Memorias crónicas (cuarta parte)©

Aquella mañana desperté con el tiempo exacto para tomarme un café en el centro de San Cristóbal. Solía escatimar a la ciudad el resto del nombre -de Las Casas- porque se había vuelto para mí un sitio cotidiano; ahí comenzaba y terminaba el día de lunes a viernes pero nunca me fue tan familiar como para llamarle San Cris, quizá porque pasaba la mayor parte del tiempo en Chenalhó (al que le quité el San Pedro desde el primer momento). 

Vi a lo lejos la ambulancia en la que me llevaban a Chenalhó diariamente. Logré pedir la cuenta y pagarla antes de que llegara al punto en donde debían recogerme. Caminé hacía el punto de reunión todavía con el último sorbo de café en la boca: me supo más amargo de lo habitual, supongo que debido a que se cruzó con el recuerdo de que llegando tendría que enfrentarme a la colocación de la urna de votación en la clínica.

Como lo supuse, no terminé de bajar de la ambulancia en la puerta de la clínica en Chenalhó cuando ya llegaban hasta el mismo lugar quienes pondrían la urna. Si bien había pensado en eso buena parte de la noche, no encontré la estrategia mediante la cual llevaría a cabo mi personal resistencia. Tuve que improvisar, abrir la brecha conforme avanzaba sobre ella.

-Buenos días-, me escuché decir al tiempo que encontraba la forma de no poner más atención de la debida en la urna. No quería que se me notara preocupada.

-Buenas-, contestó uno de los hombres que la traía. 

Pensé que yo no era la única que escatimaba palabras cotidianas. "¡Ahí está!", me dije, "escatimar" era la clave. Escatimaría mi ayuda y la de la gente a mi cargo (los integrantes de la brigada médica).

-¿Dónde podemos poner la urna, doctora?- se dirigió a mí el mismo hombre que a medias me había saludado.

Tuve la tentación de decirle que yo no era "doctora", que era antropóloga, pero eso implicaría largas explicaciones de esas que a nadie importan y no son pedidas. Sentí además que hacer esa acotación me delataría: "acusación manifiesta", terminé el dicho en mi cabeza y guardé el resto de mis pensamientos.

-Al fondo, por favor.

Percibí en mi interlocutor un dejo de molestia. No sé si era mi paranoia, pero él miraba a la entrada y eso me pareció suficiente indicio de que esperaba colocar la urna en el lugar más visible. Por eso continúe hablando yo, atajando de manera preventiva su desacuerdo.

-Le diría que la pusieran en la entrada pero, ¿sabe?, la gente se queda en la puerta esperando la consulta y puede dificultarse que voten porque estarían todos ahí sin dejar pasar.

No quedé conforme con mi aventurada explicación, para mí no tenía lógica, pero al parecer para él la tuvo porque de inmediato entró hasta el fondo del cuarto que era la "sala de espera" junto con los otros dos hombres que lo acompañaban y que se dispusieron a armar la urna que quedó sobre una mesa junto con las papeletas para los votos.

Enseguida salieron despidiéndose amablemente y recordándonos que volverían por la urna con los votos emitidos antes de que cayera la tarde. Me sorprendió que nadie se quedara a vigilar el proceso de votación. Por un momento se me ocurrió que podría tachar los votos en contra de su intención, pero inferí que ellos confiaban en que los trabajadores de la clínica se ocuparían de hacerla de vigilantes, y quizá no se equivocaban al confiar en ellos... aunque sí al confiar en mí. 

Yo, en cambio, no confié a nadie mi intención de boicotear, aunque pasivamente, la votación. Pensando en cómo lo haría sin ponerme en riesgo agarré una de las boletas y leí una sola de las preguntas, la principal: "¿Está usted de acuerdo con la distensión del conflicto?". "Ya la hice", pensé con una sonrisa que se escapó de mí de tanta gracia que me hizo la palabra por ellos elegida. "Distensión", repetí un par de veces para mí, en voz muy baja y segura de que nadie me veía. Dejé la papeleta en su lugar y comencé a urdir el plan.

