Lo que alguna vez fue destino ©

Esta noche encontré un nuevo surco en la palma de mi mano izquierda, sigue un rumbo poco habitual, del dedo meñique baja casi hasta el pulgar. Ayer no estaba, puedo jurarlo, es más, en este instante le doy mi palabra a ese camino recién arado a fin de que me crean: es sendero limpio, no proviene de mi pasado. Tampoco creo que tenga algo que ver con el futuro, a juzgar por la poca profundidad que tiene y, bueno, lo confieso: pasé la yema de mi dedo índice (el de la mano derecha) sobre él y descubrí que se borra fácilmente; es puro presente, estoy segura de que mañana ya no estará.

Sé que es notorio que estoy poco o nada sorprendida con el hallazgo, la verdad es que esas cosas me suceden con frecuencia y me he acostumbrado a saberme así, cambiante, a pedazos otra, con pequeñas modificaciones cada día que cualquier noche dejan de existir. A veces no es tan rápido el ciclo. Por ejemplo, un par de meses anduve con una peca nueva en la nariz, justo en el borde, amenazaba con caer sobre mi mejilla derecha y quedarse ahí para siempre, junto con las otras pecas que he tenido desde que nací, pero no, se fue, como se van esas apariciones, de pronto, sin mayor explicación.

Pero el surco es un poco distinto, lo es porque aunque sé que se irá más pronto que tarde, dentro de un par de horas a lo sumo, algo de destino tiene, de un destino que se está cumpliendo ahora mismo, sino impostergable por el que no he esperado, simple, llano, como la tinta, como el papel, como el monitor y el teclado de este artefacto que ahora me sirve para escribir. 

El camino del que les hablo no es más que pretexto, nació para que me pusiera a escribir esta noche, así como lo estoy haciendo. Pienso mientras tanto que hay huellas que se borran, que la ausencia no siempre se mantiene presencia, que Derridá se equivocó esta vez: una puede, medio dormida, dibujar con un poco de tinta un sendero sobre la palma de la mano izquierda, descubrirlo la tarde siguiente y ponerse a escribir para que la línea descubierta se encarame sobre las falanges, haga espirales extendiéndose hasta las muñecas, para hacer de aquel camino incierto un dibujo, sin direcciones precisas, sin nombres; ese es el camino mediante el que borramos lo que alguna vez quiso ser destino.

Un texto sin título para un lector sin nombre


Para comprender los abismos, al menos para escribir sobre ellos, es menester distinguir cimas de simas. No basta adornar nuestras letras con encajes negros, ni describir con ellas sangre que corre por los muebles y las cortinas; esas escenas son poco dignas para quienes saben que el dolor no mancha: purifica como el fuego, es rescoldo, no llamarada, se vive con él como se cuida de las últimas brasas, no se predica de puerta en puerta para ganarse un sitio en el Cielo (en la esquina de los adoloridos que confunden narcisismo con melancolía, cinismo con nostalgia).

Adentro hace falta ser quien se es para aluzar el camino de regreso; en la superficie no se añoran los paisajes internos, esos los cultivamos con paciencia, bajamos de vez en cuando para ofrecer comida a los cuervos: no han de sacarnos los ojos, ellos son los ciegos. Pregúntenle a Poe, él sí sabía de corazones latiendo en el Infierno. Las rosas negras están de moda, son lindas pero los ribetes dorados de la vanidad excéntrica denuncian a leguas que sus portadores no conocen de Dante más de dos círculos. No, no se trata de leer a los Malditos a la luz de las velas, los candelabros sobran cuando conocemos la cara de nuestra sombra.

Hay tristezas falsas, de bisutería, como plantas plásticas a las que se añaden gotas de pegamento cristalino para que parezcan húmedas, recién regadas. Esas tristezas suelen recostarse en divanes aterciopelados, envueltas en amplios vestidos, oscuros y llenos de faralaes; de las mangas salen discretos brazos, con las muñecas delgadas y las manos largas, frágiles, perfectos para el montaje del próximo suicidio que no habrá de consumarse. A veces el set es una bañera llena de agua tibia que se entinta con el rojo sangrante de tres heridas calculadas con precisión; si se les pasa la mano, no se equivoque, fue un error de producción.
    
