Tenía mi abuelo un abrigo del color de las almendras, era de pana gruesa. Cuando me sentaba sobre sus piernas mientras él platicaba con alguien, yo me entretenía acariciando con un dedo cada rayita de la tela de su abrigo, a contrapelo para ver cómo se oscurecía un poquito; "no lo despeines", decía él, y alisaba con la palma de su mano las partes en las que yo había andado haciendo surcos. Me gustaban también los botones del abrigo: estaban forrados con unas cintitas de piel que se entrecruzaban, pero cuando los acariciaba no cambiaban de tono y eso me aburría. Entonces me ponía a mirar desde su cuello al interior del abrigo que traía él puesto, se asomaba la tela de la camisas que abrochaba hasta arriba como si fuera un seminarista y sobre de ella el estambre del chaleco; para ver más, yo pinzaba con dos dedos con mucho cuidado la tela de la camisa entre dos botones. la alzaba para que se abriera un pequeño hueco desde el que podía ver un pedacito de la camiseta de algodón que usaba siempre como prenda interior.
Lo que más me gustaba de esas incursiones entre la ropa de mi abuelo era descubrir el hilo color marrón del que pendía su escapulario; lo jalaba hasta sacar el cuadrito con la imagen religiosa, tratando de sentir qué llevaba dentro (porque algo tenía, se sentía, aunque hasta la fecha ignoro qué llevan dentro los escapularios, una más de las preguntas que me habría gustado hacer a mi abuelo). Casi siempre en ese momento terminaba la conversación que él sostenía y me bajaba de sus rodillas para irnos, por eso no recuerdo de qué era la imagen.
Mi abuelo andaba forrado con ropa, es la palabra precisa, así lo decía él: "para aguantar el frío hay que andar bien forrado"; sí, el frío le hacía los mandados, el calor también, yo creo, porque ni con sol mi abuelo se despojaba de su envoltorio. Solía usar un sombrero "tipo texana" y para la lluvia tenía una funda plástica con la misma forma del sombrero que se sostenía con un resorte por dentro; de todos modos siempre cargaba con paraguas. El paraguas le servía para mucho más que para cubrirse de la lluvia: hacía las veces de bastón (entonces se escuchaba como un pequeño relojito el golpeteo de la punta metálica sobre las aceras) y también de arma secreta cuando el metro iba muy lleno; se abría paso literalmente a punta de paraguas, no golpeando porque mi abuelo era incapaz de esa violencia llana, bastaba con poner aquel artefacto de manera horizontal entre nosotros y el resto de la gente para asegurar el espacio vital (más de una vez hubo necesidad de cambiar de paraguas porque al abrirlo descubría que con los empujones había dejado de estar recto).
Que mis recuerdos sean más nítidos sobre la parte de arriba de mi abuelo lo atribuyo a que él era muy alto y a que yo pasaba mucho tiempo entre sus brazos. De la cintura para abajo a mi abuelo lo veía poco: sólo cuando llegaba la hora de dormir y se sentaba en la orilla de la cama donde yo ya estaba acostada; me hacía rodar un poco por el declive que formaba con su peso, porque mi abuelo también era muy gordo, a mí me parecía como un oso. Usaba pantalones de vestir (siempre muy formal mi abuelo) y calzones largos y holgados, con botones en la bragueta (hoy serían unos boxer muy modernos). Recuerdo mejor sus calcetines, siempre negros y delgados, livianitos, todos iguales. Sus zapatos eran grandes y pesados; sus pies acicalados con esmero: tenía un estuchito negro donde guardaba un diminuta tijera y una pequeñísima lima con las que se arreglaba las uñas (me divierte pensar que mi abuelo hacía cosas que hoy son de "metrosexuales" pero que entonces eran de "caballeros").
Pulcro como pocos, mi abuelo era sin embargo muy sencillo, simple en sus cosas; no tenía ropa de más y no se andaba con rodeos: la ropa interior toda igual, la de fuera que abrigue. Pero ese hombre de cabello siempre corto, de ropa formal incluso en domingo, llevaba lo travieso en las bolsas de su abrigo. Traía siempre caramelos para nosotros, pero también para granjearse la amistad de dos perros bravos que custodiaban celosos la casa de mi tío en el pueblo: como la puerta estaba lejos de la casa y nunca se escuchaba el timbre, mi abuelo había enseñado a los perros que si lo dejaban pasar les regalaba un caramelo. Un día fui a esa casa sin mi abuelo, me acompañaba un primo que le tenía terror a aquellos perros, yo lo había convencido de que podríamos pasar sin peligro porque les daría un caramelo. No funcionó: los perros me dejaron entrar a mí sin problema pero mordieron a mi primo, un desastre. No eran los caramelos lo que los perros querían, era a mi abuelo que además de dulces los acariciaba y les hablaba con cariño, igual que yo lo hacía porque él me había enseñado a hacerlo.
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