Un texto sin título para un lector sin nombre


Para comprender los abismos, al menos para escribir sobre ellos, es menester distinguir cimas de simas. No basta adornar nuestras letras con encajes negros, ni describir con ellas sangre que corre por los muebles y las cortinas; esas escenas son poco dignas para quienes saben que el dolor no mancha: purifica como el fuego, es rescoldo, no llamarada, se vive con él como se cuida de las últimas brasas, no se predica de puerta en puerta para ganarse un sitio en el Cielo (en la esquina de los adoloridos que confunden narcisismo con melancolía, cinismo con nostalgia).

Adentro hace falta ser quien se es para aluzar el camino de regreso; en la superficie no se añoran los paisajes internos, esos los cultivamos con paciencia, bajamos de vez en cuando para ofrecer comida a los cuervos: no han de sacarnos los ojos, ellos son los ciegos. Pregúntenle a Poe, él sí sabía de corazones latiendo en el Infierno. Las rosas negras están de moda, son lindas pero los ribetes dorados de la vanidad excéntrica denuncian a leguas que sus portadores no conocen de Dante más de dos círculos. No, no se trata de leer a los Malditos a la luz de las velas, los candelabros sobran cuando conocemos la cara de nuestra sombra.

Hay tristezas falsas, de bisutería, como plantas plásticas a las que se añaden gotas de pegamento cristalino para que parezcan húmedas, recién regadas. Esas tristezas suelen recostarse en divanes aterciopelados, envueltas en amplios vestidos, oscuros y llenos de faralaes; de las mangas salen discretos brazos, con las muñecas delgadas y las manos largas, frágiles, perfectos para el montaje del próximo suicidio que no habrá de consumarse. A veces el set es una bañera llena de agua tibia que se entinta con el rojo sangrante de tres heridas calculadas con precisión; si se les pasa la mano, no se equivoque, fue un error de producción.
    
Las mentiras no pueden ser afiladas, tienen los cantos romos: hace falta vida para que sean puñales, hace falta mucho más para que sus orillas sean las de un diamante. Yo sí regalo a los puercos perlas, también margaritas, incluso fresas... No todas mis letras son amables, salen de las vísceras, ¿cuál es la necesidad de desollarse? ¡Ah!, el público exige un sacrificio, le encantan los cadalsos, mirar cómo ruedan las cabezas de cabellos ensortijados, cómo los cuerpos se agitan vaciándose de sí. Hablan entonces de abismos quienes interpretan el papel de víctimas, pero no saben que el piso de las fosas se recubre con romero, no han olido el copal de la muerte, no han escuchado a los difuntos cantar, no han recorrido el sendero que conduce a la gruta de los antepasados.

La ignorancia es atrevida, lo es más la de quien ignora que no sabe: lima con paciencia las orillas de aquella historia que le contaron, cree que con las piedras de río fabricará cuchillos de jade y de obsidiana, sueña con el día en que podrá consumar su venganza: será un héroe aclamado por las multitudes que le demandan justicia hecha por propia mano. Pero no sabe nada. No sabe, por ejemplo, que aquellos a los que piensa redimir fueron masacrados por los que ahora le cuentan cuentos... sin rendirle cuentas. Que le pregunte a José Revueltas, él sí sabía de geometrías, de los vértices donde se unen reaccionarios de derecha con supuestos comunistas, él sí leía mucho más que libros de señoritas princesas.

Siento decepcionar al "enemigo" (las comillas van a cuenta del derecho, por mí ejercido, a elegir quién es digno de semejante título en mi vida; por cierto, sobran las vacantes). No encontrará aquí reveses: este es un regalo, tal vez pueda convertirlo en búsqueda, la verdad asoma por todos lados, sólo hay que aprender a verla. Que la buena fe allane su camino y un día deje de estar tan confundido: le han engañado, lamento ser yo quien se lo diga, la historia no oficial es la oficial, así de perversos han sido. Cuídese de quienes le llaman héroe; como a usted, sin preguntar les da por hacer justicia. 

Cada golpe del inexperto en lítica termina en arena, suaves lechos donde viven entre ópalos los caracoles, las catarinas, medusas coloridas; provienen de mi infancia, habitan en los túneles del abismo que yo sí conozco, que he recorrido con constancia desde niña y que hace mucho dejó de dolerme. Allí aprendí a buscar entre líneas la verdad que hoy me mantiene con la cabeza erguida, con las manos llenas para dar certezas que no son piadosas, que digo con nombre y fecha, porque nada hay que ocultar cuando se sabe, sí, de la sangre, de la propia, de la de los nuestros, pero también de la alquimia: sé transformar su arte lapidario en pequeñas piedras preciosas, alhajas con las que adorno mis tobillos para seguir viva, sé hacer del odio sin firma algo muy parecido, ya lo dijo usted, a la poesía.   

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