Sinestesia ©

En penumbras, el color de las naranjas se escucha más cítrico de lo que sabe, menos dulce que el rojo. Es cuestión de tono, sinestesia de vida. 

No escribo sobre gris, porque de esa escala conozco poco: suelo subir peldaños sólo cuando empiezan en un Sol; mis letras, aunque negras, dibujan espacios en blanco, como cuando digo Fa, bula que concede gracia divina a la cuarta nota, esa que eché a la basura antes de leerla. 

Los abismos, por más profundos que sean, no carecen de color, inician en un hueco por el que pasa la luz que nos da el agudo, tenor con el pecho en Do. Ya lo sabemos, algo así refracta hasta el Mi más sostenido. Basta con mirar al cielo, dejar de vernos, ahí está el final del Re, torno de La, existencia por Si.

Cuentas claras ©


Cuentas:
un sueño hace doce años,
del milagro, un mes.
Alas en el umbral,
bruja exiliada
sin su luna-casa.

Media tarde,
cristal líquido,
escurre la ventana.
El amor es claro, 
no hay sombras,
fractal de luz-mirada.


Incluso sola,
ausencia-brasa.
Habitación viva,
cálida añoranza.
Mi amor:
¡eres sol!,
infinita llama.

Tránsito solar ©

En las palabras es que anida el mar de mi conciencia, por eso cuento, enumero los atributos esenciales, escribo sobre ellos.

De mí puedo contar muchas cosas, para empezar que mi existencia estaba dicha: "contarlo para vivir", era un mandato, nunca supe cómo hacerlo de otro modo. 

Pero tampoco sabía dejar de vivir, la muerte no me atrae, me aferro al mundo porque me gusta la vida, porque en ella encuentro los motivos del resto doloroso que fui.

Desde niña sé que una parte de mí se fuga, se va, queda en suspenso, sin palabras. Convivo con una tristeza añeja, venida de otros tiempos; lo sé porque llega empolvada, cuando se mueve deja caer tierra que huele a viejo, a miedos ancestrales, no son míos pero me habitan desde siempre, desde antes, desde antes del antes.

Creo que nací triste, con la ausencia que se anticipa pegada al cuerpo, con la mirada dulce de quienes no ven sin nostalgia, porque saben cosas que no deberíamos saber, que nadie, nunca, debería saber.

Por la tinta muere el escribano, como el pez boquiabierto nos enfrentamos al texto, incapaces de soltar el bocado a pesar de conocer la trampa, de saber que en su centro se esconde el anzuelo que ha de partirnos (otra vez) el alma. 

La adopción de párrafos pocas veces es un acto altruísta, lo común es encontrar en sus líneas frágiles diminutos trozos de la humanidad perdida, letra muerta en los resquicios de las prensas que quizá antes dijeron algo, desierto de pequeñas dimensiones, sin oasis condenado, tinta seca que no hace ríos. 

Cansada de los altibajos lunares, me mudé al sol: sus océanos diurnos me calientan las manos, camino por bosques de luz, descubro que el congrejo aparece en las islas aunque no estén rodeadas de agua y que me siento en el paraíso, incluso viendo el infierno. 

A tu lado puedo pensar en comprar el florero, en llenar los cuartos de inicienso, en tener frutas frescas al lado de la cama, en el milagro de los hielos que caen desde la puerta de un refrigerador. Ahora puedo contar con que vivo. 

Si dejar de escribir triste es el fin de mis letras, no me importa hacerle un funeral en grande a la poesía: ante el dolor irremediable, la eutanasia no deja de ser buena opción, muerte digna para las penas. Renuncio a la tipografía, hoy escribo de puño y letra: te amo. 

El milagro de El Diablo ©

Para Alexandro Guerrero. El alma no se juega, ni se vende: se regala; así, como te doy mi palabra, como restauro con letras tus alas. 

El Diablo aparece una tarde en el umbral de la casa. El alma, sentada en la cornisa de la luna, lo llama tres veces. Él propone, tiene que hacerlo. Ella suspira, está cansada, viene de lugares remotos, conoce los abismos por voluntad propia, ha subido más de un acantilado, siempre de regreso a la orilla, no sabe de destierros, los paraísos perdidos le parecen ironía: ¿cómo extraviar lo que nunca se ha tenido?

El Diablo tampoco quiere pactos, esta vez no viene a llevarse nada, renunció a ser guardián de las penas que no pagan. Hablar de Fausto sería inútil: esta es alma vieja, le aburren las tragedias, sobre todo cuando los magos pierden la apuesta. Mejor regalarse las caricias: amor con amor se paga, no hay trincheras, la paz no pide treguas.

A Dios se le ganan las partidas con alquimia, transformando las reglas del juego, lo demás son embrujos, malas artes caducas. Entonces ocurre el milagro: el Diablo recuerda que tiene alas, el alma se encarna, se rebelan juntos, están porque son y de ser se ha tratado siempre.

Alado ©

Cuando duerme,
rumor de alas:
remolinos que arrastran hojas verdes,
giran suaves,van despacio, bailan;
los suspiros acampan en el plexo:
solar habitación del alma.



Cuando duerme,
se escucha el mar:
afluentes de luz hacen marea,
las olas se acuestan en su espalda;
la cama tiene remos,
balsa que ancla en el estero
de mis noches deslunadas.



Cuando duerme,
los sueños son de tierra mojada:
nos hacemos barro, arcilla viva;
decantamos la luna,
agua serena entre hojas de naranjo,
late en el pecho el alma.

Cuando duerme,
el sol espera paciente en la fogata.
Mis piernas desenrendan caracoles,
brotan frutos en el surco de sus labios,
cosecho aves dulces entre brasas:
como él, criaturas aladas.

Tránsito lunar ©

El escenario es blanco; al centro, un hombre desnudo con la piel teñida del mismo color coloca agujas en sus extremidades, las clava directo sobre las venas, desvía el cauce de sus ríos vitales. Hecho un ovillo espera a desangrarse, lo hace con serenidad, calma que de tan profunda hiere por sí misma, anuncia el resto del espectáculo:  ninfa de pétalos semiabiertos, flotará inmóvil sobre una laguna carmín. Hermoso, adjtivé al instante, estética de lo inefable.