Las mentiras no pueden ser afiladas, tienen los cantos romos: hace falta vida para que sean puñales, hace falta mucho más para que sus orillas sean las de un diamante. Yo sí regalo a los puercos perlas, también margaritas, incluso fresas... No todas mis letras son amables, salen de las vísceras, ¿cuál es la necesidad de desollarse? ¡Ah!, el público exige un sacrificio, le encantan los cadalsos, mirar cómo ruedan las cabezas de cabellos ensortijados, cómo los cuerpos se agitan vaciándose de sí. Hablan entonces de abismos quienes interpretan el papel de víctimas, pero no saben que el piso de las fosas se recubre con romero, no han olido el copal de la muerte, no han escuchado a los difuntos cantar, no han recorrido el sendero que conduce a la gruta de los antepasados.

La ignorancia es atrevida, lo es más la de quien ignora que no sabe: lima con paciencia las orillas de aquella historia que le contaron, cree que con las piedras de río fabricará cuchillos de jade y de obsidiana, sueña con el día en que podrá consumar su venganza: será un héroe aclamado por las multitudes que le demandan justicia hecha por propia mano. Pero no sabe nada. No sabe, por ejemplo, que aquellos a los que piensa redimir fueron masacrados por los que ahora le cuentan cuentos... sin rendirle cuentas. Que le pregunte a José Revueltas, él sí sabía de geometrías, de los vértices donde se unen reaccionarios de derecha con supuestos comunistas, él sí leía mucho más que libros de señoritas princesas.

Siento decepcionar al "enemigo" (las comillas van a cuenta del derecho, por mí ejercido, a elegir quién es digno de semejante título en mi vida; por cierto, sobran las vacantes). No encontrará aquí reveses: este es un regalo, tal vez pueda convertirlo en búsqueda, la verdad asoma por todos lados, sólo hay que aprender a verla. Que la buena fe allane su camino y un día deje de estar tan confundido: le han engañado, lamento ser yo quien se lo diga, la historia no oficial es la oficial, así de perversos han sido. Cuídese de quienes le llaman héroe; como a usted, sin preguntar les da por hacer justicia. 

Cada golpe del inexperto en lítica termina en arena, suaves lechos donde viven entre ópalos los caracoles, las catarinas, medusas coloridas; provienen de mi infancia, habitan en los túneles del abismo que yo sí conozco, que he recorrido con constancia desde niña y que hace mucho dejó de dolerme. Allí aprendí a buscar entre líneas la verdad que hoy me mantiene con la cabeza erguida, con las manos llenas para dar certezas que no son piadosas, que digo con nombre y fecha, porque nada hay que ocultar cuando se sabe, sí, de la sangre, de la propia, de la de los nuestros, pero también de la alquimia: sé transformar su arte lapidario en pequeñas piedras preciosas, alhajas con las que adorno mis tobillos para seguir viva, sé hacer del odio sin firma algo muy parecido, ya lo dijo usted, a la poesía.   

Menstruo ©

Hace tiempo me pidieron que escribiera sobre la menstruación, sobre la mía, pero yo poco tengo que decir en exclusiva: como la mayoría de las mujeres, llevo conmigo dolores enigmáticos, misteriosos, llenos de algo que se siente como vacío. Las mujeres los traemos en los ojos, en la manos, en los vientres, en las piernas, en los senos, sobre nuestras espaldas. No, no cargamos el mundo, vamos junto a él. Eso, señores, suele ser un tanto doloroso. 

La vida femenina es marcadamente cíclica: para nosotras no hay cambios que pasen desapercibidos, todos y cada uno llegan con su cuota de dolor. Pero no crea usted que sufrimos la vida o que vamos por ella agobiadas por lo que nos duele. No, es sólo que vamos junto a ella. 

Para nosotras, la luna llena no es lo mismo que la nueva; alguna de ellas coincidirá con las mareas de nuestros cuerpos: sabemos bien cuándo crecemos y cuándo menguamos; sabemos también que ni crecer es por sí mismo bueno, ni menguar es por sí mismo malo. Es, sólo es, nosotras sólo somos, incluso si no estamos.

Las mujeres vivimos el dolor de una manera distinta. Hay poca tragedia en ello: de tan frecuente deja de ser noticia. Para nosotras, cada mes, durante la mayor parte de nuestras vidas, el dolor se asienta como podría acurrucarse un cachorro adormilado junto a su madre. No es un dolor que alerta, no indica enfermedad ni peligro, es sólo la señal de que vamos de la mano con la vida, de que vivimos, de que estamos, de que somos.

