Más allá del retorno a su gente y a sus recuerdos, los constantes viajes a
su pueblo tenían otro propósito: mi abuelo llevaba siempre consigo una bolsa
repleta de todo tipo de “remedios” para las personas que durante la visita
anterior lo hicieron partícipe de los males que les aquejaban. Íbamos de puerta
en puerta entregando corteza de hormiguillo que mejoraría el hígado de Chela,
marihuana macerada en alcohol para aliviar las “reumas” de las tías Campos,
“chochos” homeopáticos para las dolencias de doña Régula, vitaminas que a sus 103 años
seguramente harían falta a don Austroberto, ciruelas deshidratadas para que
Chucho dejara de fumar teniendo literalmente la boca ocupada en otra cosa.
Fue en Santa Mónica, el poblado en el que mi abuelo había ejercido como
maestro rural, donde supe a ciencia cierta que él no era simplemente
distribuidor de “remedios”: en esa localidad se le consideraba como portador
del don para curar; “él sabía”, asegura la gente. Sólo entonces
adquirieron sentido algunos de los hábitos de mi abuelo que hasta ese momento
yo había interpretado únicamente como costumbres compartidas con sus paisanos:
“barrernos” a mi hermano y a mí pasando por nuestros cuerpos veladoras que
encendía inmediatamente después en la iglesia, dejar vasos con agua en su casa
justo antes de nuestro retorno a Ciudad de México, revisar cuidadosamente
los cruces de caminos por los que pasábamos, donde era usual encontrar tirados
ramilletes de hierbas, huevos y hasta gallos sacrificados, prohibirnos el
consumo de algunos alimentos cuando estábamos enfermos o después de ciertas
actividades, la insistencia con que preguntaba si me había caído cerca de una
poza y las largas caminatas por el monte recolectando plantas.
De entre todos sus "remedios" había uno que provocaba en
nosotros, sobrinos y nietos, salir corriendo: caléndula macerada con
aguardiente, un potente cicatrizante que no fallaba pero que ardía al contacto
con la piel herida de un modo atroz. Mi abuelo no perdonaba raspón alguno, grande o
pequeño sería tratado con el líquido quemante que traía en un frasquito color
sepia: lo aplicaba a mansalva, sin gasas o algodones de por medio, directo de
la botella sobre la herida abierta.
Creo que en mi familia no hay alguien que no tenga entre sus memorias
alguna de esas sesiones curativas de mi abuelo con aquella medicina
eficaz e infame. No quiero pensar en lo doloroso que será ese recuerdo para el
primo que se cayó del caballo y se raspó el rostro completo, sólo sé que cuando
vimos a mi abuelo llegar con el frasquito de caléndula los demás niños cerramos
los ojos para no sentir en carne propia el tormento; eso sí, mi primo es guapo
y en su cara no hay ni rastro de aquel suceso.
Yo recuerdo cuando me dio
por probar el control de mi mente: convencí a una prima de que yo podría
recostarme en traje de baño sobre la loza ardiente (por el sol a medio día)
junto a una alberca, soportando con mi espalda lo que ni los pies soportaban.
Terminé con la espalda llena de ámpulas. Mi abuelo llegó a socorrerme con la
temida caléndula en mano. La tortura fue doble porque, además, se dio a la
tarea mi querido abuelo de reventar con una aguja primero cada una (sí, una por una) de las
ampollas.
A nuestros a gritos mi abuelo replicaba con serenidad: "ya, ya, con esto no te quedarán
marcas"; es cierto, las cicatrices que tengo en el cuerpo son de tiempos
en los que mi abuelo ya no estaba, de otro modo serían inexistentes. A veces me
miro las marcas y pienso que también por eso digo que mi abuelo se murió antes
de tiempo.
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