Tuve un sueño peculiar, de otra vida, hecho a mano, color sepia.
Atesoro los retazos del recuerdo, fragmentos brumosos que se desgarran dejando un rastro de neblina; poco, cada vez menos, logro asirlos desde las puntas más espesas.
Quisiera poder contar una historia completa pero si la hubo ahora no hay más que un par de sensaciones, un pedazo discursivo y la imagen turbia de algunos objetos.
Una casa vieja, la terraza para ser precisos, de madera, volada sobre un acantilado, sin barandales: la invitación al vértigo que no llega.
Un lago que hace juego con la tarde, casi noche, de aguas y cielo color chocolate.
Podría dar miedo el paisaje pero no me da: siento la calma de quien observa con atención; todo respira.
Sobre el agua, tres barcas rústicas fabricadas con una sola pieza: un pedazo de tronco ancho y sólido, ahuecado por el centro con paciencia hace muchas décadas; se nota en su hechura que nacieron de manos viejas.
En la orilla, tres pequeñas estacas sirven de amarre a cada barca, hay una cuerda gruesa pillada entre los bordes de una grieta en la madera.
No fue el paso del tiempo quien hundió algo afilado para hacer el corte, fue alguien; todo aquí es de alguien.
Las cuerdas están gastadas, son tan de antes que sus duras fibras se han reblandecido, son casi suaves cuando paso la mano sobre ellas.
Lo acaricio todo como si fueran gatos, y si lo fueran seguro ronronearían, lo pienso por la manera en que las texturas se entrelazan con mis dedos.
En cada objeto se mantiene vivo algo de quien los hizo, su ausencia susurra desde los huecos con el idioma del viento; todo habla.
No me veo, me sé porque hablo y respiro en aquel lugar tenue e incomprensible; mi voz y mi aire como acicates.
Me pregunto si hay una cuerda que me mantiene también a flote o en vilo, desde la terraza, sobre el lago, justo a un lado de las barcas.
Me pregunto si estoy yo también hecha de una sola pieza. Despierto antes de pensarme desde la grieta.
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