Del río me tocó ser agua ©

Saber que del río te tocó ser el agua, lo único que en él no se queda quieto, lo único que no se estanca, lo único que mueve al resto (hasta donde quieren, hasta donde pueden, porque en ese paisaje les tocó ser la piedra por la que pasas).

Saber que, de cualquier forma, aunque te vayas y dejes en cada estación a los otros fragmentándose por oponer resistencia, volverás para mirar cómo siguen a la espera de algo que los mueva. Se mueven, sí, a milímetros, seguros de que llegarán lejos, y lo hacen, recorren distancias para ellos jamás imaginadas, logran, por ejemplo, irse adheridos en los pies de algún bañista hasta tierra firme; se entusiasman, nunca antes habían sentido, siendo lecho de río, el viento, tampoco habían escuchado sin eco el rumor de las hojas.


Durante un tiempo se sienten verdaderamente felices, lograron escapar del agua que les removía las entrañas, sueñan con hacerse tierra fértil para renacer plantas. Pero la arena no es sino fragmento de piedra, no llevan dentro semillas. Ahí están, quietos como deseaban cuando no sabían que hay deseos que matan. 


Si tienen suerte, alguna corriente de agua desviada les conducirá de la mano un poco más lejos, muy a su pesar porque las piedras no gustan de transcurrir como el agua. Pueden llegar al mar y sentirse desdichados por acabar en el fondo. Entonces aprenden que fue partirse lo que les permitió seguir, vencidos se hacen arena y dejan que el agua los lleve hasta la orilla, donde tal vez haya otro pie que los devuelva cerca del río.


Saber que del río me tocó ser agua, lo único que en él no se queda quieto, lo único que no se estanca, lo único que mueve al resto (hasta donde quieren, hasta donde pueden, porque en este paisaje les tocó ser piedra por la que paso).


Saber que, de cualquier forma, por más que haya añorado ser una piedra, hacerme arena y viajar a veces en los tobillos, me tocó del río ser el agua. Me aquieto, sí, a milímetros, entre mi superficie y el abismo, mantengo entonces una estabilidad por mí antes no imaginada, quieta como deseaba cuando no sabía que hay deseos que matan. 


Si tengo suerte, habito un tiempo en el medio del mar y sueño con ser la roca por mí lavada. Entonces aprendo que fue parirme lo que me permitió seguir, vencida me asumo sólo agua, voy a la superficie y me acuesto al sol, habré de lloverme en un par de días, lejos de aquí, sobre ese río, moviendo al resto (si quieren y pueden, porque son piedras y yo soy agua).

Me tengo huerto ©




Dentro de mí,
de nada más tengo certeza, 
hay un paisaje pequeñito, 
nada dentro de él es portentoso, 
nada es recio, nada avasalla. 

No soy un bosque frondoso e inescrutable, 
con lunas llenas que triplican su tamaño,
ni llevo inmaculado el firmamento. 

No tengo un río caudaloso: 
soy un riachuelo con pocas piedras, 
transcurro líquida pero en silencio. 

No hay laberintos complicados, 
sólo senderos que dan la vuelta,
un sola encrucijada: yo misma. 

No tengo orquídeas, 
ni malvas en el pecho, 
sólo en las manos
un par de helechos. 

No tengo primaveras
que en jacarandás estallan.
No tengo otoños
de amarillos y crujientes lechos,
ni veranos que quemen, ni áureos inviernos.

No soy desierto, ni dunas,
sólo la arcilla, un poco húmeda,
de un cuenco abierto.

No tengo selvas, no enredo lianas,
tejo pulseras con las raíces
más pequeñitas de un limonero.

No soy estepa, ni tundra,
ni hielo seco, ni mar adentro,
baja marea, una orilla tengo.

No soy la historia ni soy el cuento,
voy en palabras, sueltas y vagas,
falta la métrica, no voy cantando,
no llego a verso.

No soy mentira, 
tampoco a medias,
ni la verdad está en mi centro,
no estoy ni soy, sólo me tengo,
así imperfecta, así por dentro.

No llevo fuego en parte alguna,
aunque mantengo un brasa pura,
rescoldo tibio, cenizas y muertos.

No tengo viento, ni altos vuelos,
subo las cimas, con pies pesados,
de un viejo almendro.

Me tengo agua, gota tras gota,
no soy montaña, me tengo huerto:
es tan pequeño, es tan mío, está tan dentro.