Soy pésima para las operaciones matemáticas, pero hábil para hacer análisis rápidos en situaciones desesperadas: fue claro desde que leí esa pregunta que no era una que pudieran entender con claridad los votantes, no sólo por el uso de una palabra ajena a la mayoría de las personas que se quería que votaran, también porque en el municipio de Chenalhó hay una buena cantidad de gente analfabeta y otro tanto es monolingüe, hablantes de tzeltal, razón por la que formaba parte indispensable de la brigada médica una traductora, oriunda del lugar que hacía las veces de enfermera.

-Desde la semana pasada estamos con que hay que ir a los parajes para atender a la gente que no viene a la clínica, ¿por qué no lo hacemos hoy?-, pregunté a los integrantes de la brigada. 

-Pero, ¿quién se queda acá?, preguntó el pasante de medicina que atendía esa clínica desde hacía casi un año. No podemos cerrar, está la urna.

-No, claro que no, hoy no puede quedarse cerrada la clínica, la gente va a venir a votar -confirmé ocultando las ganas de que desapareciera la urna... y hasta la clínica si hacía falta.- Puede quedarse usted y me voy yo con la enfermera. No necesitamos más que ubicar a las personas que requieran atención para tener el registro y volver otro día. Si hubiera alguien con alguna emergencia podemos traerle en la ambulancia o trasladarle directamente al hospital. 

El pasante quedó un tanto pensativo. No era cualquier cosa quedarse solo en la clínica. Tendría que hacer más trabajo del que le correspondía. Yo sabía que eso no le hacía ninguna gracia porque  no perdía oportunidad de quejarse por tener que cumplir con sus labores como pasante en esa clínica, comentaba que era mucho el trabajo y poco el sueldo. Me apresuré a seguir convenciéndolo, no quería darle tiempo para pensar, se lo escatimaría. 

-Lo único es que se quedaría sin la ayuda de la enfermera para traducir, pero usted más o menos se las arregla con tzeltal, ¿no? A mí me han dicho que usted lo habla un poco y lo entiende. ¡No sabe cómo lo envidio por eso!, tan bonito que es hablar otras lenguas, ¡yo nunca he podido!- apunté la ego y di en el blanco, el halago certero se volvió en su rostro sonrisa.

-Está bien. Me quedo yo. Pero no podré cuidar la urna, voy a estar recibiendo a la gente y tomando los signos clínicos porque se va la enfermera, además pues daré consulta. 

"De eso se trata", pensé. Aunque no tenía idea de cuál sería el resultado de dejar la urna a su suerte y temía que se la robaran porque nos harían responsables del extravío, me convencí de que podríamos decir que no nos la encargaron, que no sabíamos que había que cuidarla y que tuvimos que ir a registrar a la gente de los parajes porque hacía tiempo que necesitábamos hacerlo.

-Sí, no se preocupe, nadie se va a llevar la urna -contesté- usted no tiene que hacer nada más que lo acaba de decir que hará. Si alguien le pide ayuda para votar, dígales que no puede porque lo dejamos solo en la clínica y las consultas son prioridad.

 Que se robaran la urna era una posibilidad, la que yo deseaba. Pero también era posible que ahí quedara y la recogieran por la tarde con los votos. Esta segunda opción significaba para mí una derrota personal. A pesar de prepararme todo el día mientras estuvimos en los parajes para asumir que había perdido si ese era el caso, sentí que el estómago se me estrechó de súbito cuando al regresar vi la urna en el mismo sitio donde la habían dejado por la mañana. Fingiendo mi desconcierto pregunté al pasante si habían dicho a qué hora pasarían a recoger las boletas.

-No han de tardar... Ojalá, porque nosotros tenemos que irnos. No nos vamos a quedar acá más tiempo. Ya casi nos toca irnos.

Asentí con la cabeza para no dar pie a que comenzara a quejarse, por enésima vez, de lo mucho que trabajaba por un sueldo miserable. Lo que me irritaba no era realmente que se quejara sino que tenía razón: el derecho inalienable a la queja es humano, aunque a otros fastidie por no poder hacer nada. Si yo no había podido evitar que en la clínica se llevara a cabo una consulta a todas luces amañada, menos podía arreglar sus condiciones laborales. Su habitual molestia no encontró salida en mi silencio, de modo que con tal de romper el suyo (que era obvio le incomodaba más que el mío) dejó caer un nuevo comentario.

