Confieso que he volado más de una vez en el preciso espacio entre el cielo y el mar; así supe que nacemos con alas aunque a veces no nos las encontremos. Solemos imaginar que nuestra parte alada es similar a la de un ave (mal de los ángeles), con plumas blancas y grandes que un día se fincaron sobre la espalda.
Las alas pueden ser tan endebles como las de un insecto, pequeñitas, y tan rápidas que incluso cueste verlas. Las alas pueden ser más que un par y no estar sobre la espalda sino en cualquier otro lugar: yo me las he visto en el ombligo, detrás de las orejas, en los talones y entre el cabello. Las alas pueden también cambiar de lugar: si ayer encontraste alguna sobre el vientre, hoy puede hallarse en la punta de la nariz o en el dedo medio del pie izquierdo. Las alas son difíciles de atrapar.
Confieso que he llevado la música en los pies a pesar de que no bailo y si bailo lo hago muy mal. No son mis nervios, con todo y que en ellos están las cuerdas: si camino tintineo, quedaron en mí los sonidos de aquellos cascabeles que traje durante años incrustados en los tobillos. Me gustaba ese cencerro tan propio y eficaz: lograba que mis pérdidas no fueran fatales, aunque mucho me he perdido y alguna vez de modo casi fatal. Los cascabeles son difíciles de conservar.
Confieso que he albergado dentro de mí más de un vidrio, "astilla" los nombré uno por uno y observé con atención las rutas que siguieron en mi interior cada vez que entró alguno. Dibujé el mapa de mis afluentes cristalinos por los que aún navego. Del costal de suave tela donde guardo las runas de arcilla, una noche saqué un cuarzo rutilado que me mostró aquel mapa celestino, entonces dejé de remar, aprendí a dejar que me lleven las corrientes. Tengo esperanza de así algún día encontrarme mar. Los vidrios son difíciles de hallar.
Confieso que he masticado con paciencia grumos de arena, polvo, lodo, barro y sal. He caído tantas veces, siempre de lleno, de bruces, y tantas veces me ha costado volver a caminar, que aprendí a degustar las tierras: más que por el color, las distingo por su aroma, por las texturas, por el tiempo y la manera en que se aferran a la lengua antes de que termine de salivar. Según cueste morder, luego de una jornada caníbal-gea, predigo con certeza el momento exacto en que me he de levantar (y no, no son tres días, son siempre más). Los grumos son difíciles de descifrar.
Confieso que he guardado piedras debajo de mi almohada, a modo de acicate y con la esperanza de dejar de soñar. Todo intento ha sido en vano: amanezco pegada al techo, más ligera que nunca, con la piedra en la mano y el rabo del último sueño agitándose sobre mi frente, con las patitas aferradas a mis mejillas, a punto de ronronear. Las piedras son difíciles de amarrar.
Confieso que tengo alas esparcidas por el cuerpo, que compongo música al caminar, que tengo de vidrio los ríos internos, grumos varios en cada molar. Confieso sobre todo que guardo piedras y que ni así he podido dejar de volar.
Confieso que es difícil atrapar alas de insecto, que lo es también no perder los cascabeles, que los vidrios se me esconden, que los grumos dicen poco y que las piedras, ¡esas piedras! no se pueden amarrar.
Confieso que hoy mastico alas, guardo lodo, busco cascabeles, escribo con los vidrios, me inscribo con las piedras.
Confieso que soy todo eso y nada, mar que no se conserva, hallado, sin atrapar, libre de marras, en olas contra las piedras. Mar de alas, de sal, que lleva, que trae:
alas,
arena,
vidrios,
piedras,
cascabeles quizá.
Confieso:
runas de lodo seco,
mapa y cuarzo;
el rutilado de mi existencia,
a la deriva, sobre mis sueños.
Sin descifrar.
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