Es un dolor entrañable, de entraña, sí, pero también del alma que en las mujeres suele ser colectiva: desde antes, de más antes que el antes, las brujas han llenado nuestros días sangrantes con infusiones y semillas. Nada hay más sublime que la menarca de una chica acompañada de su madre; en un dos por tres, aparecen las bolsas de agua caliente con manzanilla para asistir a la hija adolorida que le recuerda lo mucho que está viva. No hace falta, el dolor pasará como baja la marea, igual.

Menstruar es como tener en casa un fantasma que aparece cada mes para tomar el desayuno con nosotras: nada hará que pase desapercibido, no intentaremos correrlo, puede incluso alegrarnos la visita; le dedicaremos el tiempo: viene a recordarnos algo que no es posible escribir, un secreto vital que todas las mujeres conocemos pero de la que ninguna sabe la manera de compartirlo.

Las mujeres menstruantes somos un misterio, llenas de algo que se siente como vacío. La sombra de aquel dolor seguirá en las manos, en los ojos, en los senos, en los vientres, sobre las espaldas, en las piernas que nos sirven para andar junto al mundo; se mantendrá ahí cuando no haya más meses de menstruo, porque el mundo es el cachorro que se acurruca junto a nosotras hasta el final de nuestras vidas; eso, señores, suele ser un tanto doloroso.

Desierto ©

Del lado izquierdo llevo el desierto; un par de costillas abajo del corazón está la zona árida de mis sentimientos. No se equivoque, árido no es sinónimo de vacío, ni de muerte, ni de silencio; allí hay vida, incluso en dosis más concentradas, lo noto cuando me inunda su sequía.

Sucede cada mes, aunque nunca sé exactamente el momento: puede pasar lo mismo la primera semana, que la segunda, la cuarta, cuando hay también la quinta. Desde que me despierto sé que será uno de esos días quemantes, lo anuncia el sol que aparece por el horizonte junto a la vesícula, duele...

Es cuestión de horas, el cenit espera aquella esfera de fuego que habrá de secar mi garganta hasta casi cerrarla; es entonces que se instala la ansiedad, indefinida aunque surja primero en las palmas de mis manos donde dicen que está escrito el destino.

El sino se enreda entre las ramas de la gobernadora que ha sido secuestrada. Afiladas púas rasgan la piel del estómago. Tengo naúseas, un imperante deseo de vomitar todo: lo que he comido, lo que dejé de comer, la vida entera que se revuelve entre el hígado y los intestinos. Siento las vísceras deshidratadas.

¿Y yo?, apenas atino a guarecerme bajo la respiración pausada. Me arrastro sobre la arena dejando perdido aquel vestido de escamas, sangrando sin saber dónde exactamente está la herida, convencida de que bajará la noche y podré revisarme palmo a palmo hasta encontrármela, hasta encontrarme. Duele...

Nunca es de vida o muerte, la partida que se juega tiene un solo lado, una sola carta, sin dados, sin cantos, se trata de vivir, así, simple y llanamente, vivir incluso en el desierto que regresa cada tanto a la selva húmeda de mi habitual existencia.

¿Dónde está el mar?, ¿dónde están mis orillas? La peor parte del naufragio no son las olas, no es la inmensidad acuática sin horizontes, es la isla. ¿Quién ha dicho que los navegantes buscamos apearnos en terrenos salinos, estériles? Lo nuestro es la barca, el fondo del mar donde hay bosques.

Sí, a mi desierto llega la noche y con ella la calma. El viento reacomoda las dunas. Salimos entonces de la guarida, yo y todas mis alimañas. Las llevo sobre los hombros adormecidas, busco los huecos de donde salieron.  Ellas saben que han mordido mi cuerpo, que estuvieron por horas atormentandóme con sus malos presagios, pero saben también que no puedo matarlas, que acariciaré sus lomos, que las ayudaré para que regresen a casa.

Regreso a mis parajes menos hostiles. Sé que estoy bien, sé que estaré bien siempre, cada vez que el desierto vuelva a su cauce. De lejos parece inofensivo, un pedacito de mí reseco, sin importancia, al que hay que regar todos los días. A veces la lluvia escasea y duele...