 -Si no llegan a tiempo igual podemos irnos.

-Me encantaría, pero eso sí no podemos hacerlo. Tenemos que cerrar cuando se hayan llevado los votos.

-¿Cuáles votos?

-Pues los de la urna.

-Será la urna y las papeletas, votos no hay.

-¿Cómo que no hay votos?

-No, mire usted, la urna está vacía. Nadie votó.

Me acerqué a la urna y constaté que estaba vacía. Por poco y no logro ocultar la alegría. Rondaba ya los bordes del triunfo, que hacía mío porque igual me habría apoderado yo sola de la derrota, cuando el pasante me hizo notar que mis artimañas no eran la causa.

-Ahora que estamos nada más usted y yo -me dijo al tiempo que se cercioraba de que el chofer y la enfermera estaban afuera junto a la ambulancia- le voy a confesar algo: tampoco yo quería que les saliera lo de la votación.

Era innecesario defenderme, pero tampoco estaba dispuesta a confesarme, al menos no de manera explícita, así que me atuve a otorgar callando una respuesta precisa y contesté con otra pregunta:

-¿Usted evitó que votaran?

-No, claro que no.

-¿Entonces?

-Nada más no les pedí que votaran, de hacerlo hubieran votado los que vinieron a consulta. Aunque no sé cómo porque muchos no saben leer.

-Menos en español- comenté.

-¡Y menos palabras como esa de distinción!

-Distensión- corregí involuntariamente.

-Eso, ¡imagínese!, si ni yo sé bien qué es...

-Pues sí- respondí. Tenía la intención de explicarle el significado de la palabra pero me interrumpió.

-Pero, ¿sabe qué?, yo sabía que ni se iban a acercar a la urna.

-¿Sí?, ¿porque no están de acuerdo?

-No. Por algo más simple: acá no se acuerdan cosas así, votando. La gente está acostumbrada a las asambleas donde participan como grupo. Para ellos eso de votar cada uno no existe, sus votos son colectivos. Incluso cuando hay elecciones se ponen antes de acuerdo en asamblea.

 -Debería ser antropólogo.

-¡Ni dios lo mande! Como médico me pagan mal y trabajo mucho, pero aprendo... ¡hasta antropología! La verdad es que me quejo mucho pero lo que quiero es seguir trabajando acá cuando me titule, ya me encariñe con la gente.

-¿Y se va a seguir quejando?, pregunté como broma.

-¡Claro!, es mi derecho, pues.

-Así es: el derecho inalienable a la queja es humano.

-¡Esa está buena!, luego me explica qué es inalenable porque ya vienen por la urna.

"Inalienable", alcancé a decir antes de que en la puerta de pararan los encargados de recoger la urna. Con una seña les indiqué que podían pasar por ella. Lo hicieron sin mostrar sorpresa de que estuviera vacía.

-¿Está vacía?- me deleité preguntando lo evidente.

-Sí. Pasó con muchas, no sabemos por qué.

-Buenas tardes- dijeron al mismo tiempo los tres hombres desde la puerta cuando ya se iban.

-Buenas-, el pasante y yo escatimamos en conjunto parte de la despedida. Consolidamos la complicidad con una mirada: habíamos hecho ¡nada! A veces de eso se trata, de no abrir los caminos y andar por donde otros anduvieron antes.

Entre paréntesis ©

Las letras no se me olvidan.
Lo que he dejado pasar es la nada
que solía mirar entre ellas: 
los bordes y el vacío que fragmentan. 

La hoja en blanco es mucho más que abismo, 
por eso aterra: 
es todo lo que contiene, 
lo que desaparece entre sus huecos. 

(Me jode no tener una historia que contar
o tener tantas que resultan incontables).

Cuando las heridas están abiertas
mejor es no escribirlas: 
la palabra (es) corta, 
la sangría el lugar común y deliberado.

