Orillas hay siempre ©

A Natalia Carrillo. 
Gracias por la metáfora. 
Te digo y me digo: orillas hay siempre.

Dicen que en la escritura hay que prescindir de lugares comunes, de balsas y de mares agitados, del naufragio, de la tormenta, metáfora indeseable para decir que te arrasa la tristeza. Que sigan diciendo aquellos que buscan pulir nuevas gemas: yo las recojo en el camino, lo mismo romas que afiladas, como están, como nacen y como se hacen, como vienen, al vuelo y en el arrastre. 

Escribo desde los más comunes de mis lugares, los busco incluso con alevosía, anhelo que mis letras sean encuentro, de nada serviría hacerlas tan únicas que sólo a mí me pertenezcan; quiero decir con ellas "te amo" (aunque de amor ya no se escriba en esos términos), quiero decir con ellas más que "te amo": quiero encontrar en el enredo todo lo que el amor es para mí y decírtelo, y diciendo entregarlo...

y así... digo, y digo, y digo... No paro de decir porque no encuentro el modo de expresar con las gemas que recolecté en mi sendero la joya que descubro en ti cada día. 

Primer intento: describo la gema. Es un cuarzo rutilado, brilla desde dentro, ¿sabes?, se dibujan como ríos los fragmentos de oro que en él quedaron atrapados, pequeñísimo universo que todo lo contiene. Me pregunto cuánto tiempo estuvo sin ser hasta ser lo que ahora es, cuánta presión soportó, cuándo se dejó vencer, cuándo renació desde su propia derrota. No lo ves, no lo encuentras dentro de ti aunque yo te diga que lo he visto muchas veces, que está ahí, que se muestra cuando te dejas estar y decir, cuando eres... He fallado.

Segundo intento: describo la recolección. Suelo juntar objetos pequeños, igual que esos pájaros que adornan su nido, ¿los has visto alguna vez?, ¿no?, los cuervos también lo hacen. Me gusta pensar que cada vez que traigo casa alguno de esos objetos sin importancia no le quito nada a nadie, pero sé que de alguna manera desequilibro al mundo, que tal vez alguien echa de menos lo que yo retuve a mitad de su camino. No siempre la recolección es pacífica: hace poquito por andar en esas lides me metí donde no debía (igual que lo hago cuando sigo diciendo lo que es indecible y equivoco las palabras), justo en un pedregal a la orilla del mar. ¡Se escuchaba tan bonito!, las piedras chocaban entre sí porque el agua las movía y yo no pensé ni un instante que poner entre ellas los pies no era buena idea; aquella vez atesoré sólo un corte en el empeine que me dolió un par de días. Ya me perdí, fallé de nuevo: lo que digo no está diciendo lo que quiero decir; así es como me enredo.

Tercer intento: te contaré un cuento. Iba de camino a mi propio abismo cuando vi que estabas en el lugar común de los naufragios, quise decirte entonces que eso de naufragar no termina en islas desiertas como nos han contado y, también, que la metáfora suele parecer a los escribanos uno de esos lugares con demasiadas visitas. Pensé si debía decirte eso o algo más, o quizá nada (estoy segura de que lo mejor es el silencio, pero no se me da, ya lo ves, sigo y sigo diciendo). Pensé entonces en el mar, porque no se naufraga en cualquier sitio, estarás de acuerdo, y recordé que para no ahogarse hay que dejar de moverse, permitir que nos lleve lo que sea que nos esté nos llevando. Sólo entonces apareció la frase indicada: "déjate estar, toda corriente conduce a una orilla". 

Ahora me digo: "ni las gemas ni su recolección me hacen un cuervo, sólo soy un pájaro intentando adornar su nido, acabo de comprender que entre los hilos quedé enredada, me puse a trinar, digo que digo, digo que digo, en lugar de usar el pico para salir bien librada de mis intentos, por definición fallidos". Te amo, es lo único que debí decir y ahora lo digo.

No te digo más ni a mí me digo: guardo el silencio, es el objeto que acabo de hacer mío.

La penumbra ©

De todos mis recuerdos lo que más me visita es lo vivido casi de noche. Podría pensarse que tengo poca memoria, pero la verdad es que mucho de mi recorrido en esta vida ha sido así, entre sombras y luces tenues. Entre la media noche y la media mañana prefiero el atardecer completo, los dorados filamentos que en silencio ante nuestros ojos bailan. Me descuelgo en la penumbra, me visito renovada.

De niña temía a la oscuridad, apagar la luz de la recámara para dormir era toda una odisea. Escuchaba la instrucción de mi madre que se oía inauditamente lejos y siempre más pronto de lo esperado: anhelaba la demora, deseaba que ella viniera a cumplir con el mandato cuando yo ya dormía, que no me tocara a mí presionar el botón en la pared que hacía que todo de repente desapareciera. Me habría gustado tener una lámpara sobre el buró para que aquel acto mágico de vaciarlo todo pudiera hacerse desde el fondo de la cueva en que se convertían las cobijas que me resguardaban; pero no, no la tuve, por eso aprendí a llegar hasta a mi cama mediante un salto preciso, uno solo en medio de la nada misma. El vacío, y yo que volaba por un instante.

