Implotar ©


Alguna vez estuve entera, creo, al menos así lo parecía; quizá es sólo que entonces no me fijaba en las fisuras con la misma atención que hoy me demandan. Supongamos que estuve entera (sea que lo haya estado o no, ahora estoy cierta de que voy rota). Supongamos que estuve entera, decía, el asunto es que en este momento y desde hace mucho tiempo no lo estoy, o sí, pero no como una pieza. Podría decir que estoy restaurada, pero la verdad es que hablar de restauración es un tanto soberbio y una vil mentira: nunca he sabido unir mis pedazos de manera que parezca que no hubo daño; se me notan las uniones y no siempre he recuperado todos los fragmentos, así que el resultado está lejos de ser perfecto, pero tengo defensa y es que no he pretendido jamás ser perfecta.

Restaurada, dije porque no encuentro mejor manera de describir el territorio accidentado en el que me he ido convirtiendo a fuerza de deslaves. Paciencia sí he tenido y la virtud de cargar con mi tierra de vuelta hasta la cima, no siempre con toda, pero sí con la mayor parte. Eso explica que haya en mí cúmulos imprevistos en el camino, tan sorprendentes que hasta yo que los conozco caigo de bruces de pronto si no me fijo por dónde ando ese día; y es que sí, no todos los días habito de mí el mismo lado: a veces amanezco chueca, me levanto con el pie equivocado, ando cojeando tarde y noche, todo el tiempo, hasta que vuelvo a acostarme.

Decía también que en otros tiempos no me miraba las partes gastadas, ni las rotas, mucho menos aquellas que fueron robadas (porque sí, hurtos han habido, varios, más de los debidos quizá). Hace no tanto noté que no era la pieza entera que creía: iba cambiando, quizá desde el primer día de mi existencia, pero no me enteraba de ello, no lo pensaba. Tampoco es que lo piense mucho ahora, pero es que no hay manera de que pase desapercibida la transformación cuando es necesario detenerse a levantar lo caído, a entablillar lo fracturado, a dar un par de puntos a la parte que se desprende. En fin, llega un momento en que buena parte de nuestro tiempo lo pasamos encontrándonos las heridas y haciendo un recuento de las cicatrices; también, claro está, acariciando nuestras partes sanas, esas que todavía son sensibles.

Recuerdo con claridad el día exacto en que supe que se avecinaba esta labor cotidiana de revisarme palmo a palmo para rescatar lo que haya quedado en el camino y seguir, mal que bien, entera... Aunque rota; remendada, con reparaciones a modo. Ese día era uno de tantos días de un duelo más largo de lo aconsejable: restaba ya varios kilos de lo que había sido mi cuerpo, procuraba restablecer las horas de la comida y las de sueño (pues mucho no comer y no dormir no habían sido de ayuda); me sentía frágil, desarmada, me costaba mirar el sol tanto como mirar la luna (de hecho no veía nada que no fueran mis manos por horas). Estaba fuera de casa (algo inusual en ese tiempo), alguien me había convencido de salir y yo esperaba, más que sentada rendida, en los escalones de la entrada al edificio donde me refugiaba (no sé de qué porque no llovía, no sentía fuerza para dar un paso más allá estando sola, creo que me refugiaba del mundo). Como no solía mirar allende mi propio cuerpo porque me sentía mareada, comencé a observar un mechón de mi cabello con el que jugaba: ¡ahí estaba!, ¡una cana!, ¡mi primera cana!

Ayer amanecí de lado; para no seguir cojeando me puse hoy a escribir sobre el mapa deslavado. No, se equivoca usted: no sigue a continuación el discurso de una mujer que pelea con el paso de los años, que se tiñe el pelo, que se entristece pensando en el tiempo que pasa por sus manos, por su cara. No, se equivoca usted: no es que no note desde entonces las siguientes canas, las arrugas, las líneas de expresión, las curvas de un cuerpo que deja de ser joven; noto todos los cambios y no siempre me gustan, pero los celebro. Sí, no se equivoca usted, hablo de celebrarlos como se celebra un cumpleaños, el mío que se aproxima, con alegría, al menos en mi caso. Alguna vez estuve entera, creo, supongamos que lo he estado, pero me prefiero rota, así, en mi versión mal restaurada: pongo atención al mundo ahora más que a mi manos, miro de frente; sé que ese día, con esa cana, comprendí que iniciaba por fin el camino de quien sería y soy, de quien iré siendo. Implotar no es una tragedia, todo lo contrario.