evitar el estruendo de los encuentros inesperados, sin evitar, sin embargo, que encontremos sin esperarlo justo eso que sólo existe en el medio de la luz y su contrario, en el vértice de la penumbra donde se muestra el perfil del mundo y todo lo que lo habita: nuestros límites, al final lo único que nos indica quiénes somos y dónde estamos.
Es el ruido del río cuando no lo vemos claramente lo que nos indica su eterno estarse yendo. Es la línea ennegrecida de la sombra de los cerros lo que nos hace sentir diminutos al inicio de un sendero. Sólo si dejamos de ver los árboles descubrimos en ellos los cencerros de sus hojas que se agitan con el viento. Es al fondo de una guarida donde la vida se aparece en los ojos de animales desconocidos que nos miran en la selva. Es la penumbra lo que nos llama a comprender el mundo que pasamos por alto cuando la luz lo inunda todo.
Hay demasiada luz en el mundo. No era así cuando desde la cornisa de la ventana me asomaba de noche a mirar la silueta de la avenida casi vacía. No era así cuando esperaba en la estancia familiar con la luz apagada que se hiciera de noche para encontrar las esquinas de cada objeto que habría de reconocer. No era así cuando tuve una lámpara del color de las naranjas bajo la que miraba atenta los dedos de mis pies por horas. No era así cuando las calles se escondían de los transeúntes, volviéndolos ciegos de pronto. Los muertos podían descansar en la aceras sin que el charco de su sangre fuera tan rojo. Los vidrios se molían en destellos que esquivaban lo oscuro con alegría.
Es la vagina el más oscuro de los universos,pero la hembra debe dar a luz entre las sombras de fogatas o de velas, de atardeceres que se cuelan por las rendijas de habitaciones color sepia. No imagino el parto del mundo a pleno rayo del sol que calcina pechos y piernas. La vida es húmeda y con poca luz, a penas la necesaria para permitir que nos agarremos de sus bordes perfilados, mostrándonos que incluso ahí nos acompaña la sombra, la nuestra y la del mundo. En penumbras somos capaces de mirarnos las manos cada vez como se mira lo que es nuevo; la novedad no es la piel envejecida sino la voluntad de perdernos como condición para reconocernos, un poco más viejos, sí, pero siempre de nuevo.
Dejemos el corazón apenumbrado colgando de aquel cuarto de luna. Así no olvidaremos que las filosas estelas de luz aparecen en el cielo cuando hay guerra, el rostro de los moribundos que se encajan de perfil aluzados nos mostrarán los ríos en los que su muerte abreva. ¡Jodido está el mundo abrillantado!, ¡jodidos los hombres que no miran ya el vértigo espiral de fuegos fatuos!, almas sin pena. Olvidamos la penumbra que nos llama entre luces desafiantes. Imposibles son las sombras. Ya no somos, ya no estamos. Se borraron los perfiles de la vida, nos perdemos en la luz encandilados: el rencuentro se desliza sin asidero, ya no hay bordes que indiquen rutas alternas. Quemados los ojos y las manos, ¿que nos queda?, sólo el mundo que en brillar está empeñado, el horror de la muerte sin sustento, en tiempo real sobre pantallas luminosas. Tanta luz nos deja ciegos.
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