Quizá porque asocié lo oscuro y el vuelo, pronto me dio por andar a media luz el resto del día. No dejé de temer a la ausencia de luz, pero tampoco me gustaba que ésta lo llenara todo porque entonces no había razón para despegar los pies del suelo. Demasiada luz enceguece, hace falta una poca para afirmar dentro de esa nada infinita la existencia a los contornos de lo que es nuestro. Un poco de luz a manera de mapa, con las coordenadas para evitar el estruendo de los encuentros inesperados, sin evitar, sin embargo, que encontremos sin esperarlo justo eso que sólo existe en el medio de la luz y su contrario, en el vértice de la penumbra donde se muestra el perfil del mundo y todo lo que lo habita: nuestros límites, al final lo único que nos indica quiénes somos y dónde estamos.

Es el ruido del río cuando no lo vemos claramente lo que nos indica su eterno estarse yendo. Es la línea ennegrecida de la sombra de los cerros lo que nos hace sentir diminutos al inicio de un sendero. Sólo si dejamos de ver los árboles descubrimos en ellos los cencerros de sus hojas que se agitan con el viento. Es al fondo de una guarida donde la vida se aparece en los ojos de animales desconocidos que nos miran en la selva. Es la penumbra lo que nos llama a comprender el mundo que pasamos por alto cuando la luz lo inunda todo. 

Hay demasiada luz en el mundo. No era así cuando desde la cornisa de la ventana me asomaba de noche a mirar la silueta de la avenida casi vacía. No era así cuando esperaba en la estancia familiar con la luz apagada que se hiciera de noche para encontrar las esquinas de cada objeto que habría de reconocer. No era así cuando tuve una lámpara del color de las naranjas bajo la que miraba atenta los dedos de mis pies por horas. No era así cuando las calles se escondían de los transeúntes, volviéndolos ciegos de pronto. Los muertos podían descansar en la aceras sin que el charco de su sangre fuera tan rojo. Los vidrios se molían en destellos que esquivaban lo oscuro con alegría.

Es la vagina el más oscuro de los universos,pero la hembra debe dar a luz entre las sombras de fogatas o de velas, de atardeceres que se cuelan por las rendijas de habitaciones color sepia. No imagino el parto del mundo a pleno rayo del sol que calcina pechos y piernas. La vida es húmeda y con poca luz, a penas la necesaria para permitir que nos agarremos de sus bordes perfilados, mostrándonos que incluso ahí nos acompaña la sombra, la nuestra y la del mundo. En penumbras somos capaces de mirarnos las manos cada vez como se mira lo que es nuevo; la novedad no es la piel envejecida sino la voluntad de perdernos como condición para reconocernos, un poco más viejos, sí, pero siempre de nuevo.

Dejemos el corazón apenumbrado colgando de aquel cuarto de luna. Así no olvidaremos que las filosas estelas de luz aparecen en el cielo cuando hay guerra, el rostro de los moribundos que se encajan de perfil aluzados nos mostrarán los ríos en los que su muerte abreva. ¡Jodido está el mundo abrillantado!, ¡jodidos los hombres que no miran ya el vértigo espiral de fuegos fatuos!, almas sin pena. Olvidamos la penumbra que nos llama entre luces desafiantes. Imposibles son las sombras. Ya no somos, ya no estamos. Se borraron los perfiles de la vida, nos perdemos en la luz encandilados: el rencuentro se desliza sin asidero, ya no hay bordes que indiquen rutas alternas. Quemados los ojos y las manos, ¿que nos queda?, sólo el mundo que en brillar está empeñado, el horror de la muerte sin sustento, en tiempo real sobre pantallas luminosas. Tanta luz nos deja ciegos. 

Sin título ©



"¿Habrá zapatos más rojos
que los míos de charol?"
El desdén de la pregunta
hizo un hoyo en mi talón:
por el agujero incierto
un dedito se asomó.

Hubo una niña muy linda
que cojita se quedó,
luego de andar reluciente
con zapatos de charol:
quedó prendada de aquello
que nunca le acomodó.

Descalza llevo la vida
al compás de mi canción:
las costuras no toleran
sintonías sin ton ni son.
soy prófuga de las suelas,
¡ni listones ni tacón!

¡Zapatero a tus zapatos!,
No hay horma que a mí me calce,
prefiero la desnudez.
Las alas van por mi cuenta:
me quedo yo con mis pies.

La vida que se esconde en las esquinas ©

Los gusanos subterráneos escuchan dedos que escarban sobre sus refugios; esperan la hora en que serán vistos irremediablemente con asco, sintiéndose culpables de antemano: al fin y al cabo es cierto que han estado royendo los nuevos brotes, que hacen daño. Al principio su labor fue benéfica: cavaban túneles que oxigenaban la tierra, se alimentaban de lo que no hacía falta. No podrían explicar por qué masticaron con descuido hasta hacer brotar la savia, mucho menos tienen razones para no haber parado a tiempo, antes de que la planta comenzara a resentir las sangrías; los gusanos la amaban.

Fue mi tía Rosalba la que notó los desmanes. La verdad es que yo ponía poca atención a las macetas del corredor y a sus habitantes, en especial pasaba de largo frente a aquella plantita tan pequeña que estaba en la esquina, en el lugar preciso para engrandecer su insignificancia. Ahora resulta que de todas esa planta era la más importante, la que mi tía había dejado a mi cuidado creyendo que así estaría mejor atendida; yo ni la vi: con trabajo dejo de mirar mis pies cuando camino, ¡ya parece que iba a tener ojos para la diminuta mata que ahí vivía!