Paso sin ver. 
Evito los espacios con cautela
igual no pisa las rayas de las aceras
los días soleados.

Recupero el silencio intacto,
llegará el momento de romperlo.
Por ahora sostengo 
la vida entre paréntesis.

Caída libre ©

A veces un verano se otoña.
Nacen quebradizas las hojas, 
amarillo el envés desde la primavera.

Tardas un poco en darte cuenta,
pero ahí está:
el prematuro desastre.

Cayeron las hojas con la ventisca,
pasó para ti desapercibida: 
caías tú también.

En la caída eras tú el viento, 
eran tú y el aire
la misma cosa.

No hay hojas de ningún color
en el descenso abrupto
hacia un abismo inesperado.

El hueco es entrada
pero es también salida: 
escucho tu regreso.

Crujen las hojas
bajo tus pasos, 
vuelan algunas en pedazos.

En la orilla yo,
recolecto los fragmentos con cuidado: 
algo de ti es vegetal, ocre, frágil.

Algo es otoño en tu verano.

Memorias crónicas (Tercera parte)©

-¿Has visto algún zapato?- me preguntó una periodista estadounidense que rondaba por Chenalhó y se presentó en la clínica del lugar donde yo intentaba organizar algunas cosas.

-¿Un zapato?

-Sí, un zapatista.

-¿Les dicen zapatos?

-Es una manera graciosa de llamarlos.

-Ya veo. No, no he visto ningún zapatista. 

La verdad es que el diálogo me dejó perpleja. Los siguientes días entendí aquello de "los zapatos": no era una forma graciosa de referirse a los integrantes del e-zeta-ele-ene, sino una muy despectiva acostumbrada por quienes se consideraban sus contrarios, algo frecuente en la cabecera municipal de Chenalhó que era primordialmente priista. 

Es cierto también que yo nunca había visto a un zapatista, al menos no sabiendo que lo era. A los zapatistas los vi muchos años después, en la Escuela Nacional de Antropología, cuando se hospedaron ahí en 2001 y fui a dejar alimentos. Recuerdo muy bien que me reía pensando que los estudiantes que resguardaban a los zapatistas parecían todos comandantes: no había manera de acercarse casi ni a la entrada, y la verdad es que no lo intenté. Si vi a un zapatista fue porque al irme un hombre con pasamontañas estaba cerca de la reja por la que pasé cuando ya me iba; la pipa me confirmó que era un zapatista, el más famoso de ellos, el más mediático: Marcos.

Unas horas después regresó la periodista a la clínica. No venía sola, acompañaba ella al presidente municipal junto con otros tres hombres. Estaban ahí para avisarnos que al día siguiente se haría una consulta y que en la clínica pondrían una urna para que la gente votara. No tenía idea de qué consulta hablaban, pero de inmediato explicaron que se preguntaría si las personas estaban o no de acuerdo con la distensión del conflicto. El presidente municipal dijo "distensión del conflicto" con dificultad, era evidente que el vocabulario que usaba le era extraño, una frase institucional aprendida ese mismo día, lo más probable es que al recibir la instrucción que nos comunicaba.

Como hacía todos los días, por la tarde regresé junto con los médicos y las enfermeras en una ambulancia a San Cristóbal de Las Casas. No podíamos quedarnos a dormir en ningún otro sitio porque en tal caso la institución que nos empleaba no se haría responsable de nuestra seguridad. Esa era la misma razón que daban para enviarme a Chiapas los lunes y regresarme los viernes, y también para enviarme en avión de Tuxtla a San Cristóbal, un gasto en hospedaje y traslados que me parecía excesivo e innecesario, sobre todo cuando las ambulancias estaban prácticamente desvalijadas y en las clínicas hacían falta hasta gasas.

Me habría gustado intercambiar opiniones con los otros miembros de las brigadas sobre la consulta de la que nos habían informado, pero no podía hablar abiertamente con nadie sobre mi simpatía por el e-zeta-ele-ene sin ponerme en riesgo. Por fortuna lo intuí desde el primer día. A fin de cuentas el ISSSTE no deja de ser una institución gubernamental. Que las brigadas médicas hacían una labor que pretendía legitimar las acciones de gobierno fue algo que pensé mucho después, no sin sentirme confundida: eso de que de buenas intenciones está empedrado el Infierno no es una idea sencilla cuando se es tan joven como yo lo era.