El hubiera sí existe ©

El hubiera sí existe, está ahí donde el recuerdo de los agravios marcan las encrucijadas por el camino, montones de piedras que dejamos de tirar porque nos dimos por vencidos; está ahí donde la memoria pasa de vez en cuando, entre sueños, no por eso menos dolorosos, de lo que pudo haber sido. Al final, en el banco del olvido no hay sino la certeza de que tomamos el camino que quedaba despejado, el único; seguir en la senda nos hubiera (sí, hubiera), conducido a un sitio más macabro.

Es posible contar los hubiera del trayecto, al menos unos cuantos: hubiera tomado tu mano para decirte "no quiero que mueras" y de cualquier forma te habrías muerto, cargando además con aquellas palabras dichas tan a destiempo; hubiera tenido tres hijas, rubias de ojos verdes, que me mirarían a los ojos preguntándose lo mismo que yo ("¿quién demonios eres?"); hubiera vivido el despojo de las almas colonizadas que no saben ser sino esclavas, hubiera permanecido callada, sin letras, hubiera estado sin mí.

El hubiera sí existe, está ahí donde los callejones sin salida me hicieron volver hasta hallar una nueva entrada; me habría gustado decir que me fui huyendo, pero no, me fui porque allí no encontré nada. El hubiera sí existe, está ahí donde las puertas se cerraron sin que alcanzara a tocarlas; me alegra no saber lo que ahí hubiera. El hubiera sí existe, está ahí donde sé que yo no hubiera porque soy lo que escribo, lo que hay. 

En blanco y negro ©


El piso, blanco. Blancas las paredes. Blanco el plafón. Luz blanca. Los muebles negros.

Sobre el piso blanco, ella de negro. Zapatos altos. Medias. Vestido corto. Cabello negro. Blanco el prendedor.

La casa es de él. Cliente por primera vez de la puta.

Ella pide un minuto. El baño, negro y blanco. Hay un espejo roto, falta un pedazo.

La recámara. Desnuda es blanca. Ella está sobre la colcha negra. Él llora en la esquina blanca.

El espejo roto, el pedazo faltante. La garganta abierta: sangre gris.

Minificciones políticamente incorrectas y otros saurios ©


Se escuchó un fuerte estruendo, la onda expansiva terminó en segundos con los vidrios de las construcciones muchos kilómetros a la redonda. Quienes se atrevieron a mirar hacia el cielo vieron bolas de fuego que lo surcaban, oraron como si en la estela de aquellos ardientes aerolitos viniera más de uno de los jinetes del Apocalipsis. En los cráteres que formó el impacto de los fragmentos de lo que, en las noticias vieron, fue un meteorito, comenzaron a nacer crías de dinosaurio.



***

Yoani Sánchez, la bloggera disidente, salió de Cuba; vino a denunciar que el régimen de su país mata de hambre a la gente: "a veces no hay más que algunas viandas que el gobierno te da por la libreta", dijo mientras la niña que extendía a su lado la mano se preguntaba qué tenía de malo su cuaderno que a ella no le daba de comer.

***

"Corte en el suministro de agua en Iztapalapa", leyó atento el encabezado en el periódico y corrió a cerrar la llave de la regadera que dejó abierta desde la mañana.

***

"Si la vida te da limones...", comenzó a escuchar cómo su madre hablaba; sintonizó la estación de radio y oyó "sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas"... "será que son de las agrias", contestó.

***

Cuando despertó, supo que toda la vida había estado dormida; se lo dijo Tito acariciando su lomo saurio.   

La última misiva ©

¡Qué bonito era recibir cartas!, de esas que venían dentro de un sobre, con timbres postales, manuscritas. 

Si en mi infancia tuve algún amigo imaginario, entrando a la adolescencia tuve uno a distancia. Tendría al rededor de trece años cuando descubrí en las últimas secciones del Segunda Mano el mensaje de un chico español que deseaba tener amigos por correspondencia. 

Ese día me demoré más de lo acostumbrado en la papelería de la esquina; elegí sobres de colores, y un bolígrafo de tinta sepia y punto fino que se volvió mi preferido. 

Me gustaba escribir a mano, pero no sabía hacerlo en las hojas adornadas que adoraba, necesité siempre que fueran cuadriculadas para que mis letras no se inclinaran más de lo debido; desde entonces se me daban las pendientes, cruzaba el papel sin darme cuenta formando un abismo. 