"¡Esther!" Mi nombre se escuchó metálico entre la lengua y el borde de los dientes de mi tía, la "t" en particular tintineó antes de sumergirse en la humedad de la saliva (la "r" alcanzó a orillarse antes de caer en el ahogo de la pobre Rosalba que ya lloraba). Ella también amaba a la planta que vi por primera vez desvanecida, un hilacho vegetal cobrizo que amenazaba con quebrarse entre sus dedos. 

"Son gusanos", me dijo entre lágrimas Rosalba mientras separaba con cuidado la tierra para mirar mejor al fondo de la maceta. "Parecen lombrices", le dije al tiempo que evadía el reproche que yo vaticinaba. No soy una buena vidente, sé tan poco de la condición humana como de las plantas: el reproche no alcanzó a salir del pecho agitado de mi tía, la agonía de su planta más querida me hacía insignificante.

No alcancé a disculparme: mi tía se alejó en silencio con la planta entre las manos y en el instante que se abre entre dos suspiros tiró los restos en un balde con basura. La culpa es peor que los gusanos: no se refugia, anda lo mismo de noche que de día, campante, royendo justificaciones no pedidas, acusaciones manifiestas (ya se sabe). 

Deambulé un rato sobre la cuerda frágil de mi conciencia, colocando mal los pies para terminar de romperme la crisma, pero algo pasa cuando se va por la vida sin mirar: los autómatas no tropiezan. Me di a la tarea de lo imposible, nada novedoso en mi caso: soy pura utopía. Rescaté de entre los desechos el cascarado cuerpo de lo que fue planta un día, de mi tía, como dije, la más querida. 

Me deshice de los gusanos sin piedad, sin mirarlos porque no sé matar de frente sin quedarme en el intento. Prescindí de la maceta: puse nueva tierra en un hueco de una roca y metí ahí los despojos que con trabajo se sostenían; coloqué nuevamente en su esquina a la plantita. Rosalba pasaba de largo frente a ella, sin mirarla, el olvido era ya su tarea y cierto es que aquel arreglo más parecía una tumba que una maceta. 

Yo, por el contrario, no dejaba día de por medio sin visitar a la planta que hice mía a fuerza de mirarla esperando lo imposible: la vida nueva que brotó con urgencia de los tallos maltrechos. Aquella planta se aferró a la tierra y al agua de un modo que estremecía, echaba hojas sin parar, casi diría que agradecida. 

"¡Esther!", mi nombre se escuchó tibio sobre los labios de mi tía, la "e" primera rodó alcanzando a la última (se deslizaron juntas hasta el huequito entre el cuello y el hombro de Rosalba enternecida). "Es tu plantita, aquella que yo no...", comencé a explicar sin que ella me escuchara. "Es la vida que se esconde en las esquinas, Esther", dijo ella conmovida.

Esta mañana dio una flor la planta que murió de olvido y renació de culpa resarcida. Parece otra. Rosalba es otra. Yo soy otra: camino mirando al rededor y a los costados, descubro con los dedos la tierra de las orillas (me quedó la manía); me parto la crisma de vez en cuando. Planto y cuido, más de una vez renazco roca, remedio plantas y entonces canto.  
   

La grieta ©

Tuve un sueño peculiar, de otra vida, hecho a mano, color sepia. 

Atesoro los retazos del recuerdo, fragmentos brumosos que se desgarran dejando un rastro de neblina; poco, cada vez menos, logro asirlos desde las puntas más espesas. 

Quisiera poder contar una historia completa pero si la hubo ahora no hay más que un par de sensaciones, un pedazo discursivo y la imagen turbia de algunos objetos. 

Una casa vieja, la terraza para ser precisos, de madera, volada sobre un acantilado, sin barandales: la invitación al vértigo que no llega. 

Un lago que hace juego con la tarde, casi noche, de aguas y cielo color chocolate. 

Podría dar miedo el paisaje pero no me da: siento la calma de quien observa con atención; todo respira.  

Sobre el agua, tres barcas rústicas fabricadas con una sola pieza: un pedazo de tronco ancho y sólido, ahuecado por el centro con paciencia hace muchas décadas; se nota en su hechura que nacieron de manos viejas.

En la orilla, tres pequeñas estacas sirven de amarre a cada barca, hay una cuerda gruesa pillada entre los bordes de una grieta en la madera. 

No fue el paso del tiempo quien hundió algo afilado para hacer el corte, fue alguien; todo aquí es de alguien.    

Las cuerdas están gastadas, son tan de antes que sus duras fibras se han reblandecido, son casi suaves cuando paso la mano sobre ellas. 

Lo acaricio todo como si fueran gatos, y si lo fueran seguro ronronearían, lo pienso por la manera en que las texturas se entrelazan con mis dedos.

En cada objeto se mantiene vivo algo de quien los hizo, su ausencia susurra desde los huecos con el idioma del viento; todo habla.  

No me veo, me sé porque hablo y respiro en aquel lugar tenue e incomprensible; mi voz y mi aire como acicates. 