Esa noche en el noticiero vi lo de la famosa consulta, y si bien era ingenua no lo era hasta la desmesura, así que tuve claro que la intención era que el gobierno pudiera decir que la mayor parte de la población indígena en Chiapas estaba inconforme con el levantamiento zapatista. Harían por eso una votación, con boletas en las que únicamente se preguntaría si el votante estaba o no de acuerdo con "la distensión del conflicto". Me dormí pensando que la mentada palabrita "distensión" ocultaba una mucho más contundente: "represión". 

Sabía que no podría oponerme a que se colocara la urna en la clínica y mucho menos mostrarme inconforme abiertamente. Sabía también que no podría hacer gran cosa para evitar algo que me rebasa por completo, la represión del gobierno vendría de cualquier forma. Pero yo no estaba dispuesta a ser partícipe de eso, no podría evitarlo pero aunque fuera sólo para mi conciencia encontraría la manera de no ayudar; no hacer también es resistencia. Ya vería cómo: caminos para salirse de la vía principal siempre hay, y si no hay camino se hace vereda.

Memorias crónicas (Segunda parte)©

La idea de realizar mi tesis sobre los sueños de las tejedoras tz'utuhiles se fue diluyendo con los años. Me había alcanzado un golpe de realidad en cuanto manifesté esta idea en mi casa: "¿Y de dónde sacarás el dinero para hacer varias temporadas de campo en Guatemala? Para hacer toda una investigación requieres de varias visitas y no es barato eso de andar cruzando a cada rato la mitad de este país, la frontera, y otro buen trecho de otro país", señaló mi madre que es experta en colocar los pies de cualquiera sobre la tierra. "Además, ya estás en el último semestre y más te vale comenzar a hacer la tesis, no tienes tiempo para andar tan lejos", arremetió con la estocada definitiva. Aquel semestre lo pasé imaginando temas de investigación:

-Haré mi tesis sobre algo de la comunidad gay.

-¿Eres gay?- preguntó mi madre con genuina curiosidad y ninguna preocupación.

-No, pero sí los amigos con los que luego me voy de fiesta y puede ser un tema interesante. No sé, pienso que estudiar las redes de apoyo con las que cuentan...

-Lo que quieres es la fiesta, hijita.

-La verdad sí.

-No vas a hacer gran cosa. Y para seguir de fiesta no necesitas inventarte una investigación.


Como casi siempre, mi madre tenía razón. Dejó de parecerme buena idea lo de estudiar algo con relación a la comunidad gay, no porque no sea interesante y necesario sino porque en realidad mis amigos fiesteros no ayudarían mucho a que terminara la tesis: no los veo tomando en serio mis entrevistas y por eso mismo los quiero. 

Se me ocurrió después que podría hacer la tesis sobre la comunidad italiana en Puerto Escondido. La respuesta de mi madre fue una de esas miradas que lo dicen todo: si con los amigos que iba cada fin de semana a los antros gay de la ciudad no haría una tesis, mucho menos la haría en Puerto Escondido y rodeada de italianos. 

Había pasado los años de Licenciatura con un ejemplar del periódico La Jornada en las manos, era en sus páginas donde leía los comunicados del e-zeta-ele-ene y las andanzas de aquel entrañable escarabajo llamado Don Durito de La Lacandona; era fan, al grado de comprar los libros de Marcos cuando se editaron. Un par de mis compañeras hacían su tesis sobre Los Caracoles, las comunidades autónomas que comenzaban a formarse en Chiapas. Yo me había puesto práctica y terminé haciendo una investigación en el pueblo de mi abuelo sobre un tema que entonces no me entusiasmaba, aunque fue donde inició mi interés por la antropología médica. 

