La rama ©

El verano pasado creció un árbol en la cornisa del edificio. A pesar de que hundió las raíces lo más que pudo, horadando el techo en busca de algo más que cemento y yeso, sólo alcanzó a hacerse rama; una sola, bífida. Como horquilla leñosa que recoge el cabello del día se mantiene ahí, cadáver, no conserva las hojas.

Hace un par de semanas comenzó a llover; en la esquina de la sala se formó una gotera: clack, clack, se escuchaba con precisión de relojero, clack, clack, insistía en caer el agua sobre la maceta. Supervisamos el techo: no había nada que explicara la lluvia por dentro. 

Pocos días después cayó un pedazo de yeso, dejó desnudo el cemento; asomaron por el hueco las raíces, las más pequeñas, hilachos vegetales sin vida conduciendo el agua con precisión, como si lloraran la ausencia que antes les causara la muerte.

Aunque muerta, resultó ser cauce la rama. Clack, clack, se sigue escuchando en la sala; dejamos de regar la planta de la maceta: mejor que por ahora viva bajo el pedazo de cielo, regaló de aquel árbol que se hizo agüacero. 

Cuando lleguen las secas, habrá que componer el techo, pero no arrancaremos las raíces que nos hacen arcilla: polvo fuimos, no será en polvo que nos convertiremos.

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