Orillas hay siempre ©

A Natalia Carrillo. 
Gracias por la metáfora. 
Te digo y me digo: orillas hay siempre.

Dicen que en la escritura hay que prescindir de lugares comunes, de balsas y de mares agitados, del naufragio, de la tormenta, metáfora indeseable para decir que te arrasa la tristeza. Que sigan diciendo aquellos que buscan pulir nuevas gemas: yo las recojo en el camino, lo mismo romas que afiladas, como están, como nacen y como se hacen, como vienen, al vuelo y en el arrastre. 

Escribo desde los más comunes de mis lugares, los busco incluso con alevosía, anhelo que mis letras sean encuentro, de nada serviría hacerlas tan únicas que sólo a mí me pertenezcan; quiero decir con ellas "te amo" (aunque de amor ya no se escriba en esos términos), quiero decir con ellas más que "te amo": quiero encontrar en el enredo todo lo que el amor es para mí y decírtelo, y diciendo entregarlo...

y así... digo, y digo, y digo... No paro de decir porque no encuentro el modo de expresar con las gemas que recolecté en mi sendero la joya que descubro en ti cada día. 

Primer intento: describo la gema. Es un cuarzo rutilado, brilla desde dentro, ¿sabes?, se dibujan como ríos los fragmentos de oro que en él quedaron atrapados, pequeñísimo universo que todo lo contiene. Me pregunto cuánto tiempo estuvo sin ser hasta ser lo que ahora es, cuánta presión soportó, cuándo se dejó vencer, cuándo renació desde su propia derrota. No lo ves, no lo encuentras dentro de ti aunque yo te diga que lo he visto muchas veces, que está ahí, que se muestra cuando te dejas estar y decir, cuando eres... He fallado.

Segundo intento: describo la recolección. Suelo juntar objetos pequeños, igual que esos pájaros que adornan su nido, ¿los has visto alguna vez?, ¿no?, los cuervos también lo hacen. Me gusta pensar que cada vez que traigo casa alguno de esos objetos sin importancia no le quito nada a nadie, pero sé que de alguna manera desequilibro al mundo, que tal vez alguien echa de menos lo que yo retuve a mitad de su camino. No siempre la recolección es pacífica: hace poquito por andar en esas lides me metí donde no debía (igual que lo hago cuando sigo diciendo lo que es indecible y equivoco las palabras), justo en un pedregal a la orilla del mar. ¡Se escuchaba tan bonito!, las piedras chocaban entre sí porque el agua las movía y yo no pensé ni un instante que poner entre ellas los pies no era buena idea; aquella vez atesoré sólo un corte en el empeine que me dolió un par de días. Ya me perdí, fallé de nuevo: lo que digo no está diciendo lo que quiero decir; así es como me enredo.

Tercer intento: te contaré un cuento. Iba de camino a mi propio abismo cuando vi que estabas en el lugar común de los naufragios, quise decirte entonces que eso de naufragar no termina en islas desiertas como nos han contado y, también, que la metáfora suele parecer a los escribanos uno de esos lugares con demasiadas visitas. Pensé si debía decirte eso o algo más, o quizá nada (estoy segura de que lo mejor es el silencio, pero no se me da, ya lo ves, sigo y sigo diciendo). Pensé entonces en el mar, porque no se naufraga en cualquier sitio, estarás de acuerdo, y recordé que para no ahogarse hay que dejar de moverse, permitir que nos lleve lo que sea que nos esté nos llevando. Sólo entonces apareció la frase indicada: "déjate estar, toda corriente conduce a una orilla". 

Ahora me digo: "ni las gemas ni su recolección me hacen un cuervo, sólo soy un pájaro intentando adornar su nido, acabo de comprender que entre los hilos quedé enredada, me puse a trinar, digo que digo, digo que digo, en lugar de usar el pico para salir bien librada de mis intentos, por definición fallidos". Te amo, es lo único que debí decir y ahora lo digo.

No te digo más ni a mí me digo: guardo el silencio, es el objeto que acabo de hacer mío.