Por eso, a mi amigo allende el Atlántico, le enviaba mis cartas en hojas que arrancaba de mi cuaderno, pero siempre agregué como regalo alguna sin palabras de aquellas que tenían en los bordes enredaderas. Supongo ahora que al destinatario le habrá parecido extraño encontrar dentro de los sobres una hoja sin texto, pero nunca me preguntó nada.

Era curioso eso del "amigo epistolar", así le nombraba mi madre que observaba divertida el empeño con que yo podía pasar horas escribiéndole a un perfecto desconocido que, página tras página, me contaba de su vida a cambio de que yo le contara de la mía; aunque no teníamos la más mínima intención de algún día visitarnos en nuestros lejanos países, yo solía terminar las cartas diciéndole "aquí tiene su casa". 

Las cosas entonces eran distintas: no había "redes sociales" y lo virtual tenía un significado diferente; a nadie se le ocurría que el intercambio de tinta fuera preámbulo de algo más. El asunto era escribir y saber, algunas semanas después, que aquellas palabras habían sido leídas por alguien que contestaba a ellas. No importaba lo que las cartas decían, sino escribir y tener un lector cautivo que siempre alabaría cualquier cosa escrita.

Durante años fui conservando los timbres postales de aquel distante amigo, las cartas también; un día dejamos de escribirnos, no sé quién de los dos envió la última misiva, pero recuerdo que no hubo reclamos ni el menor llamado a reanudar aquello. 

Supongo que ambos encontramos la escritura en otros sitios. Yo decidí hacerlo para mí en un Diario al que llamé Nardo, un pequeño librito encuadernado en azul al que amé indeciblemente; tenía una cerradura dorada y del mismo color eran las letras que en la portada anunciaban Mi querido diario. 

Por supuesto, a mi hermano mayor le tocó en suerte violar mi privacidad de aún niña, encontró la llave junto con el libro y se armó el drama consiguiente cuando, a la hora de la comida, él contó entre risas mi amor secreto por un chico mayor al que todas amábamos sin decirlo. Nunca lo dijimos, ninguna, nos limitábamos a pasar con nuestro uniforme de la Secundaria por donde él vivía todas las tardes; él ni nos miraba, pero cada día iba a parar su nombre rodeado de corazones a nuestros respectivos diarios (lo supe porque varias hicimos tal confesión en el "chismógrafo" de la escuela).

Hace unos días encontré su nombre en aquel diario. Sus cartas no, quizá terminaron en la basura durante alguna de las múltiples mudanzas, es difícil cargar con todo, usted comprenderá, espero que lo haga; los timbres los guarda todavía mi hermano: poco tiempo después de que dejamos de escribirnos, se volvió coleccionista de tales objetos y yo se los dí para que los colocara en el álbum que para él fue una especie de diario, creo, sigue en su librero como si fuera algo muy preciado.

Lo raro es que en mi diario su nombre estaba escrito por usted, quiero decir que la letra era la suya, también la tinta verde con la que escribía y que recuerdo claramente. No me lo explico, usted y yo no nos hemos visto ni en fotografía y de aquellas cartas que nos enviábamos han pasado más de veinte años.

Me sorprendió ver su nombre por usted manuscrito, pero más asombro me ha causado notar que cada día usted toma una nueva hoja del mismo y deja en ella nuevas cartas, escritas por encima de lo por mí hace tanto escrito.

La lectura se me dificulta: usted sigue teniendo una linda letra, redonda y bien alineada, pero se confunde con frecuencia entre los riscos de la mía, a veces se pierde por completo, sobre todo donde hay alguno de aquellos corazones (coloreado por dentro con crayones) para el chico que vivía cerca de mi escuela y que, de paso le cuento, se volvió funcionario de gobierno y es un gordo insufrible al que no sé cómo pudimos dedicarle tantos suspiros las estudiantes, arremagándonos las faldas para ver si así un día volteaba a vernos.

El asunto es que yo sé que usted trata de decirme algo y no acabo de entenderlo. Por eso dejo dentro del librito azul este mensaje, junto con una hoja blanca de bordes ilustrados en la que usted podrá, si así lo quiere, escribirme una última misiva (la llave, ya lo sabe, está dentro de la cerradura). También sé que usted es de calidad fantasma, no sé si ello le permite visitar tierras lejanas, pero aquí, como siempre, tiene su casa.