Me pregunto si hay una cuerda que me mantiene también a flote o en vilo, desde la terraza, sobre el lago, justo a un lado de las barcas. 

Me pregunto si estoy yo también hecha de una sola pieza. Despierto antes de pensarme desde la grieta. 

La tristeza tiene alas ©

A Yamina triste, a Yamina alada.

"¡Qué triste es la tristeza!", lo dices como quien sentencia. Te imagino juez y parte en el tribunal de los sentimientos que de tan viejos se nos caen a pedazos; sólo entonces se hacen limitadamente tangibles, sólo entonces es posible mirarlos a destajo, determinar a plena conciencia que están hechos de eso que prometían, que era cierto que la tristeza misma es triste.

La tristeza, sin embargo, no es una sola ni toda triste; la tristeza es madre, algo tiene de alacrán: lleva en el lomo tristecitas hijas que la carcomen, tan pequeñitas que son difíciles de ver; por eso parece una sola, enorme, engrandecida a fuerza de sus partes que son el todo y así sí misma, una tristeza triste, muy triste por donde la veas, muy triste y venenosa. 

Pero tristezas hay, como te digo, de muchos tipos y tamaños, de consistencias varias, de desencuentros también variados, aunque a primera vista parezca una y parezca sola, como te sientes cuando estás triste de poca data y no se caen aún los pedazos para que mires con atención que no eres tú la tristeza ni  tú sus vástagos. 

Tristecitas hay pegajosas como diamantina que se aferra a la piel de la mano, nacidas apenas, a penas andando sobre el esqueleto de su madre. Porque debes saber que las tristecitas, cuando grandes, se hacen tristezas alacranes que llevan la osamenta ya por fuera, anunciando que son poco longevas, aunque tú creas que no, que están ahí desde siempre y que siempre seguirán estando.

Hay tristecitas menos pequeñas, un poco lentas, pesadas, tanto que cuesta sacudírselas para salir de la cama. Estas son perezosas, no les gustan las mañanas, cavan madrigueras oscuras y desde ahí nos llaman: "ven, asómate al abismo, mira, ¡no hay nada!" Sucumbimos entonces al vacío, al vértigo de buscarse la sombra y no encontrarla.

Tristecitas hay ya bien crecidas, criadas a fuerza de no mirarlas, se alimentan del empeño que ponemos en ignorarlas; saben bien, ¡las muy cabronas!, que llegará el día en que una diga "¡qué triste es la tristeza, qué triste y qué canija!", pensando que es sólo una, una enorme y desolada. No es una, ya te digo, pues grande va cargada de bribonas diminutas que tejen el entramado para llevarnos así, como nos lleva la tristeza.

Pero tarde o temprano la tristeza cae de puro vieja, nos muestra los pedazos; entonces la tristeza misma es triste y deja de asombrarnos, la sabemos muchas y de hace tiempo; la buscamos incluso, porque hace falta de vez en cuando asomarnos al vacío donde no hay sombra, escombrar las guaridas, dejar a las tristecitas sin madriguera, permitir que sean azules aunque alacranes sean: poco veneno no mata. La tristeza, cuando menos te lo esperas, se va de pronto, se va volando: la tristeza es aquel alacrán al que sí le dieron alas.

Nostalgia ©


Cuando yo era niña, en el condominio en el que vivo (donde salvo por algunos años pasados en otros sitios he vivido siempre) el tiempo infantil (y supongo que de algunos adultos que, como yo soy ahora, se siguen fijando en esas cosas) se medía en la época de las catarinas o en la de los caracoles (andaban por todos lados, las de rojo aladas y con lunares, los otros lentos y acorazados).

Cuando yo era niña, aquí, en este mismo lugar, pasaba muchas tardes sobre las ramas de un árbol de tejocote que era mi adoración y rodando por el pasto donde aparecían (en su época, claro está) las babosas, esos caracoles que sufrieron algún despojo y por eso andaban si su casa. No sé por qué ni cuándo dejó de haber suficientes animales rondando como para hacer época, comencé a alegrarme cuando aparecía alguno, según yo huérfano pero quizá sólo solitario. 

A pesar de que escasearon, hasta el día de hoy tengo la fortuna de encontrarme con las ardillas y los tlacuaches, y suelo callarme de inmediato cuando escucho a los halcones y a las águilas (sí, los hay en la ciudad) o quedarme por horas observando el nido de una colibrí desde que comienza a empollar (hace poco nació un colibricito, lo llamamos Hilario, Tacho pa los cuates)... 

No son muchos los sobrevivientes, pero cuando se crece con épocas de estas tan peculiares es normal que aprendamos a rebuscar entre el asfalto la Vida que es anarquista y está en resistencia constante. 

Quizá no es fácil de entender, con seguridad es cursi, pero hoy tuve ganas de sentarme recargando la espalda sobre el tronco de un árbol para ponerme a llorar, un poquito, sólo un poquito, quizá más por mí y esas épocas. 

Supongo que es la primera vez que siento eso que llaman nostalgia, pero lo mío no son ganas de volver a ser niña, son ganas de volver a contar las épocas en catarinas y caracoles, en babosas y en colibríes, en halcones y en tlacuaches, en ardillas... 

Sí, ya no me subo a los árboles, en algún momento comencé a pensar que no les hacía bien.