La penumbra ©

De todos mis recuerdos lo que más me visita es lo vivido casi de noche. Podría pensarse que tengo poca memoria, pero la verdad es que mucho de mi recorrido en esta vida ha sido así, entre sombras y luces tenues. Entre la media noche y la media mañana prefiero el atardecer completo, los dorados filamentos que en silencio ante nuestros ojos bailan. Me descuelgo en la penumbra, me visito renovada.

De niña temía a la oscuridad, apagar la luz de la recámara para dormir era toda una odisea. Escuchaba la instrucción de mi madre que se oía inauditamente lejos y siempre más pronto de lo esperado: anhelaba la demora, deseaba que ella viniera a cumplir con el mandato cuando yo ya dormía, que no me tocara a mí presionar el botón en la pared que hacía que todo de repente desapareciera. Me habría gustado tener una lámpara sobre el buró para que aquel acto mágico de vaciarlo todo pudiera hacerse desde el fondo de la cueva en que se convertían las cobijas que me resguardaban; pero no, no la tuve, por eso aprendí a llegar hasta a mi cama mediante un salto preciso, uno solo en medio de la nada misma. El vacío, y yo que volaba por un instante.

Quizá porque asocié lo oscuro y el vuelo, pronto me dio por andar a media luz el resto del día. No dejé de temer a la ausencia de luz, pero tampoco me gustaba que ésta lo llenara todo porque entonces no había razón para despegar los pies del suelo. Demasiada luz enceguece, hace falta una poca para afirmar dentro de esa nada infinita la existencia a los contornos de lo que es nuestro. Un poco de luz a manera de mapa, con las coordenadas para evitar el estruendo de los encuentros inesperados, sin evitar, sin embargo, que encontremos sin esperarlo justo eso que sólo existe en el medio de la luz y su contrario, en el vértice de la penumbra donde se muestra el perfil del mundo y todo lo que lo habita: nuestros límites, al final lo único que nos indica quiénes somos y dónde estamos.

Es el ruido del río cuando no lo vemos claramente lo que nos indica su eterno estarse yendo. Es la línea ennegrecida de la sombra de los cerros lo que nos hace sentir diminutos al inicio de un sendero. Sólo si dejamos de ver los árboles descubrimos en ellos los cencerros de sus hojas que se agitan con el viento. Es al fondo de una guarida donde la vida se aparece en los ojos de animales desconocidos que nos miran en la selva. Es la penumbra lo que nos llama a comprender el mundo que pasamos por alto cuando la luz lo inunda todo. 

Hay demasiada luz en el mundo. No era así cuando desde la cornisa de la ventana me asomaba de noche a mirar la silueta de la avenida casi vacía. No era así cuando esperaba en la estancia familiar con la luz apagada que se hiciera de noche para encontrar las esquinas de cada objeto que habría de reconocer. No era así cuando tuve una lámpara del color de las naranjas bajo la que miraba atenta los dedos de mis pies por horas. No era así cuando las calles se escondían de los transeúntes, volviéndolos ciegos de pronto. Los muertos podían descansar en la aceras sin que el charco de su sangre fuera tan rojo. Los vidrios se molían en destellos que esquivaban lo oscuro con alegría.

Es la vagina el más oscuro de los universos,pero la hembra debe dar a luz entre las sombras de fogatas o de velas, de atardeceres que se cuelan por las rendijas de habitaciones color sepia. No imagino el parto del mundo a pleno rayo del sol que calcina pechos y piernas. La vida es húmeda y con poca luz, a penas la necesaria para permitir que nos agarremos de sus bordes perfilados, mostrándonos que incluso ahí nos acompaña la sombra, la nuestra y la del mundo. En penumbras somos capaces de mirarnos las manos cada vez como se mira lo que es nuevo; la novedad no es la piel envejecida sino la voluntad de perdernos como condición para reconocernos, un poco más viejos, sí, pero siempre de nuevo.

