Cuando niña, para Laura la Navidad era redonda…
redonda y azul… convexa: el lado luminoso de una esfera que, no sin protestas
por parte de su madre, ella lograba ubicar al centro del árbol plástico, verde,
viejo, incluso empolvado, que se montaba en la esquina derecha de la sala junto
al ventanal cada año a principios de diciembre, a veces hasta la segunda
semana, lo que a Laura desesperaba.
Mientras sus padres y su
hermano, cuatro años mayor, se afanaban en los preparativos para la cena
navideña, Laura pasaba solitarios ratos mirándose en el pequeño espejo azulado
de su esfera; cuando lograba quedarse en casa sin nadie, pretextando cualquier cosa
para no ir con el resto de su familia a hacer las interminables compras,
bailaba y cantaba frente a la esfera, cambiaba de ángulo, estudiaba con
detenimiento la manera en que su reflejo se modificaba: ahora más delgada,
ahora más pequeña, grande, ¡muy grande!, sólo la cara, la boca, ¡un ojo!,
cíclope de largas pestañas.
A Laura no le interesaba el
árbol ni el resto de los adornos que pendían de sus ramas; el ángel dorado le
parecía espantoso, la estrella de la punta era odiosamente inalcanzable, las otras
esferas, plateadas, daban el mismo efecto que una cuchara; mucho menos atención
ponía al diminuto nacimiento que, al pie del tubo que hacía de tronco de aquel
árbol, perdía alguna pieza cada año: “Laura, ¿qué pasó con el borreguito?, ¿y
el pastor?, ¿ya nada más queda un solo rey mago”, se lamentaba su madre viendo
con recelo a Tufo, el perrito de la casa.
El día 24, Laura tampoco
mostraba gran entusiasmo por los regalos que recibía de un tal “Niño Dios”,
¡jamás le atinaba!, algo raro tenía ese niño, pensaba Laura, sus gustos eran de
adulto: ropa, zapatos, ¿una nueva mochila para la escuela?, ¿quién podría
emocionarse con esos regalos? Y la cena, ¡la cena!, nada había peor que comerse
los romeritos, las tortitas de camarón eran un espanto y el pavo no sabía a
nada, odiaba con todas sus fuerzas el pan lleno de frutas secas; como consuelo
le dejaban comer doble ración de coditos, “aunque debes aprender a comer de
todo, Laurita”, sentenciaban.
En las horas sin fin que le
obligaban a quedarse en la mesa, miraba de reojo su esfera azul, lejana, hasta
el otro extremo; parecía una pelotita suspendida que echaba chispas, reflejando
la luz de los foquitos como si no quisiera dejarse herir por los rayos,
respondiendo al ataque sin que Laura pudiera ayudarla. Oía desatenta a sus tías
que comentaban las últimas pérdidas del barrio: “¿sabes quién se murió?,
Silvia, ¡tan bonita muchacha!, parece que la atropelló un borracho, es que los
jóvenes ya no miden consecuencias”; “a quien dejaron embarazada fue a la hija
de Carmencita, ¡ya ves que nunca la cuidaron!, siempre andaba en la calle,
realenga la pobrecita”.
La última noche del año le
parecía mejor: le gustaba salir corriendo con una maleta, regar la planta,
tirar arroz y frijoles por la alfombra, barrer la puerta y, sobre todo, adoraba
llenarse la boca de uvas metiéndolas todas a la vez para no perder los deseos;
uno de ellos, el más importante, era que le dejaran guardar la esfera azul en
su cuarto hasta el siguiente diciembre… nunca se le concedió: “Acabarás
rompiéndola, Laura, además, no es un juguete, puedes cortarte”, le decía su
padre con fastidio, “no entiendo qué te obsesiona con esa maldita esfera, cada
año es lo mismo”, apuntaba su madre. Y sí, cada año era lo mismo: Laura lloraba
cuando su madre guardaba los adornos navideños, imploraba que la esfera azul
fuera la última en entrar a la caja y sentía que toda la magia del mundo se
terminaba.
Cuando Laura tenía nueve años, Tufo, que se había
vuelto gruñón y medio ciego, pasó sin fijarse por debajo del árbol que acababan
de colocar en la esquina de la sala; arrasó con la villa sobre el heno del
nacimiento, metió una pata en el laguito de papel de aluminio, se enredó en los
cables de las series y tiró el árbol completo. Entre los gritos de su madre que
buscaba los enchufes para desconectar la corriente eléctrica, Laura miró con
horror los pedazos de las esferas: trocitos plateados desperdigados por la
alfombra, con las tapitas fuera y dos filamentos que parecían pequeñas tripas,
¡una masacre!; buscó esperanzada su esfera azul, debía haberse salvado.
Escoba y recogedor en mano, la
madre de Laura empezó a quitar los escombros dejados por aquel derrumbe; asomó
entonces un pedacito azul, uno solo, convexo… Laura dejó de llorar, tomó entre
sus dedos aquel fragmento, al voltearlo se tornó cóncavo y plateado, igual a
los otros, sin gracia como el suéter amarillo que le regaló el “Niño Dios” el
año pasado. ¿Será que crecer significa encontrarse con el otro lado de las
cosas que nos parecían mágicas?, ¿descubrir en ellas nuestro rostro desfigurado
de un modo distinto?, ¿desnudar los objetos hasta que no son más que lo que son?;
dejar de llorar, incluso cuando Tufo convulsionó sobre la alfombra aquella
noche, mientras Laura se miraba los dedos sangrantes.
Una primera versión de este cuento fue publicado en el segundo número de la revista electrónica PARTE MAG ( http://issuu.com/partemag/docs/pm02) Derechos reservados.