Como puedo ©

A Judith, porque pregunta y se pregunta. 

¿Sabías que la palabra "sentir" tiene más de catorce acepciones en el diccionario?, ¡quince según el de la Real Academia de Lengua Española! Esos viejitos que degollan sin piedad tildes sobrantes, no resistieron la tentación de incluir esta palabra incluso como adverbio locativo, ¡eso sí!, hasta el final y con la salvedad de un "sin" antecedente que la diferenciara del resto del lo listado. 

Ni así agotaron los significados de este peculiar significante, porque "sentir" es de esas palabras rebeldes, contestatarias, que rebalsan los límites de las letras que las contienen y nos dejan con algunos restos pendiendo de los labios, pendientes en las orejas, prendados en las manos y en los abrazos, justo ahí donde los cuerpos que se entrelazan dejan espacio, justo ahí donde lo que siento no puede ser sentido de la misma forma por nadie más, justo ahí donde las palabras sobran y se apela a la esperanza de que algo sea sentido.

Me preguntas por el dolor de las pérdidas, y cuando lo preguntas las anticipas, olvidando que "sentir" es también "barruntar lo que ha de sobrevivir" ¿Será que la pérdida es la premonición de lo que se queda, de aquello que se aferra a la vida porque sabe, porque siente, que vale lo mismo la pena que la alegría? Será que sé poco de cálculos, de ganancias y déficit, nunca me ha preocupado perder en cualquiera de las partidas que emprendo (o que me agarran desprevenida). 

Me preguntas por los riesgos que, aseguro (sin estar segura, claro está), son mayores cuando se opta por dejar de sentir. Mi respuesta es simple (tanto como compleja): lo que está en riesgo es la vida misma, la vida en el más amplio sentido, el sentido de la vida, el sentido que tiene vivir. No sé si es posible renunciar a sentir, pero si lo fuera ¡jamás lo eligiría! No estoy dispuesta a dejar de sentir aunque eso suponga dolor, porque el riesgo es dejar de sentir lo demás, y lo demás es lo que nunca está de menos. 

Supongo que no hay manera de evitar la humedad de las cobijas bajo la lluvia del indigente que se quedó con las arrugas de tu corazón andante, sin perder también la sensación profunda y vital de la arena tibia bajo los pies una mañana junto al mar. Supongo que no podrías renunciar al dolor de las ausencias sin provocar que las queridas presencias se vuelvan insulsas. Supongo que no se mira de la misma manera, que se deja de escuchar, que se deja de notar, que deja de tener sentido cualquier rumbo si optamos por la anestesia.

La vida es veneno y antídoto, milagro y condena; yo procuro tomarla entera, como viene, esquivando o no, como puedo. Camino sobre espinas si es necesario, guardando el equilibrio sobre el alambrado, funámbula caída por momentos: al fin y al cabo, ya lo sé, me levanto. Algún día pensé que ya no había en mí más corazón que los jirones que de él quedaron, pero aun así, siendo poco más que el derrumbe entero, me prometí seguir sintiendo, así fuera con el hígado, con las costillas, desde los intestinos o mediante el bazo. ¡Qué importa si me lleno de heridas!, esto es la vida y, con todo, vivir sigue siendo de los lujos el menos vano.  

Exangüe ©

Exangüe. No es una palabra bonita la que esta tarde me deja sin sangre; no puede ser una palabra bonita porque en el mundo hay también letras que no riman como una quisiera. Hoy es uno de esos días en que la vida se nos pone cacofónica, átona, desafinada. 

Hay palabras que se joden en las intersecciones, en los cruces donde nos encontramos porque no había una calle vacía por la cual transitar sin darnos de frente con algo de la humanidad que andábamos evitando. 

Mejor sería no hablar, ubicar los silencios donde no sean incómodos, pero ésta no es una tarea sencilla: el silencio que complace es una criatura difícil de hallar entre dos hablantes; nace sólo ahí donde el amor es apacible, compasivo, sereno.

Si pudiéramos caminar sobre los puntos y las comas -descansar sobre el respaldo de la perfecta combinación de un punto y coma- otro verbo nos cantaría. Pero somos más sustantivo que acción en sintonía; adjetivos vienen y van en la transacción de dos enojos mal entendidos.

El dolor de quien nos es desconocido es siempre algo extraño, ajeno, por eso desconcierta cuando lo atribuyen a lo que has dicho; decir no siempre tiene un destinatario, pero sobran las almas hambrientas de recibir mensajes, por eso se ponen las oraciones como sacos a la medida de quien ni siquiera podrías saber la talla.

Tenemos un defecto quienes estamos sin remedio unidos a las letras: escribimos y hablamos todo el tiempo, incluso dibujamos los silencios. El alud del cúmulo de lo indecible termina por sepultar a quienes ni siquiera imaginamos. 

Mis palabras no llevan tampoco remitente y aun así recibo acuse, se me acusa: ¡me has herido! ¡Pero si no tengo idea de quién eres!, ¿cómo puedo yo conocerte las partes lastimadas? Entiendo: hay palabras que son como balas perdidas. ¿Qué te digo?, escribí en defensa propia, buscaba solamente descargar las armas.

Será que los muros siempre son para los lamentos, cuando no de quien escribe sobre ellos, de quienes al pasar leen frases que les mueven las entrañas. No me siento culpable de rayar los senderos por los que transito, al final son mis calles y mis dichos.