Título en mano tuve otra de mis ocurrencias: me iría a estudiar Literatura a Bogotá, al Instituto Caro y Cuervo. Por supuesto, había un colombiano de por medio, uno con el que hoy agradezco muchísimo que no prospera la relación. Pero no fue por eso que no me fui a Colombia, sino porque mi padre consideró que era pésima idea ir a estudiar a un país que en ese momento vivía la pesadilla de la violencia ligada al narcotráfico, aunque años después la superaríamos con creces en México.

No recuerdo bien cómo fue la conversación con mi padre, pero sí que en un momento, con la intención de que no me dijera más, argumenté que no me quedaría en México porque no tenía trabajo para quedarme y en Colombia podía estudiar becada. Práctico y realista, como es mi padre, al día siguiente me llamó para decirme que por la tarde tenía yo una cita de trabajo con un funcionario del ISSSTE. El romance con el colombiano iba en picada, así que no me resistí mucho: obtener el empleo era un buen pretexto para no irme sin tener que confesar a mi madre lo que ella sabía, o sea que el colombiano era la razón ocurrente y que no había realmente ninguna otra para cumplir ese plan. 

Acudí a la cita. Llegué puntual. La secretaria del funcionario me pidió que esperara. Esperé una hora. Como el funcionario no llegaba decidí marcharme. Le dije a la secretaria que me iba y que por favor le dijera al señor que lo estuve esperando. La secretaria me miró con sorpresa. Tiempo después entendí que no era usual que alguien que iba a pedir trabajo no esperara por horas, incluso por días, a un funcionario: vi muchas veces en el mismo sillón donde yo había estado sentada a personas con la esperanza de poder concretar una cita, escuché muchas veces cómo aquella secretaria les decía que el doctor no había llegado mientras él se escabullía de las oficinas por un elevador que no era visible desde la antesala...

En cuanto llegué a mi casa sonó el teléfono: la secretaria del funcionario llamaba para pedirme por favor que volviera, que el doctor ya había llegado y me esperaría. Regresé. El funcionario me miraba divertido, le hacía gracia que yo me hubiera ido. Para él eso era muestra de que yo no era "como los demás", siempre dispuestos a casi cualquier cosa por obtener su ayuda. Confieso que yo ni idea tenía de los usos y costumbres de la burocracia gubernamental, si me fui fue porque jamás imaginé que hacerlo era una afrenta, una que curiosamente me beneficiaba. Desde entonces sé que las personas con poder desprecian a quienes les hacen loas y que algunos respetan a quienes se niegan a rendir esos tributos simbólicos.

-Eres antropóloga, ¿verdad?

-Sí.

-No creo que te guste mucho estar en una oficina.

-Pues, no, me parece que no es algo que pueda gustarme.

-¿Qué se te ocurre que puede hacer un antropólogo en el ISSSTE?

-Antropología médica.

-¿Y eso qué es?

Me extendí en la explicación. Supongo que lo hice bien porque lo siguiente fue una propuesta concreta:

-¿Estás enterada de lo que sucedió en Acteal?

-Sí, claro.

Vaya que estaba enterada. Enterada e indignada. El horror, la saña, los detalles escabrosos de lo sucedido a miembros de Las Abejas me había tenido en vilo por varios días. Recuerdo que me impactaron mucho los testimonios de los sobrevivientes; uno de ellos nunca lo olvidaré: "a las mujeres embarazadas les abrieron el vientre, gritaban que no había que dejar semilla".

-A raíz de eso hay mucha población desplazada de sus lugares de origen en Los Altos de Chiapas. La Secretaría de Salud ha dispuesto brigadas médicas para atender a esa población. El ISSSTE enviará algunas brigadas, sería bueno tener una antropóloga que acompañe a los médicos y los asesore en cuestiones culturales. Trabajarías allá, ¿qué te parece?


Me pareció muy bien . Mi primer trabajo en forma hizo que durante casi un año viajara todos los lunes a San Cristóbal de Las Casas y regresara a la Ciudad de México todos los viernes, cada día entre semana lo vivía en algún poblado de Los Altos de Chiapas y terminaba con un buen café. ¿Podía pedir más?

Las experiencias junto a las brigadas médicas contrastaron siempre con la hermosura de los bosques neblinosos de Chiapas; la miseria es horrible incluso donde hay bellos paisajes. Sí, sí podía pedir más: quería (y aún quiero) un país distinto; creía (y durante mucho tiempo lo creí) que el e-zeta-ele-ene podía cambiarlo. 