Años después comencé a escribir de un modo distinto: ya no bastaron las palabras dichas, quería descubrir aquellas ocultas en los silencios, arrancar el subtexto que se multiplica sin remedio tras las sombras, quitar los diques que las contienen, dejarlas caer en cascadas infinitas. Pensé hacer con los fragmentos de lo no enunciado un vitral de fractales, viviría tras él para mirar el desorden colorido del mundo. 

Pesimo hábito. Desde entonces el corazón no para de traducir legüas ajenas, lanza como dardos interpretaciones, erradas las más de las veces se enrutan en el peor de los caminos: la sinrazón, el azar sin h intermedia que cargue los dados para que caigan del lado de la certeza y no se queden girando sobre el vértice que alimenta la esperanza, mal de los humanos que hicimos tormento por el deseo perverso de prolongar la agonía. Sí, quitémosle el crédito a Nietzsche, al fin que ha muerto: no vendrá a cobrarnos las letras.

Me atrapó la luna. El  Loco de cabeza camina distraído hacia el abismo, lleva en la mano una flor que no abrirá para amortigüar la caída porque es como la ninfa: sabe de superficies, de barcas vegetales, no de simas que se abren igual que los muslos femeninos cuando no han parido y son vacío que late rodeado de entrañas.

El útero de Selene recuerda la posibilidad; fuera del único refugio en el que guarecerse, con la memoria de lo que no alcanzó a acontecer se va imprimiendo una huella: es la ausencia que acecha, que nos ronda mientras miramos con angustia la puerta del olvido cerrada.

Habitar las calles de las aldeas de la noche convierte el infierno en hoguera: igual consume, sólo que más lento. Colocamos el fuego al centro de un bosque nocturno donde esperar a las brujas. Ofrendas de sangre logran que la tristeza se haga recuerdo, nostalgia sacra, manto suave donde se dibuja el rostro de nuestros muertos: igual mata, sólo que más lento.

Entonces la muerte se vuelve poesía, canto de amor que arrulla los últimos instantes del que agoniza deliberadamente, acurrucado al centro de un escenario blanco, causa perdida de la estética de lo inefable; manía de los esperanzados que escriben desde las cámaras de tortura porque insisten en decir lo que ni siquiera sabemos si se dijo: es silencio, ¡deberiamos aprender a guardarlo!

A los lunáticos nos gustan las flores, pero en penumbras no crecen. A su llegada, los más afortunados tuvieron algunos ramos en jarras, ahora conservan los pétalos secos dentro de cofres de azulejo, si los tocan se rompen, evitan hacerlo: bastante tienen con las fisuras del alma.

Los demás selenitas seguimos inventando arroyos de tinta y sangre para hacernos planta que respira por un segundo, ¡hay vida!, decimos con el último aliento, volvemos a transcurrir medio muertos sobre el rastro de quienes vivieron de día y se vuelven recuerdo. La condena es el tránsito del satélite que no sabe mantenerse lleno, que nos borra del mundo sin memoria. Nosotros no dejamos huella, sólo somos luna nueva.   

Huella ©

De Derrida a Lispector, el trazo de la herida: presencia ausente del instante-ya.

Desde la huella hasta la falta: despierto en el diván de Jacques: con sueños nuevos se construyen las letras para el olvido, así borro, me ree(in)scribo.

Fue se hace limbo, ir es quedarse, las despedidas son como los buenos criminales: borran las huellas; cuando faltan, el rastro se hace abismo, fosa que de tan común deja entrever las osamentas. Entonces nos preocupamos por las firmas, por los motivos, buscamos a los autores-asesinos, ¿quién marcó el destino? Hay que escribir sobre las evidencias para borrarlas. Vivos llegamos y vivos nos vamos, dejando solos a los muertos. 

Te informo: la huella está, aunque anuncie lo que falta, ilusionista delatora tira la vida y esconde la mano. Es que éste es un crimen, ¿sabes?, o lo fue, pero sigue siendo, porque no por pasar no queda: hay marcas, recuerdo del diminuto pie marcado sobre el corazón que late con dificultad, pesa la ausencia de aquel instante que fue como pudo y en el ser dejó de poder. 

Hacer presencia es más que un acto de voluntad: es la obra completa que dejamos entre telones cuando apenas decidía el rumbo, aplaudimos desde nuestras respectivas butacas, cada quien en su esquina, dimos por terminado el asalto. ¡Suerte, mala por definición!: terminó en homicidio, nos espera el velorio, la urna y, ni hablar, el epitafio que será por escrito. 

El herido es más espectáculo cuando aparece en el centro de la encrucijada, obliga al transeúnte a parar por un momento, mientras decide qué camino ha de tomar. De otro modo, tendido sobre la avenida, pasará inadvertido luego de que un mal samaritano haya bajado de la bicicleta para acercarlo a la orilla; que no estorbe es la consigna, que no dificulte con su respiración cansada a la muerte que va por la vida: mejor que expire, la ausencia sólo puede habitar en el olvido.  

Corta azar ©

Cuando no doy una, termino dando dos, tres, cuatro o veinticinco: palos de ciego para el tuerto que se montó en el trono cuando nadie lo veía. ¡Ábrete sésamo!, le dijo al corazón, pero había más de cuarenta ladrones rondando la desdicha, a punto de sumarse a las mil y una madrugadas que pasaron de noche el día.

La hojalata dejó de latir, terminó entre pies: bote pateado porque para rayuela no hay tiza, además ya es octubre: julio se quedó con los que se autodenominan cronopios, ¡vaya!, que por cuentos no paramos, de caminos amarillos me he hartado y ya bastante tenemos con la falta de ojos, como para que nos pongamos a andar sobre un pie.

Esto no es un juego, no penderé sobre un tablón de madera, no me da la gana, el vértigo me lo consigo sola, no hace falta que me pidan tabaco desde otra ventana. No, no soy maga: con trabajo, a veces emulo a las hechiceras, de Cortázar tengo las obras, pero no las he leído completas, será que no quiero recetas, ni para cantar, ni para subir escaleras.   

Como alma que escapa al diablo ©

"¿Y si nos repartimos la ciudad?", pienso mientras espero en el alto frente a la virgen de piedra. Hasta ayer, había logrado no frenar en ese cruce, pero hoy mi alma la llevaba el diablo, lento, como en todos los infiernos. Deberíamos repartirnos la vida, creo, de cualquier forma lo de la ciudad no sirve: yo siempre he andado sin rumbo; cuando se va así, no es raro que termines dando vueltas justo en la glorieta que no querías volver a visitar. Del ángel para allá es tuyo, de ángel para acá también; soy yo la que no encuentra lugar, la que no sabe de victorias aladas, ni de reformas, ni de revoluciones con el corazón dispuesto.