Si por aquí iba de paso, disculpe usted la sangría. Aunque lo parezca no es suicidio, todo lo contrario: me desangro cada tanto para mantenerme en vilo, porque no hay escriba que pueda contarlo todo sin de vez en cuando renovar la tinta. 

Toma y daca ©


Lo que ves es envés, el reverso del verso que se dobla hacia dentro y se pone al revés. "¡Mire bien!", se lo digo y le muestro desde adentro el sombrero: ¡nada por aquí, nada por allá!, nadie por los mundos donde brinca aquel conejo.

Tengo un as bajo la manga, en el haz del traje puesto: haz de luz, haz de hacer, haz de siempre que se hace porque haciendo vamos siendo. Las palabras como magia donde no las lleva el viento, letras-ancla, letras-sirga remolcando el fundamento.

De entre todas mis virtudes y entre todos mis defectos, cuente usted la habilidad de escribir sin argumento, de encontrarlo a la mitad, medio hundido, astillado-apostillado-apolillado, tan dejado de las manos que, divinas, ¡qué divinas!, se olvidaron de este barco y sus astillas. Me basto y no me sobro porque tengo bien contadas las heridas pero ya no me desangro ni desbordo mis orillas; sé estarme bien, como calma que precede a la tormenta, como la tormenta misma; soy el agua, no lo olvide, aunque agite sigo brecha, soy el curso, la rivera y sus riberas.

Sé mirar la sombras tras las máscaras, no en los rostros que leo mal sino en las máscaras mismas, por detrás de ellas, donde dejan las personas a resguardo las miradas que no alcanzan a encontrarse en otros ojos, las que toman otras rutas del atajo, las que no son más despojo que sí mismas. No crea usted que yo me alegro de encontrarme con aquello que se guarda muy adentro; no lo busco pero lo hallo, siempre intacto y sin querer, en el borde de los naipes que destajo frente a usted.

Salisatre me envestí por necesidad cordial: fue mi propio corazón con el que aprendí a leer cada arteria y su camino. En el templo visceral hay dos atrios, ¿sabe usted?, varias puertas derredor de un pasillo en contorno; el entorno de un palacio que se arruina cada tanto, que se quiebra en sus paredes, que humedece sus maderas, que se alza nuevamente cuando bien dispuesto está a saberse espacio abierto porque no tiene por techo más que el cielo: si lo cubre no orará, es amando que se reza, es de pie y no de rodillas, es la sangre la bendita.

Hace tiempo que los santos escasean. No queda más que lo escrito y la escritura, la invocación letrada, ser sortílega versada en los cantos de los libros. Instrucciones: sin abrirlo, pase usted la delicada piel de su dedo más sensible por la tripa de uno de ellos; si le corta usted sabrá de antemano que ese libro hay que leerlo desde atrás y hacia adelante, comenzando por el punto que es final, terminando en el vacío de la sangría que lleva dentro todo texto.

En el vuelo de las aves hay lo dicho, bien lo saben los augures: pluma y trino, surcos de aire que mantienen en su altura las semillas. "¿Quién habrá de cosechar allá, tan alto?", se pregunta tan ingenuo el que no vuela. Es ahí donde los cuervos siembran ojos como joyas de los súbditos impíos. Es por eso que se cree que los secretos van a salvo entre las alas de los pájaros, pero nada ha de guardar quien va ligero: cae la carga hasta la sima donde aguarda el que auspicia; ¡cuánto ríe de lo poco que ocultamos, de los huesos que se salen de las fosas porque siempre lo de abajo se hace arriba! 

Como me lee doy y en la misma medida recibo; el escrito es espejo para el lector que se asoma y abismo para quien en tinta se ahoga. Si la razón que aquí encuentra es extraña en sí misma, entraña es sin duda alguna, víscera viva. Pero si en ella inquieta usted por la similitud consigo mismo, dude siempre de lo que parece y aparece, sobre todo si se muestra más distante que el distinto. Recupere cada hueso del cadáver que dejó en aquel desván, desvanecido, recupere las astillas si es preciso, porque el muerto que se carga siempre es de uno, porque no hay fantasma ajeno, porque aquí usted se ve y yo me miro: toma y daca entre gitanos que se adivinan las manos.

De arcilla y barro, somos entraña ©

















Tengo una tristecita alebrestada;
sobre sí misma se arremolina,
rehilete, viento y aspas desarma.

Tengo una tristecita alabastrada,
blanquísima, traslúcida, canica de agua, 
prismática, de aristas biseladas.

Tengo una tristecita que deja herrumbre,
con la piel vieja, delgadita y arrugada,
el cabello como plata, aterronadita la cara.

Tengo una tristecita que es derrumbe,
acantilada, vertical, honda y estrecha;
vértigo puro cuando me asomo y ella acecha.

Tengo una tristecita que se alumbra,
que rompe aguas, que se pare, se desgarra;
acuna placenta y cría, sola amamanta.

Tengo una tristecita que se abruma,
que se hace nube y se rompe en niebla;
dique de meteoros y estrellas lejanas.

Tengo una tristecita que es muy incierta,
nadie más que yo sabe de su existencia,
ella se esconde, pero punza y pifia inquieta.