Imagen tomada de: https://www.cityexpress.com/blog/un-viaje-al-corazon-del-bosque-de-niebla-chiapas

Memorias crónicas (Primera parte)©


Crucé la frontera el 1 de enero a media tarde. Había terminado una de las primeras prácticas de campo que hice siendo estudiante de la Licenciatura de Etnología. Regresaba a casa sin más que el dinero para pagar un café y algún pan, una noche en el hostal y el boleto del avión que me devolvería a la mañana siguiente a la Ciudad de México. 


Había pasado un mes en Guatemala, a orillas del Lago Atitlán que incluso años después siguió apareciendo en mis sueños con las aguas bordadas. Pensaba en la posibilidad de hacer mi tesis sobre los sueños que aseguran tener las tejedoras tz'utuhiles de San Pedro y que luego plasman en maravillosos textiles.



Hacer trabajo de campo en una localidad donde más de la mitad de sus habitantes habían sido asesinados no fue fácil. Las fotografías de hombres y mujeres en las paredes del palacio de gobierno local daban testimonio de las masacres que llevaron a los sanpedrinos a sacar al ejército de su poblado y a hacerse cargo ellos mismos de su seguridad. 



Las tejedoras con sus telares amoldados a la cintura hilaban lo que habían soñado: patrones coloridos, trazos del universo y sus confines. Me sentaba cerca para observar su trabajo y pescar al vuelo los fragmentos en español que me lanzaban mientras entre ellas hablaban en su idioma. A veces me parecía difícil distinguir los hilos entre sus manos de los que se asomaban por trechos entre sus trenzas.



Mezclaba yo junto a aquellas hilanderas los sueños y las telas, como si la lana proviniera de algún lugar en su interior; de algún modo era así: se hacía hebra en su cabeza mientras dormían, bajaba después a las entrañas para entintarse y sólo cuando eran una misma criatura tejedora y telar los hilos de colores aparecían entre sus manos. 



Maximon, el Santo que se fugó de la Iglesia estaba por todas partes. De noche sobre todo, me aseguraban. Hay que andar con cuidado porque Maximon tiene muchas mañas, fuma y bebe, “y si te mira canché y colocha te le puedes antojar”. Un carpintero me regaló una figura de Maximon, tanto preguntaba yo por él que decidió hacerme uno para que me cuidara. 



-¿Pero cómo me va a cuidar?, de él me dicen puras cosas malas.



-No creas mucho, hace maldades pero también cura. Eso sí, hay que tenerlo en su casa y contento, darle su cigarrito y sus copitas, porque antes de ser santo fue un hombre malo, un ladino.



El resto de las historias me estremecían. San Pedro Atitlán formó parte de lo que hoy se reconoce como genocidio. Pueblo chico, al fin y al cabo, los muertos no eran desconocidos: asesinaron a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, a sus primos, a sus compadres, a sus amigos. Los mataron en la milpa, en la plaza, en la tienda, los mismo de día que de noche, en la tarde, de camino al monte o a su regreso. 



-El ejército nos emboscaba. 



-¿Por qué? 



-Por matarnos. 



-¿Pero por qué razón mataban a la gente?



-Los soldados no necesitan razones. Decían que buscaban guerrilleros pero mataron niños y mujeres. A las mujeres las violaban primero. Mataban parejo, mataban por matar. Hasta que nos juntamos todos y los sacamos del pueblo.



A mi regreso cargaba la mitad de mis cosas porque las de la otra mitad las obsequié a quienes me las habían pedido, pero traía también conmigo esas historias que no eran mías… y pesaban. 



Luego de encontrar hostal para pasar la noche me senté en una cafetería en el centro de Tapachula para cenar ligero porque no alcanzaba para más, ya comería bien en mi casa al día siguiente. Alcancé a pedir un café cuando se me acercó un muchacho, traía una guitarra. 



-¿Te canto algo?



-Te diría que sí, pero no traigo dinero para pagarte, apenas me alcanza para el pan ahora, ya cuando llegue a mi casa comeré algo más. 