En los últimos años, las fechas se pierden entre cajas; para ser honesta, las dejaría en cualquier esquina. Me da igual, las pérdidas nunca suman: multiplican, dividen. Pienso que el diablo cargó con todo, no debí dejar a Fausto junto a la cama, los pactos en los que se negocia el alma, ya lo sabemos, desalman; mira que arrastrar el alma de un lado a otro no es sencillo, hay que embalarla, volver a escuchar el sonido de la cinta canela, solita y caminando no va a ningún sitio. Es fácil recoger lo que dejan otros cuando no nos importa seguir guardando esqueletos en el armario.

Quizá es mejor eliminar de la existencia a las personas, perdonarles la muerte para que sepan que vivas valen menos que los cadáveres con los que comemos a diario porque todos los días nos servimos de ellos en platos fríos. Así las cosas, habrá que agradecer no ser dignos seres para habitar el mundo de los perdones, no haber pasado las pruebas, no dar el ancho, mucho menos el largo, no formar parte de la próxima reunión anarquista:. Café, ¿para cuántos?, sólo para los que comprendemos el mundo de los revolucionarios; té de tila para la niña que ha perdido la fe, que se volvió descreída, que no sabe que haremos un cambio, así, a fuerza de mirarnos a los ojos desde las heridas que nos hemos causado, porque las mantenemos abiertas, la cosa es ver sangre.

Habrá que repartirnos el tiempo: la mitad del futuro cada uno porque no nos queda otra, el pasado entero para ti, el presente también. El rumbo es algo que sólo se ve cuando está el alto, yo conduzco rápido ahora, paso de largo cada que puedo para que deje de llevarme el diablo, me importa un bledo si la virgen de piedra mira al sur, al norte o a los lados; ya no miro nada, las heridas que me he hecho no dibujan mapas, están unas sobre otras, son palabras, inexactas, imperfectas, no pasan las pruebas, se diluyen, quizá se quedan, ahí donde el crimen no se consumó porque me perdonaron la muerte, junto al té de tila que no sirvió para mantener la calma y un texto sin leer que lo decía todo.





Esperanza ©

La esperanza tiene el centro de madera, sangra lento, se deseca sin prisa; húmedo, el rastro cristaliza de afuera hacia adentro, es cicatriz que duele al tacto, atrapa a su paso el recuerdo, lo mantiene vivo, prolonga su fin, resguarda, atesora el sufrimiento.

La esperanza no es verde, ni blanca, ni roja, ni amarilla: tiene el color del anhelo, depende del cristal con que se fundió la mañana incierta en que nos cruzamos con el deseo. Lo habíamos olvidado: el camino era llano, recto, nada indicaba el cambio de rumbo.

Nos encontramos a la vuelta del cementerio, ahí, donde dejamos el retrato de la última vez que sonreímos sabiéndonos solos. No quisimos volver a caminar entre tumbas, por eso corrimos hacia la salida, entre muros, deshojando los árboles a nuestro paso. 

Apareció la esperanza, nos clava las astillas en los dedos cada vez que la tocamos, pule su piel con el dolor; no la echamos de casa, mejor pintamos de blanco sus costados, así volverá a ser húmeda, en su interior el recuerdo tendrá espamos, creeremos entonces que es lo último que muere, a pesar de que antes de que naciera la habíamos matado.

Fractal "Pesadilla": JC Guarneros.

Marea roja ©

Me sumergí en la tina. Sólo cuando separé las rodillas el agua comenzó a entintarse. No sentí miedo: la sangre diluída parece inofensiva; era mejor verla así que escurriendo por mis muslos, roja, intensa, mejor que verla en fragmentos casi negros cuando dejaba de correr por el cauce que se hacía no sé cómo.

Abrí la llave, hundí la cabeza, escuchaba la corriente como si estuviera de nuevo a la orilla de mi río blanco: líquidos que se estrellan en los afilados cuarzos, cantan, rezan, suplican a la vida que renueve el día, le llevan ofrendas, cáscaras de frutos, hojas secas. 

Cerré la llave. Volví a perder la cabeza entre las aguas; es curioso cómo los oidos dejan de escuchar lo de afuera y se abren a los sonidos internos: un fuelle, mi respiración, calma a pesar de todo, o por todo, casi nunca se agita, por el contrario, a veces parece que me olvido de respirar; un latido, mi corazón, ¡víscera pura!, pienso, me reclamo, ¡no siempre se puede dejar la razón!, aunque ella no entienda. 

Regreso. Miro la superficie del agua casi horizontalmente, se estremece, de a poquito, parece viva, respira. No soy yo, mi ritmo es ligeramente más lento, quizá es mi sangre la que se mueve, oculta, ya casi no se ve. La suelto, dejo que se vaya lo que nunca ha sido, escurre por dentro desde mi ombligo, ¡esto es vientre vacío!, pienso, me consuela saber que en los abismos se gesta lo posible, aunque yo no haya anidado más que ausencia.

Subo los pies. Asoman los dedos y la mitad de los empeines, el reflejo los duplica. Pienso en los rumbos, en mi incapacidad para decidir el camino que habré de tomar; soy encrucijada, no es que no siga los senderos, es que las bifurcaciones me acompañan desde que escuché que en el sur las cruces hablan, pienso que hay que oirlas, aunque casi nunca digan nada. Me quedo esperando. Cuando me alejo siento miedo, una tristeza infinita, como si fuera a perder la oportunidad de hablar con ellas.

Me levanto. Recojo las piernas, me abrazo las rodillas. Miro el reflejo de mi cabello en el agua, anémona, quisiera ser una, flotar si me suelto de la vida, seguir las corrientes, sentir mi presencia cuando el sol me alumbre los filamentos. Siento frío en la espalda. Pienso de nuevo en la sangre, ni rastro de ella, está, lo sé porque el agua sigue respirando en círculos, sin ella no se movería, tampoco yo.

Quito el tapón de la bañera. Dejo que el agua se vaya. Tarda, quedo a la espera mirando mis manos que se hacen cuenco, no sé por qué siempre las veo, supongo que busco en sus líneas alguna respuesta, pero no pregunto, los signos de interrogación no deberían existir, mejor las cruces, al menos ellas guardan silencios que no lastiman, nadie espera realmente que hablen.