Tengo una tristecita que está desierta;
sólo semillas de dátil secas y una palmera
le brindan sombras, largas y grises de pura arena.

Tengo una tristecita que se me encarna
en un costado, como huesito de mi cadera;
si hace frío me duele un poco y ella se esmera.

Tengo una tristecita que me reencarna,
que nació añeja junto con mis ancestras
vino conmigo así, sin más,sin que lo pidiera.

Tengo una tristecita que me atormenta;
jarrito de barro antiguo, seca y sedienta,
Árida herida que si no lluevo se me hace grieta.

Tengo una tristecita que se atormenta;
embravecida aluza todo, todo lo incendia;
deja astillas en el rescoldo y huele a menta.

Tengo una tristecita que se me ofrenda
y a la que ofrendo incienso, flores y velas,
cuarzos de agua y mi sangre, cada mes hecha sirena.

No se preocupe si en el sendero me ve llorando:
camino así cuando hace falta y no hay condena:
mi tristecita es ya muy mía y soy yo muy de ella.

No nací triste, sólo soy de una tristecita la dueña;
y cuando lloro, aunque no parezca, lo hago contenta;
llorar me cura, por eso dejo a la tristecita un poco suelta.

La tristecita de la que le hablo me acompaña,
ella es de arcilla, yo soy de barro: tenemos agua,
tenemos llanto, tenemos sangre, somos entraña.  

Jacaranda-jacarandá ©


Los jacarandá tienen la virtud
de hacer violeta-azul su voluntad
-así en la tierra como en el cielo-
y nos libran, sí, de todo mal.

Santificado es su nombre
de hembra sin acentuar:
jacarandas, como las mujeres
siempre juntas, siempre en plural.

Que venga entero tu reino, 
jacaranda-jacarandá,
de ramas, hojas y flores,
de riego o de temporal.

Tu voluntad está hecha
en el abril de mi ciudad:
jacaranda que se alegra
con la tilde del color jacarandá.

Jacaranda, madre nuestra,
padre nuestro, jacarandá.
De brote varón en la tierra,
hembra-raíz, hembra-flor,
nacen tus hijas, nazco yo.







El silencio ©

A Genny Galeano por la Arquitectura del silencio.

El silencio está ahí donde el garabato de mis letras muestra el vacío; es difícil saber si la O contiene en su centro lo callado o si es en la línea, curva y perfecta, donde radica aquello que no se dice. Pero el silencio es más que lo no dicho, es también aquello que no precisa decirse, que no nace con las palabras, que existe sin ellas, como el mar cuando está en calma sin sus orillas, sin fin ni principio.

Claro está, hay silencios hostiles, cómplices, que ocultan, que carcomen como polillas los huesos y nos dejan desvencijados. Pero esos silencios no son el silencio, ni en el todo ni en sus partes: se trata de pequeños farsantes llenos de ruidos que buscan escapar a toda costa porque no saben navegar sin ver las orillas, el fin y el principio que necesitan decir, que dirán cualquier día, gritando o en un susurro, afilados, con las entrañas por fuera, sin los huesos ya roídos. 

"Si el corazón deja carcasa", dije algún día de esperanza; luego prometí callar y durante un tiempo me hice polilla rumiante entre un montoncito de finísimo polvo, de mis restos resecos que eran pocos porque mucho había perdido. Un silencio diminuto quedó para siempre en los resquicios de cada palabra escrita. Hay silencios que duelen, aunque no sean el silencio, sino pequeños farsantes llenos de ruido, alojados en nosotros cuando somos barco hundido. 

Pero el silencio es otra cosa, el silencio verdadero que se acoge a la amnistía de aquel reino de insectos cuando mora en la alegría, cuando es pausa donde no hay más que la existencia por sí misma, muda de asombro, de dicha. En silencio nos amamos, por ejemplo, como en ningún otro momento sabemos amarnos, infinitos, salvos de aquello que nos une o nos separa: para abrazarnos largo tiempo hace falta callar. 

El corazón deja carcasa, el silencio obra arquitectónicos milagros: el árido polvo que fuimos una vez desvencijados se humedece, cubre los restos y nos hace arrecife bajo el agua. Al besarnos, las palabras se retiran como baja la marea, en silencio descubrimos la existencia por sí misma, dichosa y muda, en el asombro de encontrarnos lo callado, quizá en el centro, quizá en la línea, curva y perfecta, de nuestro amor que es como el mar sin sus orillas. El silencio está ahí, donde el garabato de mis letras se hace vacío amable, donde transcurro callada y feliz, siendo de tus mares la embarcación y el agua.

A propósito de la Luna ©

Para mis queridos Jaime Jiménez Cuanalo y Xabier Lizárraga, científicos, artistas y lunáticos

De un tiempo para acá tengo la sensación de que la Luna se deja ver más y con más frecuencia. De niña solía mirarla, entonces me parecía que estaba más lejos y que había muchos más días en que no era posible verla; había que imaginarla.

No sé quién de las dos se puso a crecer con desmesura, con prisa; supongo que ambas. En mi caso crecer siempre ha sido algo un tanto obligado; crezco a fuerza de desencantos que sin embargo no han mermado mi pasión por la Luna y lo que oculta. Quizá ella no ha crecido nada, tal vez sólo se acerca o se muestra más cercana. De cualquier forma hay una parte de la Luna inaccesible para quienes solemos dar cuenta de lo que nos rodea a simple vista, desde nuestra dimensión humana, siempre pequeña, diminuta dentro del Universo que es inconmensurable.