Dejemos el corazón apenumbrado colgando de aquel cuarto de luna. Así no olvidaremos que las filosas estelas de luz aparecen en el cielo cuando hay guerra, el rostro de los moribundos que se encajan de perfil aluzados nos mostrarán los ríos en los que su muerte abreva. ¡Jodido está el mundo abrillantado!, ¡jodidos los hombres que no miran ya el vértigo espiral de fuegos fatuos!, almas sin pena. Olvidamos la penumbra que nos llama entre luces desafiantes. Imposibles son las sombras. Ya no somos, ya no estamos. Se borraron los perfiles de la vida, nos perdemos en la luz encandilados: el rencuentro se desliza sin asidero, ya no hay bordes que indiquen rutas alternas. Quemados los ojos y las manos, ¿que nos queda?, sólo el mundo que en brillar está empeñado, el horror de la muerte sin sustento, en tiempo real sobre pantallas luminosas. Tanta luz nos deja ciegos. 

Sin título ©



"¿Habrá zapatos más rojos
que los míos de charol?"
El desdén de la pregunta
hizo un hoyo en mi talón:
por el agujero incierto
un dedito se asomó.

Hubo una niña muy linda
que cojita se quedó,
luego de andar reluciente
con zapatos de charol:
quedó prendada de aquello
que nunca le acomodó.

Descalza llevo la vida
al compás de mi canción:
las costuras no toleran
sintonías sin ton ni son.
soy prófuga de las suelas,
¡ni listones ni tacón!

¡Zapatero a tus zapatos!,
No hay horma que a mí me calce,
prefiero la desnudez.
Las alas van por mi cuenta:
me quedo yo con mis pies.

La vida que se esconde en las esquinas ©

Los gusanos subterráneos escuchan dedos que escarban sobre sus refugios; esperan la hora en que serán vistos irremediablemente con asco, sintiéndose culpables de antemano: al fin y al cabo es cierto que han estado royendo los nuevos brotes, que hacen daño. Al principio su labor fue benéfica: cavaban túneles que oxigenaban la tierra, se alimentaban de lo que no hacía falta. No podrían explicar por qué masticaron con descuido hasta hacer brotar la savia, mucho menos tienen razones para no haber parado a tiempo, antes de que la planta comenzara a resentir las sangrías; los gusanos la amaban.

Fue mi tía Rosalba la que notó los desmanes. La verdad es que yo ponía poca atención a las macetas del corredor y a sus habitantes, en especial pasaba de largo frente a aquella plantita tan pequeña que estaba en la esquina, en el lugar preciso para engrandecer su insignificancia. Ahora resulta que de todas esa planta era la más importante, la que mi tía había dejado a mi cuidado creyendo que así estaría mejor atendida; yo ni la vi: con trabajo dejo de mirar mis pies cuando camino, ¡ya parece que iba a tener ojos para la diminuta mata que ahí vivía!

"¡Esther!" Mi nombre se escuchó metálico entre la lengua y el borde de los dientes de mi tía, la "t" en particular tintineó antes de sumergirse en la humedad de la saliva (la "r" alcanzó a orillarse antes de caer en el ahogo de la pobre Rosalba que ya lloraba). Ella también amaba a la planta que vi por primera vez desvanecida, un hilacho vegetal cobrizo que amenazaba con quebrarse entre sus dedos. 

"Son gusanos", me dijo entre lágrimas Rosalba mientras separaba con cuidado la tierra para mirar mejor al fondo de la maceta. "Parecen lombrices", le dije al tiempo que evadía el reproche que yo vaticinaba. No soy una buena vidente, sé tan poco de la condición humana como de las plantas: el reproche no alcanzó a salir del pecho agitado de mi tía, la agonía de su planta más querida me hacía insignificante.

No alcancé a disculparme: mi tía se alejó en silencio con la planta entre las manos y en el instante que se abre entre dos suspiros tiró los restos en un balde con basura. La culpa es peor que los gusanos: no se refugia, anda lo mismo de noche que de día, campante, royendo justificaciones no pedidas, acusaciones manifiestas (ya se sabe). 