Por fin. El frío se instala en mi cuerpo, tiemblo. Entre mis pies inicia el remolino, se revuelve el agua que lleva mi sangre, fluye, se va, me deja. Permito su partida, aunque haya sido sólo posibilidad, vacío, pérdida, ausencia; la nada se gesta desde el rojo, diluída marea.  

  

Lluvia de día ©

Escurre el mundo. Miro tras el cristal. El agua se desliza por la ruta del azar, sendero conocido que se camina más de una vez, siempre a nuestra suerte que es sinuosa parábola. Conozco el paisaje de mi destino, su pasado me regala reliquias, fragmentos de estaciones en las que fui descansando: alegría con vino rosado, espumoso, frutas como soles en rodajas amarillas; tristeza de hojas secas, a veces incluso molidas, polvo de oro envejecido a fuerza de llorar sobre el hombro del alquimista; la nostalgia llega entre nubes grises, preñadas de lunas de octubre, bajo el brazo lleva dos hogazas de pan que prometen saciar el hambre del futuro; la serenidad es más simple, tiene el color de las avellanas.

El agua, aunque venga del cielo, no cae siempre de la misma forma. Sobre el barandal, las gotas se estrellan de lleno, rebotan multiplicadas, se fragmentan en miles de cuentas diminutas que no se sabe a dónde van a parar; en la ventana, llegan de lado, se pegan como pequeños pulpos traslúcidos, mirando el vacío sin miedo, el peso les gana, resbalan suaves, recogen a su paso los restos líquidos de otros andares.

Escurro yo también, voy deslunándome: cada noche un pedazo se cubre con la sábana negra y parece que ya no está, pero está, como estoy, detrás de las palabras, a veces bajo ellas, entre escombros de letras que no hacen oraciones porque se cansaron de rezar: mejor cantan. Pero ni la luna ni yo nos vamos, sólo jugamos a desaparecer para mirar por un momento los ojos de quienes empiezan a buscarnos. Somos sonrisa, lluvia de día que se evapora, sube contenta oliendo a tierra, a mundo que escurre, que viene del cielo.  

Sobreviviente ©

A mi padre. Sólo quien carece de raíces, del árbol caído hace leña. Con tus ramas fabrico sólidos mis cimientos.

En mí, la raíz se hizo caudal, torrente que baja de prisa dejando parte de sí en las riberas; nutre con sus sueños errantes las frágiles venas: laten, están vivas, aunque duelan. 

Hace cuatro décadas, las malas hierbas (esas que mueren descorazanadas), eran sólo semillas: había que fertilizar. En esta tarea, él, desangró la esperanza hasta la última gota; aún así, la humedad sobrante se hizo afluente en las arterias; navegan río arriba sus palabras, a veces van heridas.

La historia se ha borrado de sus manos: coronada de capital sentencia, le arrebataron a punta de picanas declaraciones y aclaraciones punzantes el derecho a desaparecer entre el tumulto: ser anónimo habría sido mejor, sí, mucho mejor, para nosotros, su familia, no para él que desde el estrado, con la cuerda en el cuello, mantiene la cabeza erguida; mira a sus verdugos que cierran los ojos sin poder tirar.

Su condena no fue la muerte, ha sido la vida; aún así, renunció al martirio que lava conciencias, que inscribe los nombres en monumentos, lápidas para la buena fe que terminan por enterrar a los combatientes de ambas trincheras en la misma tumba. Sobreviviente, mi padre perdonó a diestra y siniestra; se lee entre líneas en mis ojos que observan sus manos morenas y delgadas, con tinta indeleble escribe de vuelta su historia, no hay homenajes: es mínuscula, sólo es nuestra. 

Renuncia©

Hoy, aquí y ahora, renuncio a las heridas. Me alejo del sendero que señalicé dejando gotas de mi propia sangre a falta de migas; regreso por el último pedazo de la fe para volverla suerte, de la buena, porque no hay por qué pensar siempre lo peor. 

Hace tiempo que fui por mí; supe traerme hasta el pie de la cama, desde donde me enseñé a contemplar la luna, a palpitar con ella, a desaparecer cada veintiocho días, dejando que las emociones navegaran por el torrente menstrual: ¡pura osadía!, saberme mujer hasta el último centímetro de piel y llorar porque sí durante el duelo del propio cuerpo que se renueva en el ciclo femenino, que nos empuja a parir, a dar vida, a leer las manos de la muerte para anunciarle, entre tabaco y mirra, que deberá esperar, que no se irá nadie con ella porque en el vientre anida lo que será cosecha.

Pero hoy, aquí y ahora, también renuncio a la luna, a sus sombras, a sus aguas, a su ir y venir con mi alma equilibrista que se cansa de brincar entre metáforas de cuchillos y trozos de vidrio. Me despido del cangrejo que no supo ser liebre y salir de la cárcel de Selene, ni siquiera cuando le mostré que de día crecen las flores, que ella y yo pasamos por el inframundo, pero se trataba de salir al sol; nos quedamos más tiempo del debido: el día que reunimos el valor para asomar la cabeza, lo hicimos de noche, llovía desesperanza y nos volvimos a guarecer entre las patas del depredador que dormía. Despertó. Yo no tengo vocación de crustáceo, no dejaré que me muerda las ganas, que se quede entre los dientes el corazón que restauré. Tengo fe y sobre ella construyo el andamio de entrega amorosa que ha de servirme para colocar en la esquina izquierda y posterior del cielo una oración: "renuncio al miedo, me doy". 

    

Astral©

Nací el octavo día del mes noveno, en un año cuyas cifras sumadas forman un veinte perfecto; ignoro qué significa ese par de diez; prefiero pasar por alto los ceros, entonces son sólo dos uno: el yo replicado.
 

Según los astros, mis sol brilla para virgo; Astrea, hija de Zeus y Temis, diosa de la justicia, vive en el solar. Pero en la luna tengo un acuario: miro los peces que me habitan; sí, son de colores, no podrían ser de otra manera, no para mí que escribo: sé que gris es triste, que sin afluentes no hay vida. 


En las límpidas aguas de mi existencia creativa, la única que realmente comprendo, hay también un cangrejo verde, lo traje de Saturno, aunque ahora se pasea por el arrecife que hice de Júpiter para meterlo al estanque. 


