La esfera azul ©

 


Cuando niña, para Laura la Navidad era redonda… redonda y azul… convexa: el lado luminoso de una esfera que, no sin protestas por parte de su madre, ella lograba ubicar al centro del árbol plástico, verde, viejo, incluso empolvado, que se montaba en la esquina derecha de la sala junto al ventanal cada año a principios de diciembre, a veces hasta la segunda semana, lo que a Laura desesperaba.

Mientras sus padres y su hermano, cuatro años mayor, se afanaban en los preparativos para la cena navideña, Laura pasaba solitarios ratos mirándose en el pequeño espejo azulado de su esfera; cuando lograba quedarse en casa sin nadie, pretextando cualquier cosa para no ir con el resto de su familia a hacer las interminables compras, bailaba y cantaba frente a la esfera, cambiaba de ángulo, estudiaba con detenimiento la manera en que su reflejo se modificaba: ahora más delgada, ahora más pequeña, grande, ¡muy grande!, sólo la cara, la boca, ¡un ojo!, cíclope de largas pestañas.

A Laura no le interesaba el árbol ni el resto de los adornos que pendían de sus ramas; el ángel dorado le parecía espantoso, la estrella de la punta era odiosamente inalcanzable, las otras esferas, plateadas, daban el mismo efecto que una cuchara; mucho menos atención ponía al diminuto nacimiento que, al pie del tubo que hacía de tronco de aquel árbol, perdía alguna pieza cada año: “Laura, ¿qué pasó con el borreguito?, ¿y el pastor?, ¿ya nada más queda un solo rey mago”, se lamentaba su madre viendo con recelo a Tufo, el perrito de la casa.

El día 24, Laura tampoco mostraba gran entusiasmo por los regalos que recibía de un tal “Niño Dios”, ¡jamás le atinaba!, algo raro tenía ese niño, pensaba Laura, sus gustos eran de adulto: ropa, zapatos, ¿una nueva mochila para la escuela?, ¿quién podría emocionarse con esos regalos? Y la cena, ¡la cena!, nada había peor que comerse los romeritos, las tortitas de camarón eran un espanto y el pavo no sabía a nada, odiaba con todas sus fuerzas el pan lleno de frutas secas; como consuelo le dejaban comer doble ración de coditos, “aunque debes aprender a comer de todo, Laurita”, sentenciaban.

En las horas sin fin que le obligaban a quedarse en la mesa, miraba de reojo su esfera azul, lejana, hasta el otro extremo; parecía una pelotita suspendida que echaba chispas, reflejando la luz de los foquitos como si no quisiera dejarse herir por los rayos, respondiendo al ataque sin que Laura pudiera ayudarla. Oía desatenta a sus tías que comentaban las últimas pérdidas del barrio: “¿sabes quién se murió?, Silvia, ¡tan bonita muchacha!, parece que la atropelló un borracho, es que los jóvenes ya no miden consecuencias”; “a quien dejaron embarazada fue a la hija de Carmencita, ¡ya ves que nunca la cuidaron!, siempre andaba en la calle, realenga la pobrecita”.

La última noche del año le parecía mejor: le gustaba salir corriendo con una maleta, regar la planta, tirar arroz y frijoles por la alfombra, barrer la puerta y, sobre todo, adoraba llenarse la boca de uvas metiéndolas todas a la vez para no perder los deseos; uno de ellos, el más importante, era que le dejaran guardar la esfera azul en su cuarto hasta el siguiente diciembre… nunca se le concedió: “Acabarás rompiéndola, Laura, además, no es un juguete, puedes cortarte”, le decía su padre con fastidio, “no entiendo qué te obsesiona con esa maldita esfera, cada año es lo mismo”, apuntaba su madre. Y sí, cada año era lo mismo: Laura lloraba cuando su madre guardaba los adornos navideños, imploraba que la esfera azul fuera la última en entrar a la caja y sentía que toda la magia del mundo se terminaba.

Cuando Laura tenía nueve años, Tufo, que se había vuelto gruñón y medio ciego, pasó sin fijarse por debajo del árbol que acababan de colocar en la esquina de la sala; arrasó con la villa sobre el heno del nacimiento, metió una pata en el laguito de papel de aluminio, se enredó en los cables de las series y tiró el árbol completo. Entre los gritos de su madre que buscaba los enchufes para desconectar la corriente eléctrica, Laura miró con horror los pedazos de las esferas: trocitos plateados desperdigados por la alfombra, con las tapitas fuera y dos filamentos que parecían pequeñas tripas, ¡una masacre!; buscó esperanzada su esfera azul, debía haberse salvado.