Aurora  


¡Qué manera de besarse en otoño! ©


No fue difícil seguirlos: se distraían el uno al otro lo suficiente como para que mi presencia (y cualquier presencia en realidad) les pasara por completo inadvertida. Salieron de la estación de Metro Auditorio, iban tomados de la mano. Pude haberlo planeado, pero la verdad es que mi decisión fue instantánea, tan rápida que hasta a mí me tomó por sorpresa. Tampoco es que tuviera alguna cosa mejor que hacer: esperaba y tendría que seguir haciéndolo por casi cincuenta minutos más, los mismos que llegué adelantada a la cita por la que me encontraba allí (tengo un serio problema con la relación tiempo-distancia y si me he vuelto “puntual” es porque exagero la previsión, de modo que no es extraña para mí la espera).
Cuando pasaron frente a mí, ahora abrazándose por la cintura, me atreví a hacer un cálculo rápidamente: podría ir tras aquella pareja treinta minutos y volver a tiempo para mi cita. Lo anterior evidencia el problema que he mencionado, pues lo lógico es pensar que si he de caminar treinta minutos de ida, sería necesaria la misma cantidad de tiempo para regresar al punto de partida; por fortuna, la intuición no computa de la misma manera y esta vez no fallé: no hubo treinta minutos de caminata, sino diez, más veinte de espera, ahora colectiva, todos en fila para ingresar al Teatro de la Danza.
Con la finalidad de observarlos mejor, y en vista de que yo no ingresaría a ver el espectáculo de flamenco que se anunciaba, me senté sobre los escalones del edificio que quedaba aproximadamente a un metro del costado izquierdo de aquella expectante hilera. Reparé entonces en su vestimenta, los dos de negro y ese azul tan chocante de las falsas turquesas: azul el traje sastre de ella y los aretes, negros la camisa, los zapatos y las medias; negro el traje de él y los zapatos, azul la camisa y el pañuelo que sobresalía apenas por encima del bolsillo frontal del saco.
Siempre he creído que los zapatos, cuando se miran con atención, dicen por dónde se ha caminado; no sé por qué en los de él vi oficinas sin alfombras y escritorios apilados, mientras que en los de ella, será por las coquetas cintas alrededor de los tobillos que los sostenían y por los músculos marcados de las pantorrillas, vi escenarios con duela y rastros de bailarinas. Tan distintos me parecían, que imaginé entre ellos un reencuentro de tipo reunión de compañeros de Secundaria, cuarenta años después: llegaron ambos a la cita con la vida desvencijada, lo suficiente como para valorar de una manera distinta la relación de no tuvieron a los 13 años (a ella él la parecía tan soso, a él la más loca de todas las cabras).
Como el resto de los compañeritos nunca llegaron, acompañaron el café del Saborns con los relatos de su vida: siguió estudiando ballet hasta que ingresó a la Normal, quería ser maestra, “siempre me gustaron los niños, pero me dejaron de gustar”. No quiso tener hijos, decisión que terminó en divorcio 14 años después de que se casó “de blanco, como debía ser”; formó parte del grupo de danza folclórica de la Normal y terminó como maestra de baile, “¡vieras qué bonito es el huapango!”. Él siguió los pasos de su padre, “Contaduría, en la UNAM, luego, cuando él falleció, me hice cargo del minisúper, sí, ese mismo, el que atendía mi papá”; se casó en Michoacán, en Maravatío, “la foto nos la tomaron en el kiosko de la plaza que está bien bonito”, tuvo tres hijos con su difunta esposa, “murió hace dos años… los hombres no sabemos estar solos y mis hijos están en sus cosas”. Él no sabía, ella no quería, hélos aquí.
Volviendo de mis especulaciones, pensé en sacar del bolso un libro para fingir que leía, pero la verdad es que no era necesario hacerlo: ellos seguían absortos en el universo de dos que habitaban y el resto de la gente, como yo ahora, los observaba. De reojo, con expresión asombrada, haciendo muecas de desagrado, sonriendo divertidos o francamente escandalizados, todos los mirábamos, mientras ellos se besaban con urgencia, profundamente, como si los dos cuerpos se hubieran vuelto bocas, sin ojos, sin manos, sin pies, dos lenguas trenzadas por varios minutos que nos dejaron a todos inmóviles frente a la peculiar danza para la que no compramos boleto; ritual de cobras en celo… fuera de temporada.
“¡Qué manera de besarse en otoño!”, pensé, no sólo porque el día anterior oficialmente se había terminado la primavera, sino porque a aquella pareja la rondaba el invierno. Cuando dejaron de ser sólo labios,  reparé en los cuerpos ajados: en las manos (morenas las del él, las de ella tan blancas) de piel delgada, frágil, con la textura de las hojas de lechuga que pasaron la helada; en los rostros marcados como mapas hechos a lápiz; en las arrugas alrededor de los ojos (azules los de ella, los de él tan verdes) y en el violeta de la media luna que bajo ellos menguaba; en el cabello encanecido de ambos (el de él alisado a fuerza de gel, el de ella coronado por un frondoso aplique de largos rizos también plateados). Un par de viejos enamorados en tiempos de hojas secas, de aceras doradas, como jacarandás sin flores, vaina pura, bellísimas ramas que en lugar de secarse, huérfanas de brote, se hicieron savia.