Dejé la balanza en Venus, lo que explica más de tres cosas. En Marte formé los valles donde se quedó pastando el toro. Urano y Plutón son de a libra. Para sagitario formé una isla en el reino de Neptuno. Si a veces lloro mercurio, es sólo porque la reina del dorado fue a ese planeta de visita.

Ella parió un planeta ©

Ella parió un planeta, al menos eso parecía aquella esfera pulida que rodó por la alfombra entre sus piernas. Me miró asustada, "vino de aquí", dijo, al tiempo que cruzó las manos sobre el vientre en una actitud casi sacra. Me reí. No pude evitarlo. No es que no le creyera, pero mirarla de ese modo, tan descompuesta, ella que de todo reía, con el cabello alborotado como si fuera un asteroide, la cara de loca, ¡por Dios!, que esa cara de loca me mataba de risa. Pero ella lloraba, seguía llorando, por sus mejillas escurría mercurio, puedo jurarlo, plateado, líquido; sus labios encendidos, brasa pura, me quemó la frente con un beso.

Dejé de reír y los causes metálicos se secaron sobre su rostro. Ella tomó la esfera entre sus manos, la observó intrigada, "pesa", dijo, pero al soltarla su consistencia era la de una burbuja de jabón que subió hasta el techo; giraba y en cada vuelta la luz hacía un pequeño espejo rectangular por el borde que nos tentaba a vernos las marcas.

Nos pusimos de pie, alcancé una silla del comedor, subí por la esfera, la atraje con delicadeza hasta que logré atraparla entre mis dedos. "Pesa, sí", dije mientras la acunaba con la mano derecha. Vi mi rostro descompuesto en el espejo volátil, el cabello alborotado como si fuera un asteroide, la cara de loco, ¡por Dios!, esa cara de loco que la mataba de risa. Pero yo lloraba, seguía llorando y por mis mejillas escurría mercurio, puedo jurarlo, plateado, líquido; mis labios encendidos, brasa pura que al toque de un suspiro reventó la burbuja: se hizo galaxia.

© Imagen: Planet Earth de Juan Carlos Guarneros.        

Marea alada ©



Ele con ele
las alas
alas con alas
las olas
olas con olas
la mar.

Mares con mares
la vida
vida con vida
las horas
hora con hora
el ahora.

Alas,
vida del mar
con las olas,
con las horas,
con la vida.

Ahora tengo alas
y olas
y mares
y vida.

A deshoras,
con alas,
con olas,
con vida.

Marea alada:
vida que en horas
se hizo ahora
de alas
de mares
de olas.

Versos para el alma ©


Las palabras no conocen  límites, se vierten suaves, fluyen, incluso cuando callan.

Los versos más hermosos son orillas en derrumbe: trágicos, alegres, tristes, temblorosos miran el vacío donde se han gestado, el abismo al que caerán para volver, para dejar de ser, para volver al ser.

La poesía: frontera deshecha a fuerza de caricias salinas, lenguas húmedas, tibias manos como arena, como las dos de cal que hacen la cruz bajo los ataúdes llenos de flores, como vidrios pulidos contra la marea.

Paradójicos continentes, cada letra se desborda, escapa fuera de la frase, emprende deslices que la conducen al agua, ¡el agua! 

El agua, sus corrientes imbricadas.  El agua deslava lo mismo tinta que sangre.  El agua que me habita, donde habito cuando me llamo Alma, ¡el alma!

El alma se quiebra en la métrica, no sabe ser verso, curiosa se desarma, se hace prosa, destellos de mañana. El alma. De ella es mejor no decir nada, acudir presto a los silencios, abrevar del vientre fértil que va pariendo palabras, palabras sin límite, suaves, que fluyen calladas porque son del alma.

Hidrográfica o los cauces del ser ©

Para mí, la vida es líquida: agua que nace entre montañas, transcurre de la mano del tiempo, en busca de Hades pasa por el inframundo  como lava, descansa liminal en los esteros, se hace bruma, llueve, fluye, anda. 

Desde niña busqué la esencia vital. En época de lluvias no había charco que escapara a mis pasos; caminaba sobre ellos del mismo modo desequilibrado con el que los transeúntes precavidos intentan sortearlos. Yo evitaba las partes secas de la acera, me sentía inmensamente feliz cuando las plantas de los pies se humedecían: vida filtrada a través de los hilos de mis calcetas. 

En las alamedas, las fuentes, oasis entre el asfalto, eran la oportunidad perfecta: soltaba la mano de mi abuelo y corría desbocada hasta entrar en ellas. ¡Cuánta desilusión me provocaba encontrar en el centro de la alameda un quiosco rígido aunque redondo, en lugar del cuenco gigante con agua serena!, pero cuando existía, el regaño sabía a deliciosa promesa: me esperaba la maravillosa tina con agua tibia que mi abuelo prepararía resignado en su casa. El problema siguiente era sacarme de ahí antes de que volviera a enfriarme: no había modo de hacerlo sin que yo llorara, viendo desconsolada la piel de mis dedos blancos, suaves, en remojo hasta arrugarse como pequeñas larvas opalinas que prometen seda.

Aprendí a nadar gracias a una ocurrencia de mi padre: tirarme sin más preámbulo a una alberca cuando tenía dos años; mi madre, angustiada y protestando, dejó de llorar cuando me vio salir a la superficie con la alegría instalada en todo el cuerpo, reía, me movía con torpeza huyendo de sus brazos que deseaban ponerme en tierra. 

Más tarde, mi abuelo decidió darme gusto cuando íbamos a su pueblo y para ello tomaba precauciones un poco curiosas: me llevaba a una poza de agua helada, al pie de una cueva con tapiz de helechos enormes y musgo perlado; ahí, amarraba mi cintura con una cuerda cuyo extremo él sostenía desde la orilla para monitorearme a distancia. Yo, encantada por el rumor líquido de las corrientes internas, me lanzaba de un brinco y me hacía agua con el agua, frío con el frío, pez níveo diluído.

El mar. La primera vez que me encontré con él no me dejó tocarlo, estaba de fiesta: decenas de globos acuáticos y coloridos se paseaban por las olas, tranquilos espejos cóncavos que devolvían al sol su mirada en una perfecta operación aritmética: multiplicación de luces sobre el rumor de la marea, las medusas de vidrio fundido que se desinfla en tierra. Aquella vez no me importó estar fuera del abrazo líquido, era suficiente con la brisa mojada, aprendí a escuchar con atención el agua, sé que cura de sólo mirarla.