No recuerdo cómo fue que quisieron enseñarme que en la Luna no había agua, me lo dijo alguien que soltó como una certeza aquella inexistencia; aludió a la ciencia que yo escribo con minúsculas para dejar en claro mi molestia por aquel atrevimiento que, en mayúsculas y con un tono de voz autoritario, evaporó por un tiempo los ríos que yo había puesto en lado oculto de la Luna cuando la imaginaba. Debo decir que estaba desolada: el descubrimiento de una Luna árida devastó mis ganas de sembrar en ella el bosque y la selva; el desierto no era opción, aunque en él hubiera vida, animales y plantas. Por fortuna siempre he sido escéptica, en especial respecto a aquello que aseguran quienes dicen saberlo todo, así que un par de meses después me inventé un Diluvio Universal que llenó de agua los cráteres secos de aquella Luna desencantada; me excedí un poco porque desde entonces en ella habita incluso una caudalosa cascada.

"La ciencia no es una estafa", me explican cuando me atrevo a decir que no saben lidiar con la incertidumbre, que deberían aprender a decir "no sé" cuando no saben. "La ciencia inicia con la incertidumbre", aclaran; tienen razón, pero deberían agregar que también con la incertidumbre muchas veces la ciencia acaba, o más bien sigue siendo porque en estas historias no hay finales ni verdades completas. Hay cosas de las que no sabemos nada, aunque ahora sabemos que en la Luna sí hay agua, grandes trozos de hielo. "La ciencia habla de probabilidades", me enseñan, "es muy poco probable que haya agua líquida en la Luna"... ¡Ah!, líquida, ya veo; decían que no había, ni líquida ni en ningún estado, ni en vapor ni congelada... No puedo dejar de ser descreída ante las aseveraciones; la contundencia es algo que hay que administrar en dosis pequeñas y precisas, sólo cuando hace falta.

Concedo que he cometido un exceso, que en el fondo no pienso que la ciencia es una estafa, que sé bien que en ella cabe la incertidumbre que defiendo y que los científicos imaginan más que yo para un día descubrir lo equivocados que estaban. Lo que pasa es que lidio mal con las demostraciones porque hay un montón de cosas que no quiero que me muestren, para las que no requiero explicaciones, porque cuando la vida humana me queda demasiado justa es la Luna el territorio al que me exilio; ustedes comprenderán que no podré sobrevivir durante mis largas estancias si en ella no hay agua, ni luz, si hace frío (ya saben que la mía es un alma cálida).

Flaubert dejó a Bouvard y Pécuchet en el terreno de lo incierto y nadie le dijo nada. Yo sólo pretendo seguir escuchando el rumor de un río lejano cuando la realidad me parece inhabitable: lo puse en la Luna porque así en cierto modo puedo verlo. Advierto desde ahora que es posible también que un día especialmente triste aquel río desemboque en un océano en donde naveguemos, sin timón, sin un mapa, quizá con uno a medio terminar, con los límites un poco flexibles, por si acaso la playa se nos mueve de galaxia.

La Luna se deja ver más y con más frecuencia, algunos incluso la colorean roja o azul ahora que se muestra casi entera. Gracias a la ciencia, Selene dejará de ser un misterio, la colonizarán humanos capaces de hacer líquida su agua para vivir en ella, parirá humanidad aunque no rompa aguas, morirá con el tiempo. Cuando ustedes tengan una estación espacial en la Luna que desentrañe con total certeza sus secretos, con mis letras me mudaré a otro planeta a medias desconocido, donde quepan lagunas y esteros aunque de ellos no haya nada cierto, donde quepa yo en mis días tristes para cultivar la alegría incierta de mis inventos, donde pueda seguir escribiendo. No lo tomen a pecho, en mis palabras cabe todo el amor para ustedes que se preocupan por mis delirantes manifiestos: no es más que ficción sin ciencia, no corro peligro, no habito en mis creencias; las escribo escribo; esta vez se las dedico porque deseo que sus mentes, inquietas, lúcidas, creativas, se tomen un descanso junto a mí en la ribera de cualquier río improbable, lunar-lunático, líquido.

Prefiero el témpano ©


Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano se sabe completo:
estruendo y caída al mismo tiempo.
El relámpago está escindido:
es primero trueno, sólo más tarde rayo.

Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano se desprende ruidoso,
pero su grito no es un grito de auxilio.
El pobre relámpago anuncia el espectáculo:
"¡Escuchen, serán testigos de mi muerte luminosa!"

Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano calla después de haber caído;
en silencio navega, se recompone,
gira y gira, siempre sobre sí mismo;
se deshace sin miedo, tranquilo.

Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano vuelve al origen
cae cada nuevo día soleado.
El rayo es luz por un momento,
se apaga, no atina nunca a ser el mismo.

Prefiero el témpano al relámpago,
como prefiero el silencio frente al ruido,
Prefiero el témpano al relámpago
del mismo modo que me prefiero a mí,
cíclica y en silencio, recompuesta y caída,
en el curso de mis ríos. Más que luz soy agua.