Diminuta e instantánea ©


Nació alrededor de una hora después de una tormenta, torrencial y oblicua, que entró de lleno por la ventana y mojó la alfombra de la habitación. En medio de la mancha húmeda apareció un diminuto brote vegetal; el pequeñísimo filamento enroscado le recordó la lengua de un camaleón y se sintió contenta al pensar que quizá por debajo de la alfombra nacía el bosque donde vio aquel bicho verde brillante cuando era niña.
No terminó de imaginar cuando el brote se desenvolvió con rapidez y en cuestión de minutos pudo distinguir en él una planta con tallos, hojas y un capullo, uno solo que se hizo flor de pétalos violáceos y pistilos del color del sol. Como era de suponerse, en dos parpadeos la planta se secó; había muerto y de la humedad en la alfombra no quedaba el menor rastro.
Varios días intentó repetir la experiencia: regaba el pedazo de alfombra como si de una maceta se tratara. Consiguió una fina capa de humus que al principio le pareció prometedora, pero que después encontró no sólo inútil sino incluso peligrosa. Desistió. Desde entonces deja la ventana abierta: espera que alguna tormenta, torrencial y oblicua, vuelva a dejar en su alfombra la semilla de una flor diminuta e instantánea.

El rincón ©


Si no fuera porque está lloviendo, escribiría ahora mismo en aquel lugar, el sitio que prefiero de mi casa. Sucede que sobre él hay una gotera, pequeña cascada casera que lejos de agobiarme me hace sentir feliz. Podría, pienso en este momento, sentarme bajo el agua con mi sombrilla transparente-con-estrellas-blancas, de cuarenta pesos, adquirida en un semáforo tan esquina como mi rincón, pero es complicado escribir al tiempo que la sostengo. En fin, que no, que me quedo en el dormitorio y desde acá me obligo a recordar ese espacio que esta noche me es prohibido por causas de afluente mayor. No es la primera vez que hago tinta a propósito de ese lugar, escribí algo al respecto cuando el rincón se vio colonizado por un árbol:

El verano pasado creció un árbol en la cornisa del edificio. A pesar de que hundió las raíces lo más que pudo, horadando el techo en busca de algo que no fuera cemento y yeso, sólo alcanzó a hacerse rama; una sola, bífida. Como horquilla leñosa que recoge el cabello del día, se mantiene ahí, cadáver, no conserva las hojas. Hace un par de semanas comenzó a llover; en la esquina de la sala se formó una gotera: clac, clac, se escuchaba con precisión de relojero, clac, clac, insistía en caer el agua sobre la maceta. Supervisamos el techo: no había nada que explicara la lluvia por dentro. Pocos días después cayó un pedazo de yeso, dejó desnudo el cemento; asomaron por el hueco las raíces, las más pequeñas, hilachos vegetales sin vida conduciendo el agua con precisión, como si lloraran la ausencia que antes les causara la muerte. Aunque difunta, resultó ser cauce la rama. Clac, clac, se sigue escuchando en la sala; dejamos de regar la planta de la maceta: mejor que por ahora viva bajo el pedazo de cielo, regaló de aquel árbol que formó aguacero. 