No puedo decir que me cansé de ver la piel vasta del océano, pero empecé a preguntarme a cerca del universo anegado que permanecía abajo de aquello: ¿qué habría en el lecho marino, más allá de las conocidas sirenas, de Tritón y su trono de espuma acuarela? Bucear no era lo mío, anhelaba pisar con fuerza la  superficie del algún andamio bajo el mar. El día llegó, subí a la barca de unos pescadores en busca de la alberca natural que el Pacífico reservaba entre rocas con erizos: ataviada con un cinturón de plomo, un visor y una manguera que enviaba aire desde la lancha toqué fondo, caminé extasiada por los laberintos de un bosque coralino del que se desprendían aletargados los pulpos, me asomé por cuanto hueco aparecía en la enramada salina y juro que un pez amarillo me besó en la boca.

La escafandra la obtuve después, durante una expedición involuntaria rumbo a mis profundidades. El alma, la parte perdida de mí, luego del naufragio anunciado me esperaba hecha un ovillo en medio del costillar de una vieja embarcación. Con astillas en las alas y fisuras en la voluntad, fui a dar desvanecida en la corriente de mis ríos embravecidos, iba por mí y me traje. Saqué la fortaleza, quizá las branquias, me crié por un tiempo detrás de un arrecife naranja; sobre el vientre carcomido cultivé un huerto de plantas medicinales, en la cutícula de la osamenta escribí el primero de mis textos. Luego sincronicé los cauces del ser con las corrientes de la luna: cual reloj voy creciente, menguo, me hago nueva y vuelvo. Salí a flote: habitante de ciudades hundidas que renacen cuando baja la marea, me hice hechicera.  

Quiromancia ©

Los que saben, dicen que Venus se alza en los pulgares, frente a la Luna que ha de tener raíces porque se sostiene apenas en el costado interno, abajo, como si hubiera nacido menguante en la mano y deslizara su luz hacia el abismo de la articulación. 

En el índice, Júpiter, hijo de Cibeles, señala el camino, pero es más corto que Saturno y como herencia del Cielo nos deja perdidos, sin rumbo, en medio.

Con el Sol, la palabra amén se aloja en el anular, fin de la voluntad humana, principio de algo divino. Mercurio, metálico, líquido, alquimia, ¡voilá!: ¡se volvió melaconlía el olvido!


Por eso borré el destino que surcaba la palma de mis manos. Enterré la navaja entre la línea de la vida y la del corazón; yo sólo sé vivir a fuerza de víscera, no entiendo el llano que se forma casi insalvable entre ambas cosas y miro curiosa los montes astrales que hacen del sino cuenca cuando recojo los dedos para ver, por fin, una laguna roja.

La suerte está echada, vital se desangra. Sonrío, será que entre tantas marcas extravié el hilo que conducía la razón. Me destino.

Azul celeste ©


Cuando quiero azul celeste
pinto el techo de mi alcoba:
le dibujo una galaxia
con planetas que amanecen.

Cuando quiero azul celeste
me deshago de las nubes
filtro noches deslunadas
con tamices de agua dulce.

Cuando quiero azul celeste
aproximo el alma al fuego
me caliento en la fogata
de recuerdos placenteros.

Cuando quiero azul celeste
cuento ovejas entre sueños
con su lana tejo el viento
hago mantas para invierno.

Cuando quiero azul celeste
te imagino, caminante,
descansando en el sendero.
De mis manos hago un cuenco:
nos bebemos uno al otro,
aunque aún no nos sabemos.

 

Plegaria ©

Ahora que sabemos que hay agua en la luna, pienso que de noche se escurren los días. Por eso busco entre las piedras húmedas la mañana futura, cálida y tranquila. 

Sé que vendrá, como llegaron las certezas: el corazón es sólo viscera, el alma es una mentira, se ama con todo el cuerpo, verdad piadosa entre pecados concebida. 

Bendita soy junto a todas las mujeres, porque en el vientre hueco se gesta el universo, el sol que nace ardiente, líquido deseo, amníotico, primigenio.   

Naturaleza viva ©


Había una mesa rectangular, tres sillas, la cuarta fue un misterio, se habrá quedado en el almacén de la tienda a la que no reclamé; quizá, perdida, terminó por hacer un cuarteto con otro trio, en otra casa, de otra mujer, cercana a un mantel distinto, sin sombras que tiemblen al compás ondulante de la flama sobre la vela. Me gustaba la ausencia, símbolo de otras faltas que, así, ni era necesario interpretar; el vacío, la posibilidad. 

La vela era tan grande que parecía no tener fin, pero lo tuvo: a la mitad del camino, el blanco pabilo se ahogó en la laguna de cera roja. Esa noche recordé la sombra de la soga con la que se ahorcó mi amigo de la adolescencia, será porque la vi en la oscuridad: serpiente parda, parecía reptar sobre la alfombra buscando el calor de los pies que la esquivaban. 

Las paredes de mi casa se aparecieron grises en la penumbra; llegó la lámpara color naranja y con ella el hábito de acostarme en el sofá por horas para mirar contornos: formas sin fodo, planas, móviles, el frutero, los cuadros, la máscara, el jarrón, el baúl, los pies, las manos.

El paraíso es naranja, solía decirme. Pero ahí, lo único vivo que quedaba era mi gato... y yo que poco lo parecía. Naturaleza muerta, formábamos parte de un bodegón siniestro.Ahora no cierro las cortinas,dejo que la luz del día se cuele por la sala hasta la recámara. Murió mi gato, pero compré un florero. Por eso me gusta que me regalen flores: naturaleza viva para los que aquí nos quedamos.

Haikus amazónicos ©

Y en la selva
igual agua que viento
rumor de hojas.

***

Herida vieja
el árbol se desangra
llorando caucho.

***

Pierde sus pasos
selva encrucijada
del chullachaqui.

***
La visionaria
carne de ayahuasca
toé y chacruna.

***

En Quistacocha
nuestra sirena triste
nada de canto.

Urubamba ©

El río ama sus afluentes:
intrépidos arroyos
tropiezan con las piedras.
Parte de sí se quiebra.

Va dolorido entre las hojas:
verde la herida;
de ramas secas
y serpentina
será la ofrenda.

