A propósito de la Luna ©

Para mis queridos Jaime Jiménez Cuanalo y Xabier Lizárraga, científicos, artistas y lunáticos

De un tiempo para acá tengo la sensación de que la Luna se deja ver más y con más frecuencia. De niña solía mirarla, entonces me parecía que estaba más lejos y que había muchos más días en que no era posible verla; había que imaginarla.

No sé quién de las dos se puso a crecer con desmesura, con prisa; supongo que ambas. En mi caso crecer siempre ha sido algo un tanto obligado; crezco a fuerza de desencantos que sin embargo no han mermado mi pasión por la Luna y lo que oculta. Quizá ella no ha crecido nada, tal vez sólo se acerca o se muestra más cercana. De cualquier forma hay una parte de la Luna inaccesible para quienes solemos dar cuenta de lo que nos rodea a simple vista, desde nuestra dimensión humana, siempre pequeña, diminuta dentro del Universo que es inconmensurable.

No recuerdo cómo fue que quisieron enseñarme que en la Luna no había agua, me lo dijo alguien que soltó como una certeza aquella inexistencia; aludió a la ciencia que yo escribo con minúsculas para dejar en claro mi molestia por aquel atrevimiento que, en mayúsculas y con un tono de voz autoritario, evaporó por un tiempo los ríos que yo había puesto en lado oculto de la Luna cuando la imaginaba. Debo decir que estaba desolada: el descubrimiento de una Luna árida devastó mis ganas de sembrar en ella el bosque y la selva; el desierto no era opción, aunque en él hubiera vida, animales y plantas. Por fortuna siempre he sido escéptica, en especial respecto a aquello que aseguran quienes dicen saberlo todo, así que un par de meses después me inventé un Diluvio Universal que llenó de agua los cráteres secos de aquella Luna desencantada; me excedí un poco porque desde entonces en ella habita incluso una caudalosa cascada.

"La ciencia no es una estafa", me explican cuando me atrevo a decir que no saben lidiar con la incertidumbre, que deberían aprender a decir "no sé" cuando no saben. "La ciencia inicia con la incertidumbre", aclaran; tienen razón, pero deberían agregar que también con la incertidumbre muchas veces la ciencia acaba, o más bien sigue siendo porque en estas historias no hay finales ni verdades completas. Hay cosas de las que no sabemos nada, aunque ahora sabemos que en la Luna sí hay agua, grandes trozos de hielo. "La ciencia habla de probabilidades", me enseñan, "es muy poco probable que haya agua líquida en la Luna"... ¡Ah!, líquida, ya veo; decían que no había, ni líquida ni en ningún estado, ni en vapor ni congelada... No puedo dejar de ser descreída ante las aseveraciones; la contundencia es algo que hay que administrar en dosis pequeñas y precisas, sólo cuando hace falta.

Concedo que he cometido un exceso, que en el fondo no pienso que la ciencia es una estafa, que sé bien que en ella cabe la incertidumbre que defiendo y que los científicos imaginan más que yo para un día descubrir lo equivocados que estaban. Lo que pasa es que lidio mal con las demostraciones porque hay un montón de cosas que no quiero que me muestren, para las que no requiero explicaciones, porque cuando la vida humana me queda demasiado justa es la Luna el territorio al que me exilio; ustedes comprenderán que no podré sobrevivir durante mis largas estancias si en ella no hay agua, ni luz, si hace frío (ya saben que la mía es un alma cálida).

Flaubert dejó a Bouvard y Pécuchet en el terreno de lo incierto y nadie le dijo nada. Yo sólo pretendo seguir escuchando el rumor de un río lejano cuando la realidad me parece inhabitable: lo puse en la Luna porque así en cierto modo puedo verlo. Advierto desde ahora que es posible también que un día especialmente triste aquel río desemboque en un océano en donde naveguemos, sin timón, sin un mapa, quizá con uno a medio terminar, con los límites un poco flexibles, por si acaso la playa se nos mueve de galaxia.

La Luna se deja ver más y con más frecuencia, algunos incluso la colorean roja o azul ahora que se muestra casi entera. Gracias a la ciencia, Selene dejará de ser un misterio, la colonizarán humanos capaces de hacer líquida su agua para vivir en ella, parirá humanidad aunque no rompa aguas, morirá con el tiempo. Cuando ustedes tengan una estación espacial en la Luna que desentrañe con total certeza sus secretos, con mis letras me mudaré a otro planeta a medias desconocido, donde quepan lagunas y esteros aunque de ellos no haya nada cierto, donde quepa yo en mis días tristes para cultivar la alegría incierta de mis inventos, donde pueda seguir escribiendo. No lo tomen a pecho, en mis palabras cabe todo el amor para ustedes que se preocupan por mis delirantes manifiestos: no es más que ficción sin ciencia, no corro peligro, no habito en mis creencias; las escribo escribo; esta vez se las dedico porque deseo que sus mentes, inquietas, lúcidas, creativas, se tomen un descanso junto a mí en la ribera de cualquier río improbable, lunar-lunático, líquido.

Prefiero el témpano ©


Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano se sabe completo:
estruendo y caída al mismo tiempo.
El relámpago está escindido:
es primero trueno, sólo más tarde rayo.

Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano se desprende ruidoso,
pero su grito no es un grito de auxilio.
El pobre relámpago anuncia el espectáculo:
"¡Escuchen, serán testigos de mi muerte luminosa!"

Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano calla después de haber caído;
en silencio navega, se recompone,
gira y gira, siempre sobre sí mismo;
se deshace sin miedo, tranquilo.

Prefiero el témpano al relámpago.
El témpano vuelve al origen
cae cada nuevo día soleado.
El rayo es luz por un momento,
se apaga, no atina nunca a ser el mismo.

Prefiero el témpano al relámpago,
como prefiero el silencio frente al ruido,
Prefiero el témpano al relámpago
del mismo modo que me prefiero a mí,
cíclica y en silencio, recompuesta y caída,
en el curso de mis ríos. Más que luz soy agua.