Cuando lleguen las secas, me prometía entonces, repararé el techo sin arrancar las raíces que nos hacen arcilla, “polvo fuimos, no será en polvo que nos convertiremos”, me dije. La verdad es que arribó un nuevo verano, con el sol vinieron algunos cambios: moví la maceta a la esquina de enfrente, ahí donde la sombra la resguardara y en su lugar coloqué un puff rojo-de-textura-suave, tan gota como la lluvia nacida en cautiverio que acecha en mi rincón; ahí es donde me siento a leer, obviamente cuando no está lloviendo.
El sitio que prefiero de mi casa es un fragmento; quiero decir que no es una pieza completa, sino un pedazo de la estancia. Como buen rincón, hace esquina; el vértice lo forman el muro principal de la sala y el lado izquierdo del ventanal. No es raro que prefiera la ubicación hacia el Sur, ni que una de las paredes sea transparente: algo afuera me llama, no lo suficiente como para desear estar del otro lado, pero sí con el afán de quien atisba el mundo con frecuencia. Cuando me siento ahí, recargo la espalda en el último tramo de la pared que es blanca y mi costado derecho se limita con el final del sillón más grande de la sala, de- tres-plazas-rojo desde que cambiamos el tapiz original tan desecho como los retazos de vida que quedaban poco antes de la penúltima mudanza. Frente a mí, lo suficientemente cerca como para tocarlo con los pies si me estiro, queda el perfil de un mueble difícil de clasificar: una suerte de cómoda larga con puertas corredizas,  recubierta por completo con mosaicos de madera, herencia obligada de mi madre que no supo qué hacer con ella.
La “cómoda”, incluso vista de lado, me recuerda el andar de mi familia materna: al fin son gitanos, en cada mudanza llevan consigo la caravana completa. Eso es exactamente lo que pasó cuando era niña: llegamos a Ciudad de México trayendo hasta el último de los objetos que amueblaban una casa enorme en Zacatecas y los metimos en un espacio mucho más pequeño, para luego repartirlos entre los tres departamentos que ocupamos con los años mi madre, mi hermano y yo. Así, aquellos muebles de “marquesita” (“un estilo de carpintería precioso que ya no se hace”, diría mi madre) dejaron de hacer conjunto y andan dispersos: en la casa materna el comedor, con todo y trinchador, los sillones y la mesa de centro; en la de mi hermano el escritorio y una mesa para jugar ajedrez (sí, adivinaron, con los cuadros del tablero hechos en madera de dos tonos distintos); en mi casa, la bendita cómoda aquella que no hace honor a su nombre y la cantina (“cuidado y se deshagan de ellos”, sentencia mi madre, lo que explica por qué los seguimos teniendo, aunque dejamos a las polillas la tarea, si es que un día se animan, porque mi madre tiene razón: “son de una madera que todo lo resiste”).
Adentro de la “cómoda-preciosa-y-resistente-que-ya-no-se-hace” y que hay que mantener como herencia mientras las polillas sigan renuentes porque no es tan nada como algo ese pinche mueble, hay pocas cosas, muy pocas: velas e inciensos: Arriba, en el centro, el altar, o algo que yo llamo de esa manera: un contenedor cuadrado de madera negra lleno con piedras y caracoles (de mar, de río y de desierto) que he recogido en mis andares (tengo algo de los gitanos y sus caravanas); un espejo redondo de obsidiana sobresale del pedregal y sobre él se sostiene una tupa antigua que traje del Perú. En el centro de todo aquello coloqué una pelota de madera (perfectamente redonda a pesar de haber sido hecha con navaja por un jovencito rarámuri que me la regaló luego de que su equipo ganara la carrera en la que fue usada) y un pequeño plato de madera (intercambiado por tres collares de chaquira en el córima que entablamos Kandra y yo en la Sierra Tarahumara).
Ahí, en ese altar, cuando hay luna llena, dejo “serenando” el cuarzo del tamaño exacto de la mitad de mi palma que me acompaña, de-nueve-cortes-rutilado-con-vetas-de-oro, diminuta galaxia tan caracola pétrea como los espirales sonoros del Urubamba. Ahí, en ese altar, a veces pongo una veladora blanca y un vaso con agua para mis muertos; enseñanza de mi abuelo paterno que no era gitano, pero igual iba en caravana: lo acompañaban sus difuntos, sin pesar, como yo ahora lo llevo. El rincón, como verán, conduce a muchos sitios porque es entrada: desde él lo mismo se observa la sala o una acera por fortuna arbolada, que el terreno de los sueños y el camino de los muertos, ambos bienvenidos siempre en esta casa.