-Así ando yo también. No traigo nada. Pero mi casa está bien lejos, soy de Costa Rica, ando sin papeles. Me quiero regresar pero no puedo, no tengo con qué ahora. 



-Un café sí te invito, siéntate



-¿Y tu pan?



-Me alcanza para mi café, otro para ti y el pan lo partimos en dos. 



Siguió una larga charla que a él le sirvió para desahogarse, según me dijo, y a mí para dejar de pensar en los muertos que había del otro lado. 



Por la mañana, cuando salía del hostal para ir al aeropuerto el muchacho de la guitarra estaba en la puerta, me esperaba. 



-“Oye, ayer salió una serenata y me pagaron. ¿Tienes tiempo?, te invito a desayunar y te acompaño al aeropuerto.



-¿Cómo crees? 



-Así nada más, creyendo. Anda, ayer me invitaste un café y yo nadita había comido, acéptame la invitación.



-Está bien, pero vamos ya porque tengo que llegar al aeropuerto y ni sé cómo irme. 



-“Yo te llevo y hasta aprovecho para echarme unas cantadas”. 



Así fue: luego de desayunar llegué al aeropuerto en camión y entre canciones con erres arrastradas de un tico ilegal que espero haya podido volver a su casa.



Ya en el avión agarré un periódico. Sólo entonces me sorprendió la noticia con la que el día anterior había despertado el país ese recién nacido 1994: un ejército indígena se había levantado en armas. 



Recuerdo una caricatura: Carlos Salinas de Gortari, entonces Presidente de México, levantaba una copa para brindar por el inicio del Tratado de Libre Comercio; una bala atravesaba la copa. 



El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, el e-zeta-ele-ene, hacía presencia. ¿Quiénes eran?, ¿de dónde habían salido? 



Se me mezclaron las historias sobre indígenas rebeldes y territorios autónomos, San Pedro Atitlán en Guatemala y Los Altos de Chiapas en México. 



Los muertos propios vendrían después, ya no serían el recuerdo de una temporada de campo en un país que no era el mío, comenzaría a encontrarme sus historias sin cruzar fronteras.

Imagen tomada de: http://espirituviajero.com/lago-atitlan-guatemala-corazon-del-pueblo-maya/

Un árbol en las tripas @

Ilustración: "Mujer-árbol" de Stefano Morri.

"No hay que comerse las semillas de las naranjas porque te crece un árbol en las tripas", solían decirme cuando yo era niña. Lejos de asustarme, la posibilidad de albergar dentro de mí un árbol que diera naranjas me entusiasmaba; pronto tuvieron que explicarme la mentira porque desde que me la habían dicho yo ponía especial atención en tragarme las semillas, incluso las juntaba para luego pasármelas con agua como si fueran píldoras.

Me decepcionó saber que en realidad el potencial naranjo era aniquilado al interior de mis entrañas, pero no dejé de pensar que era linda la idea de tener en la panza hojas, ramas, flores y frutos, de llevar por dentro un jardín al que luego en mis letras agregué montañas y acantilados, lagunas, ríos, mares, selvas completas. 

Me pienso siempre resguardando el paisaje que soy, escombrando las cuevas que descubro en alguna de las incursiones tierra adentro: si polvo seré, me digo con frecuencia, he de ser uno lleno de semillas que broten un día cualquiera, cuando ya no esté yo en este mundo, pero quizá sí alguna palabra caída como las flores cuando hay tormenta. 

Me gustaría que mi recuerdo fuera naranja en las tripas de alguien que como yo se negó desde niño a cultivar miedos, que supo tragarse como píldoras los propios para aniquilarlos en un sitio de su interior incierto, que suele irse de excursión tierra adentro, que halla cuevas recién abiertas que escombra antes de sentarse un rato a mirar lo que de sí ha hecho.

Confieso: sigo comiéndome las naranjas con todo y sus semillas, sigo creyendo que no está mal intentar el huerto, incluso cuando de antemano sepa que no es posible; las utopías también dan flores, ramas y hojas, jugosos frutos para el hambriento.