Deambulé un rato sobre la cuerda frágil de mi conciencia, colocando mal los pies para terminar de romperme la crisma, pero algo pasa cuando se va por la vida sin mirar: los autómatas no tropiezan. Me di a la tarea de lo imposible, nada novedoso en mi caso: soy pura utopía. Rescaté de entre los desechos el cascarado cuerpo de lo que fue planta un día, de mi tía, como dije, la más querida. 

Me deshice de los gusanos sin piedad, sin mirarlos porque no sé matar de frente sin quedarme en el intento. Prescindí de la maceta: puse nueva tierra en un hueco de una roca y metí ahí los despojos que con trabajo se sostenían; coloqué nuevamente en su esquina a la plantita. Rosalba pasaba de largo frente a ella, sin mirarla, el olvido era ya su tarea y cierto es que aquel arreglo más parecía una tumba que una maceta. 

Yo, por el contrario, no dejaba día de por medio sin visitar a la planta que hice mía a fuerza de mirarla esperando lo imposible: la vida nueva que brotó con urgencia de los tallos maltrechos. Aquella planta se aferró a la tierra y al agua de un modo que estremecía, echaba hojas sin parar, casi diría que agradecida. 

"¡Esther!", mi nombre se escuchó tibio sobre los labios de mi tía, la "e" primera rodó alcanzando a la última (se deslizaron juntas hasta el huequito entre el cuello y el hombro de Rosalba enternecida). "Es tu plantita, aquella que yo no...", comencé a explicar sin que ella me escuchara. "Es la vida que se esconde en las esquinas, Esther", dijo ella conmovida.

Esta mañana dio una flor la planta que murió de olvido y renació de culpa resarcida. Parece otra. Rosalba es otra. Yo soy otra: camino mirando al rededor y a los costados, descubro con los dedos la tierra de las orillas (me quedó la manía); me parto la crisma de vez en cuando. Planto y cuido, más de una vez renazco roca, remedio plantas y entonces canto.  
   

La grieta ©

Tuve un sueño peculiar, de otra vida, hecho a mano, color sepia. 

Atesoro los retazos del recuerdo, fragmentos brumosos que se desgarran dejando un rastro de neblina; poco, cada vez menos, logro asirlos desde las puntas más espesas. 

Quisiera poder contar una historia completa pero si la hubo ahora no hay más que un par de sensaciones, un pedazo discursivo y la imagen turbia de algunos objetos. 

Una casa vieja, la terraza para ser precisos, de madera, volada sobre un acantilado, sin barandales: la invitación al vértigo que no llega. 

Un lago que hace juego con la tarde, casi noche, de aguas y cielo color chocolate. 

Podría dar miedo el paisaje pero no me da: siento la calma de quien observa con atención; todo respira.  

Sobre el agua, tres barcas rústicas fabricadas con una sola pieza: un pedazo de tronco ancho y sólido, ahuecado por el centro con paciencia hace muchas décadas; se nota en su hechura que nacieron de manos viejas.

En la orilla, tres pequeñas estacas sirven de amarre a cada barca, hay una cuerda gruesa pillada entre los bordes de una grieta en la madera. 

No fue el paso del tiempo quien hundió algo afilado para hacer el corte, fue alguien; todo aquí es de alguien.    

Las cuerdas están gastadas, son tan de antes que sus duras fibras se han reblandecido, son casi suaves cuando paso la mano sobre ellas. 

Lo acaricio todo como si fueran gatos, y si lo fueran seguro ronronearían, lo pienso por la manera en que las texturas se entrelazan con mis dedos.

En cada objeto se mantiene vivo algo de quien los hizo, su ausencia susurra desde los huecos con el idioma del viento; todo habla.  

No me veo, me sé porque hablo y respiro en aquel lugar tenue e incomprensible; mi voz y mi aire como acicates. 

Me pregunto si hay una cuerda que me mantiene también a flote o en vilo, desde la terraza, sobre el lago, justo a un lado de las barcas. 

Me pregunto si estoy yo también hecha de una sola pieza. Despierto antes de pensarme desde la grieta.