Las penas de la luna ©

Aun cuando sonríe, la luna tiene penas, está llena de ellas. Por eso, cada tanto, se oculta, se hace negra. Ha oído de los hombres que, para la tristeza, no hay como una mañana de sol. Pero por más que se acerca al El Dorado, ¡pobre luna!, para ella no hay días, apenas un rayo de luz breve justo antes del alba: aurora que lo intenta.

Cuando bien le va, la luna se cuela en la tarde, poco antes del anochecer, pálida, tenue, escondida entre las nubes. Entonces no la vemos, opaca en el cenit pasa desapercibida y se siente sola. Candil de nuestras calles, oscuridad en su casa, ¡pobre luna!

Rota, la luna teje una hamaca ligera con hilos azules, de seda; sobre su regazo mece las penas más nuevas. No llora, ¡pobre luna!, cubre con trapos de blanco lino la herida abierta: creciente de espanto, de noches en vela.

Con el vientre henchido, la luna se muestra. En el útero estéril, que en vano gesta, va creciendo un cangrejo. Entonces la vemos brillante en el cenit, mentirosa promete un parto de estrellas; le pesan las penas y se siente sola. No todo lo que brilla es oro. ¡Pobre luna!, es de plata que se hace vieja.

Fotografía de Marie Pain

Hadicidio ©

A Marie Pain, incógnita noctámbula con taquicardia, hermosa mujer hecha de terrones de azúcar, con dos gotas de limón y saliva amarga.

Yo no tengo hadas, ni diurnas ni nocturnas. Cuando las tuve, sólo una noche, me dió por cortarles las alas azules, esas cubiertas de polén sideral. Las hadas son como las luciérnagas: brillan en la oscuridad, aprovechan los resquicios de las madrugadas para encenderse y trepan por el cuerpo hasta las cavidades de nuestros cráneos. Son malos bichos, feas cuando las desalas como si deshojaras margaritas, de esas que dicen si sí o si no (pésimo habito, por cierto, ese de andar desmembrando flores blancas para obtener respuestas que ya conocemos).

Yo no tengo hadas tejedoras que se enreden en el cabello. Cuando las tuve, cometí hadicidio. No lo pude evitar: mirarlas reptando por el piso, mutiladas, diminutos gusanos verdes que se retorcían, incapaces de sostenerse sobre sus piernas de tanto volar, me causó naúseas y, ¿sabe usted?, odio vomitar. Por eso fuí inclemente, por eso, pero no nada más por eso. También me enfurecía que se presentaran cándidas y amorosas, cuando en sus ojos bailaban ansias de excavadoras cerebrales. Es que a las hadas, putas o castas, hay que mirarlas siempre a los ojos: la pupila de uña rota y lunar las delata.

Las hienas, porque son hienas, son de ellas; perritos falderos de las hadas que cantan en honor a sus ojos de luna creciente. Así como a veces a nosotras todo nos duele, a ellas no les duele nada: si aúllan es porque saben que de las cavernas oscuras en que se nos meten de noche, sus amas les traeran entrañas, carne muerta, podrida:, ¡carroñeras que gritan de júbilo, exitadas ante la demora placentera!

Cuando emergí de las profundas aguas oníricas,un domingo de resurrección que por algo sería, miré la masacre y no sentí nada. Junté, con escoba y recogedor, los cádaveres de esas hadas infames; eran como hormigas, cúmulos de vida exitinta sobre el azúcar con el que endulcé el amargo café de aquella mañana.

Son las hadas, hijas menores de Fatum ( asesino dios que hace sino), nunca está de más matarlas.