Acá no hay medias tintas, incluso si el pulpo es medio pulpo, incluso si perdí en la batalla más de tres tentáculos. Me pienso a pedazos, mirarme entera sería demasiado: nunca hay que mirarse de cuerpo completo; esos espejos que nos reflejan así deberían estar prohibidos: uno se quiere a pedazos y así queremos a los demás, por partes, no es cierto aquello de que el conjunto es lo que cuenta.
El Universo es demasiado grande como para mirarlo todo; imaginar su vastedad puede ser una experiencia incluso aterradora. No soy el Universo, ni tú lo eres, ni nadie puede serlo, pero de algún modo somos el pedazo más complejo del Universo, el que se piensa; ¡carajo, cuánto pensamos!
Sólo en un sueño me he visto cada milímetro: desnuda entré en el agua de un lago ancestral al pie de una montaña, salí de ahí con la piel bordada; toda yo hecha de hilos de lana, colorida, así fui alguna vez. No te miento, hace tiempo que tengo algunas partes deshilachadas, sobre todo en las orillas me he desgastado. En este ir y venir que significa ser sobre todo agua, han hecho falta algunos remiendos.
Nunca he descansado lo suficiente como para haber reparado las partes rotas con cuidado, tampoco me he distinguido por saber hacer bastillas perfectas, pero lo peor es que no me ha preocupado que se me vean las costuras por fuera: no hace falta poner mucha atención para encontrar en mí los pedazos unidos a prisa, sin mucho arte. Aunque, ¿quién sabe?, las fibras vegetales tienen su gracia y yo me he remendado siempre con ellas.
Si al inicio en mi piel el estambre dibujaba flores y pájaros, con el tiempo fui cosiendo sobre ellos ojos y corazones de henequén. Me dio también por recoger en el camino objetos que añado al lienzo en el que me he convertido: penden de mí milagritos de cobre, caracoles blancos y pequeñísimos cascabeles de plata que el mar y el desierto han dispuesto al rededor de mis pies.
Fuera de mí hay poco, al menos pocas cosas que me importe conservar; debo decir que si esas cosas están en un altar es porque no he encontrado el modo de unirlas a mi atuendo: piedras, velas, cuarzos, ángeles, promesas anudadas a un santo que quedaron perdidas en mudanzas ajenas; trocitos de carbón y de palo santo, plumas, una tupa antigua del Perú, un espejo de obsidiana; tierra que absorbió la sangre más revolucionaria, un péndulo de metal y una esfera de cristal que parece agua.
Las runas y el Tarot están en otro sitio de mí y de mi casa. No es que sea vidente: en los oráculos me da por buscar palabras, metáforas que sirvan para hablar de lo que no se habla, un idioma distinto, quizá aquél que hablaba mi abuela, tan desconocido que de ella sólo ha quedado el nombre, Louise, y un par de recuerdos no del todo claros entre mi gente que prefiere no recordarla: sus ojos de gacela y el tornado que sembró siempre a su paso la desgracia.
No hay espejo justo, mucho menos cuando el único que en verdad nos refleja son los otros, tan dados a devolver la imagen de lo más terrible que nos habita. Los otros frente a mí han sido siempre una suerte de traductores poco hábiles que, en nombre de la belleza, reescriben lo que leen de manera inexacta: colocan una flor ahí donde está la herida... ¡Y de la herida no hablan!, aunque se desangre, aunque luego quieran recoger la tierra ensangrentada.
Si del alma son los ojos espejo, no hay que pensarle mucho: su reflejo no es el propio, es el del otro que te mira sin saber que en tu mirada lo desalmas. Por eso es que nos vemos a pedazos y nos queremos, así, del mismo modo, por partes, sin conjuntos que valgan. Mejor, entonces, nos representamos, con piedras, con caracoles, con altares y con cuarzos.
No preguntes qué tiene que ver conmigo el carbón y el palo santo, están demasiado cerca de esa parte de mí que no es vivible, donde el río es profundo y se ensancha. No preguntes por los santos perdidos con sus promesas, ni por los ángeles que fueron por alguien abandonados. No preguntes por las piedras, ni por los caracoles.
Quédate conmigo en la orilla de los milagros, de los cascabeles de plata y de los cuarzos, son esos los presentes que dispuse para ti porque no hacen daño. Del abismo poco comparto, sólo aquella chacra que ya he plantado, donde crecen las hierbas curativas, donde hay salvia y romero, buganvilias y amaranto. Lo demás está, por ahora, deshabitado.
Soy yo mi casa, con tapias y muros, con el techo desvencijado, con el piso que no termino de arreglar porque me ha importado más el huerto que se llueve tanto. Soy yo este lienzo-mapa, territorio que adorno para ti, para que en este espejo no te mires nunca sin el alma, si es que un día en él te miras entero y no por partes.
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