Por eso canta
se aferra a las orillas
espera nuevos surcos:
cuarzos de agua
para la siembra.

Ahí va Urubamba
estremece
tiembla de frio
se sabe muchos
cae del monte:
espuma-niebla.

Orgánica, biodegradable ©

Cuando te fuiste, pensé en dedicarme a estudiar los genes; temí el hallazgo de aquél que predispusiera a la vileza.  Pude elegir la filosofia, buscar en la historia del concepto "honor" el momento exacto en que lo perdimos, pero desde que la sombra de la muerte empezó a rondarme, me mantengo lejos de todo lo que corta, incluso cuando los filos son sólo raíces de palabra. También es verdad que fue urgente la espeleología: no existía mejor manera de vencer el abismo, recoger del fondo huesos caídos para extirpar de la médula los últimos rastros de vida. 

Mejor me puse a escribir: para vivir había que contarlo. Desde entonces he usado las letras, con ellas fabrico escafandras, buceo entre las aguas profundas de mares violentos, vivos, inciertos. ¡Nada que ver con el superficial Caribe!, verdeazul deslavado de pura desesperanza. En la escritura encontré bálsamos sonoros, "ciruela", "caléndula", "ausencia", "alma"; campanas alegres, "ornitorrinco", "mandarina", "artista", "maraña"; algunas son cellos que desgarran, "fantasma", "encuentro", "mañana". ¡Nada que ver con tambores!, esclavos que se dicen libres porque que bailan.

De ahí salió un enredo que se volvió milagro: perdón, le llaman. Pero perdón no es olvido, ni arrepentimiento condena. Habrá que confesar que no salí bien librada: cuando se muere hay secuelas, aunque la resurrección cumpla su promesa. "Desechable" es el término que busqué cuatro años; no es lindo, le falta candor, desmerece la poesía, pero es el preciso, el único que sirve para nombrar lo que siento cuando añoro mi vida sin ti. ¡Nada que ver contigo!, naúfrago perdido sin la pequeñez de su isla.

Sigamos con las confesiones: soy dueña de una tristeza infinita que acompaño con dos hielos cada vez que a la luna le da por hacerse nueva; es entonces cuando surge "desechar", el verbo, pero éste no es inicio, es nada. Anticipo las ausencias, quizá incluso las decreto: mejor que se vaya, antes de que muera la violeta, otra, no aquella que corté de tajo el día en que me dijiste que debía hacerlo para que creciera, sabías que moriría, yo, también ella. ¡Nada que ver con las bromelias!, de ornato, colonizadas que se creen doncellas. Mejor que ni llegue, así no podré abandonarme, estaré conmigo la próxima vez que una cirugía me mantenga en cama y no habrá un gato echado a su suerte con sangre en el hocico que me mire ausente; creías que moriría, él, también yo. Sobrevivimos sin mérito. ¡Nada que ver con medallas!, caras labradas de personajes célebres que, de estar vivos, jamás te premiarían.

El tiempo es una cosa curiosa: pasa, pero deja huella. Cuatro años después descubrí por fin la herida:, cicatrizará, es orgánica, biodegradable. Para ti, malos augurios: en la semilla encontrarás las marcas un día cualquiera (la dignidad se enseña), pero tú no escribes, ni siquiera cartas desechables como ésta. Celebro mi vida, ahora sí es mía. El muerto es tuyo, me cansé de cargarlo, por eso te lo entrego: entiérralo, apesta.     

Sin título ©

  Fractal de JC Guarneros

Anda triste la noche.
Afila la luna el talwar.

El mar,
orfebre,
adorna la empuñadura:
ataujía celeste.

El cielo,
bóveda canora,
bronce
entre el herrumbre,
polvo de estrellas,
tañe sola:
tan, tan,
tan sola.

Arrecife ©

Embarco letras
balsas sin destino.

¿Cómo formar corrientes
en un mar de silencios? 
Palabra,
desde mi río navega. 
Naufragio a la vista. 
Temo el olvido.

¿Qué vamos a hacer
cuando los mares todos
sean cementerios
de letras vanas
de secas venas? 

Si el corazón deja carcasa
yo te prometo:
de mis tendones haré corales
 enterraré
en lo profundo de aquella arena
árida herida
el esqueleto de la promesa.  

Marea salada
limará la corteza
de aquellos mis hundidos huesos. 

Sobre el tórax
con los pulmones llenos de agua
levantaré un castillo:
hábitat de peces pleura
alveólos caracoles
bronquios pulpos
algas cilios. 

Habrá túneles, 
de intestinos laberintos
y una cúpula rosada
en la quinta costilla. 

Ahí
en lo alto del arrecife
esperaré
yo te prometo.

Las penas de la luna ©

Aun cuando sonríe, la luna tiene penas, está llena de ellas. Por eso, cada tanto, se oculta, se hace negra. Ha oído de los hombres que, para la tristeza, no hay como una mañana de sol. Pero por más que se acerca al El Dorado, ¡pobre luna!, para ella no hay días, apenas un rayo de luz breve justo antes del alba: aurora que lo intenta.

Cuando bien le va, la luna se cuela en la tarde, poco antes del anochecer, pálida, tenue, escondida entre las nubes. Entonces no la vemos, opaca en el cenit pasa desapercibida y se siente sola. Candil de nuestras calles, oscuridad en su casa, ¡pobre luna!

Rota, la luna teje una hamaca ligera con hilos azules, de seda; sobre su regazo mece las penas más nuevas. No llora, ¡pobre luna!, cubre con trapos de blanco lino la herida abierta: creciente de espanto, de noches en vela.

Con el vientre henchido, la luna se muestra. En el útero estéril, que en vano gesta, va creciendo un cangrejo. Entonces la vemos brillante en el cenit, mentirosa promete un parto de estrellas; le pesan las penas y se siente sola. No todo lo que brilla es oro. ¡Pobre luna!, es de plata que se hace vieja.

Fotografía de Marie Pain

Hadicidio ©

A Marie Pain, incógnita noctámbula con taquicardia, hermosa mujer hecha de terrones de azúcar, con dos gotas de limón y saliva amarga.

