Entre las manos ©

Nada llevaba entre en la manos sino el hastío de ser quien era, de ser como era, de ser como le dijeron que era, como tomaría conciencia en la percepción de esos otros que empezaron, de pronto, a delinear el contorno del espacio en el que tendría, sí o sí, que caber a partir de ahora.

La madurez le llegó tarde: nunca antes había reparado en que existía un modo de ser que le correspondía, que los demás decían que le correspondía. No es que se rebelara: "dócil" era el adjetivo que escuchó como cualidad seguido de su nombre cuando era niña; de ella no había quejas, ni una sola, si acaso la ligera sospecha de que no era "exactamente" como debía ser. Un par de milímetros fuera del molde la delataban, pero el desliz fue apenas perceptible y, por tanto, nadie lo tomó con seriedad hasta pasados sus veinte años.

En su cuarto se habían acumulado suficientes papeles que la incriminaban; solía escribir, eso lo sabían todos, pero lo sabían así, con el "solía" por delante que decantaba la acción, como si fuera algo poco menos que un hábito incomprensible pero inofensivo. El problema se produjo cuando a alguien se le ocurrió leer aquellos textos: las palabras no contenían sino metáforas, árboles, ríos, lunas, tallos, aguas, paisajes de un mundo mucho más ajeno de lo que ellos podrían habitar; distante, extraño, lleno de soles bajo lagunas de cera donde se hundían las manos escribanas que encendían hogueras en cada pedazo de su piel lastimada.

Nadie lo sabía, o sí, pero lo sabían como se sabe lo que está oculto a plena luz del día, como esquina de una sombra que de a poco se asoma delatando al cuerpo que hace rato que yace tendido en el borde de la acera: "no dormía, estaba muerto", dirán los titulares en los periódicos de la siguiente mañana, sólo entonces sabrán a ciencia cierta que el durmiente era cadáver, que la moneda que dejaron a su lado sigue allí, que no sirvió para comprar el pan que siempre le hizo falta, que el indigente ahora es la esperanza.

Cada llaga fue curada con paciencia, la misma que ella tuvo para mantener durante meses a punto de abrirse los pequeños afluentes de sangre que hacía tinta; ahora, bajo las vendas se secaban las letras antes de ser escritas, pronto serían costra, células regenerándose encima de la que se esperaba emergiera como nueva piel lisa, sin dejar cicatrices, llano propicio para el olvido de aquella manía, "¡mira que escribir con las tripas no es buena idea!".

El doctor incautó papeles, navajas y la punta afilada de la pluma fuente con la que escribía. Antidepresivos y ansiolíticos sustituyeron el universo de oraciones en el que vivía: "tú no eras así", escuchó la frase y en las líneas de sus manos vio el largo trayecto, tan lleno de hastío, que le esperaba para ser como le dijeron que era: así, como nunca había sido.

Lo que pinta ©


Lo que pinta, como la pátina ocre que dora el final de las tardes soleadas,  me recuerda la diamantina que compraba en la papelería siendo niña: untaba con resistol las líneas de algún dibujo a colores previamente hecho sobre una hoja de papel; atrapaba en el surco aún húmedo los diminutos destellos que caían de la bolsita de plástico medio pegada entre mis dedos. 

Así aprendí que no todo lo que brilla es oro,  ni siquiera el sol que pintaba en mi cuaderno, siempre con un espiral en medio ligeramente más oscuro (si el astro era amarillo, el abismo móvil en su centro se tornaba anaranjado); mi madre decía que no existía, que, acaso, de ver el sol directamente, lo que vería serían algunas manchas oscuras; yo sí veía aquellas líneas serpentéando, incluso se movían, pero no me atreví a asegurarlo frente a ella debido a que, por supuesto, mirar el sol de frente me estaba prohibido y explicarle que el espiral no era producto de mi imaginación, habría sido admitir que me había pasado la ordenanza por el arco de mis párpados todavía enceguecidos.

Nunca aprendí a dibujar, en realidad no me gustaba, lo que disfrutaba era hacer emerger de alguna manera un poco de magia; quiero decir que no era el dibujo lo que me entretenía, lo hacía rápido, como algo necesario para lo demás; así como un pintor monta el lienzo en un marco de madera para poder pintar, yo dibujaba para poder poner sobre aquello diamantina; lo de menos era el dibujo, la gracia estaba en hacer que brillara y luego observar la luz reflejada en distintos ángulos mientras descarapelaba los residuos de resistol de mis dedos; las películas delgadas que llevaban marcadas las huellas dactilares eran motivo de profundos análisis y todo un arte sacarlas completas.

Como el asunto no era el dibujo, dejé de hacer soles y flores (lo único que me salía medianamente bien) y empecé a llenar de resistol la hoja en blanco para hacer caer sobre ella la diamantina; luego me deshice de la hoja también: untaba las palmas de mis manos con el pegamento y directamente las llenaba de brillitos dorados. Me volví una experta en arrancar esa piel artificial, también en inventar excusas a mi madre que estaba harta de encontrarse pedacitos dorados hasta en el café; tal vez por eso celebró con entusiasmo cuando cambié la diamantina por tinta china, aunque después las manchas en los muebles desalentaron su inicial encanto.

Lo de la tinta surgió a raíz de que una prima me mostró el camino inverso: en lugar de tirar por la superficie el color, era posible hacerlo emerger de las profundidades; eso, a mí, obsesionada con los mundos semiocultos de las cosas tridimensionales (el fondo de las albercas, de las tazas con café o té, de los huecos en los árboles, de los orificios en muros, del centro de los ovillos de estambre, etcétera), me pareció el invento más genial de todos los tiempos y me pasaba tardes enteras coloreando con crayones pliegos de cartulina que luego anegaba con tinta negrísima para, una vez seca, descarapelarla con un pequeño cutter, ansiosa por saber de qué color se teñiría el siguiente cauce que abría despacio para que corriera el agua de mi río de colores. 

Condenada como estoy a las palabras, no hace falta decir que en aquel oscuro manto no dibujé un sol, ni una flor, sino el contorno de las letras que formaban su nombre; "sol", "flor", ponía, y pronto descubrí que así podía dibujar muchas otras cosas más que las que mi torpeza para las artes plásticas propiamente dichas me permitían: "río", "cueva", "ciruela", "durazno", "esfera"; luego "amor", "paz", "vida", "sueño" y el primer poema que surgió verde-púrpura, con un guiño de añil-rojo afilado en el extremo, punzante: aurora, instante-heraldo, donde pude leer lo que años después escribiría. 

Imagen: "Mujer dormida" de Pablo Picasso