Yo no tengo hadas, ni diurnas ni nocturnas. Cuando las tuve, sólo una noche, me dió por cortarles las alas azules, esas cubiertas de polén sideral. Las hadas son como las luciérnagas: brillan en la oscuridad, aprovechan los resquicios de las madrugadas para encenderse y trepan por el cuerpo hasta las cavidades de nuestros cráneos. Son malos bichos, feas cuando las desalas como si deshojaras margaritas, de esas que dicen si sí o si no (pésimo habito, por cierto, ese de andar desmembrando flores blancas para obtener respuestas que ya conocemos).

Yo no tengo hadas tejedoras que se enreden en el cabello. Cuando las tuve, cometí hadicidio. No lo pude evitar: mirarlas reptando por el piso, mutiladas, diminutos gusanos verdes que se retorcían, incapaces de sostenerse sobre sus piernas de tanto volar, me causó naúseas y, ¿sabe usted?, odio vomitar. Por eso fuí inclemente, por eso, pero no nada más por eso. También me enfurecía que se presentaran cándidas y amorosas, cuando en sus ojos bailaban ansias de excavadoras cerebrales. Es que a las hadas, putas o castas, hay que mirarlas siempre a los ojos: la pupila de uña rota y lunar las delata.

Las hienas, porque son hienas, son de ellas; perritos falderos de las hadas que cantan en honor a sus ojos de luna creciente. Así como a veces a nosotras todo nos duele, a ellas no les duele nada: si aúllan es porque saben que de las cavernas oscuras en que se nos meten de noche, sus amas les traeran entrañas, carne muerta, podrida:, ¡carroñeras que gritan de júbilo, exitadas ante la demora placentera!

Cuando emergí de las profundas aguas oníricas,un domingo de resurrección que por algo sería, miré la masacre y no sentí nada. Junté, con escoba y recogedor, los cádaveres de esas hadas infames; eran como hormigas, cúmulos de vida exitinta sobre el azúcar con el que endulcé el amargo café de aquella mañana.

Son las hadas, hijas menores de Fatum ( asesino dios que hace sino), nunca está de más matarlas.

Derechos de autor ©

A Mariel Ruiz de Chávez, por enseñarme que ni toda discusión se convierte en batalla, ni toda idea hace bandera, ni todas las hojas formarán libro.

En mi obsesión por las letras, las palabras y las historias, pienso en los múliples sinos que aguardan indiferentes a esos pedazos de papel que dejamos a su suerte, estigmatizados, con la mancha de un tatuaje de tinta indeleble que los señala en el apuro como notas, ni siquiera musicales. Algunos sufren el abandono de lo inmediato, en cortísimo plazo se vuelven inútiles, peor, fatuos. Por sí mismos son breves, ¿por qué esperar que tuvieran destino largo? Hay en ellos, el número telefónico de alguien cuyo nombre ya no recordamos, o quizá una extensa oración, sin puntos ni comas, compuesta de letras que gritan entre las cifras, algo como ABNHT32DFC258RGMDF73, ¿la clave esa que es única y que dicen que registra a la población,? o ¿la línea de captura para pagar la tenencia, el predial o el agua del año antepasado? (por cierto, si somos amables, podremos ver en esto una línea, pero no la relación con algo tan serio como ser capturado; te escriben dentro de un formato, "machote" le dicen, yo siempre me imagino un mariachi con bigote y panzón). Sí, esos papeles merecen ser olvidados.

Otros escritos quedan errantes, al exilio los condena el cotidiano: aquél que contiene el recordatorio a la parte más distraída de nosotros. "Falta leche y avena" pende por semanas entre un imán en forma de algo y el refrigerador (enorme, plateado, de dos puertas y que hace hielos, que un día soñamos). Al final, como los anteriores, no sirven: lo más probable es que, con ellos en la mano, trajimos del mercado mandarinas, almendras y néctar de durazno; todo, menos leche y avena...  hacemos del infortunado "papelito" uno magullado.   

En la oficina somos crueles: las hojas van directo a la trituradora que los destaza, al más puro estilo de un carnicero,  molendero de carnes, frías, como todo lo muerto. ¿Y qué le vamos a hacer?, nos diríamos, son oficios, cartas sin respuestas o con ellas, da lo mismo, siempre con copias para un PRESENTE extraño, por mayúsculo, por marcial, por falso, y un variable ATENTAMENTE o QUEDO A SUS ÓRDENES igual de raro: ¿cómo es que resultamos atentos si, de entrada, exigimos al lector de la misiva que se presente, como en el ejército? Ya ni digamos sobre el eufemismo ese de las órdenes para las que, la verdad, la verdad, no nos quedamos.

Pero hay otros papeles con garabatos más entrañables. Ellos gozan de derechos de autor, o mejor dicho, de los derechos de su autor; son esos que contienen lo que en la jerga literaria llaman embriones, ¡vaya nombre!, prefiero cigoto, es más natural, menos deliberado su deshecho. Esos escritos son creación: se pintan de negro o de púrpura, la mayoría de escarlata sanguinario; vienen de las entrañas, por eso casi nunca son verdes, o blancos, mucho menos amarillos y si son rosas, mejor quemarlos. Quizá son más libres que sus hermanos (o hijos, o primos, de esos parentescos raros) los logrados, los que terminan entre otras hojas y en cojnunto se presentan orgullosos como libros, ¡uf!, publicados. Al menos ellos tienen la suerte de irse, de no quedar presos entre muros de lindas ediciones: quizá se vuelven ceniza y viajan por las tuberías de la ciudad, ven entre las coladeras la vida íntima de los baños vecinos; o se echan a volar desde ventanas y balcones, usando las plumas que el autor sacó de un sauce, porque sí, porque ese es otro derecho de autor: escuchar sonidos que salen de una campana hundida en aguas inmóviles; plantar un huerto de raíces que se vuelven esmeraldas, diamantes o pequeños gatos que deciden vivir como topos bajo la tierra; dejar que un vidrio sea líquido por contacto con el aire, aromatizar la luna, lo mismo de melisa que de fango. Y es que para los escritores, igual que para todos los humanos, al inicio fue el verbo, pero a diferencia del resto de los humanos, al final lo mismo puede ser metáfora, que mentira entre verdades, que una sílaba: Fin. Una letra cambia destinos, lo sabemos, desconjugamos y, como dioses sin discípulos ni apóstoles, seguimos el curso de la intención y la hacemos acto: Yo creo, tú creas, Él crea... todos creemos.    
 Fotografía donada por María del Mar Cachón (ni idea de su original procedencia).