Escoba y recogedor en mano, la madre de Laura empezó a quitar los escombros dejados por aquel derrumbe; asomó entonces un pedacito azul, uno solo, convexo… Laura dejó de llorar, tomó entre sus dedos aquel fragmento, al voltearlo se tornó cóncavo y plateado, igual a los otros, sin gracia como el suéter amarillo que le regaló el “Niño Dios” el año pasado. ¿Será que crecer significa encontrarse con el otro lado de las cosas que nos parecían mágicas?, ¿descubrir en ellas nuestro rostro desfigurado de un modo distinto?, ¿desnudar los objetos hasta que no son más que lo que son?; dejar de llorar, incluso cuando Tufo convulsionó sobre la alfombra aquella noche, mientras Laura se miraba los dedos sangrantes.


Una primera versión de este cuento fue publicado en el segundo número de la revista electrónica PARTE MAG ( http://issuu.com/partemag/docs/pm02) Derechos reservados.

Morada ©


En esta aldea del interior llamada Fui,
el día que me supe despoblada,
tracé en el horizonte dos entradas:
aquella que conduce a la palabra
y una más, pequeñita, sólo pausa.



¿Quedarse en el desierto con las ruinas?,
¿sin techos, sin bosques, sin cascadas?,
¿creyendo que memoria hace morada?

Por eso decanté el púrpura aciago,
obtuve sangre roja, azul mañana;
crucé el umbral, llegué al abismo,
llena de mí en aquel vacío,
me dije Soy: parí galaxia.

La tirada de Ícaro ©

Me gusta el brillo plata de la hierba mojada; diminutos espejos de pirita en polvo, agoreros reflejan el instante en que la próxima gota caerá. Huele a tierra que se hace lodo. Despiertan las raíces.

Cuando llueve, me siento existencialmente acompañada: somos muchos los despojados del Paraíso; los nuestros se hacen cera, los de ellos agua. Tendidos o húmedos, todos, absolutamente todos, somos fragmento de ala.

Para descender, hace falta pasar un tiempo en las alturas; caer es condición ineludible de quienes se elevan: los milagros inician en el firmamento, como mórula aérea, pero no existen sin haber tocado el suelo.

Nasciturus, germen de vida que será únicamente después de probar el amargo sabor del abismo interno, los hijos de Ícaro se encuentran entre el polvo; no es cierto que volverán pasado un tiempo: estamos aquí. En este caso, al principio no fue el verbo, sino un par de alas quemadas. Es cierto que sólo con la lluvia aparecen los restos, las plumas desperdigadas; buscamos entonces el pabilo de algodón que se enreda, será necesario para aluzar el alma. A falta de velas, tiramos las cartas.

Sin título ©

Incluso sin querer, me llevo entre las letras la mañana.

Hay días en que no sé qué escribir, pero no puedo dejar de hacerlo; como espectro de tinta que se baña, voy deambulando por la casa dejando huellas en la alfombra que parecieran no decir nada, pero dicen, siguen diciendo... y yo que no digo nada.

Intento entonces pensar en cosas que no son palabras: la urna de mis cenizas, el árbol de raíz-caricia, el cielo al que no llego porque me cuesta poco robarle la mayúscula, la hoja en blanco que se hace negra (incendio-cueva).

Las imágenes se cimbran, tiemblan sólo un instante antes de incrustrarse en los moldes de las letras. Estoy condenada; debí aprender a pintar, quizá en un lienzo sea posible no mostrar lo que se calla.     

Silencio incómodo©

Era un silencio cómodo, hasta que se empeñó en mostrarme que valía más que mil palabras.

Primero atacó a ras de línea borró los signos de puntuación me dejó huérfana de puntos seguidos apartes dobles comas puntos y comas paréntesis corchetes guiones medios bajos interrogantes y exclamación

Luego subio a traves de la tinta y la emprendio contra las tildes dieresis no encontro

no conforme redujo las mayusculas a su minuscula expresion

al final mortal estocada se llevo las vocales

Shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh    

Érase que fue ©

Érase esta vez un zapatero, aunque éranse dos las diminutas alas que colocó en el talón de sus botines negros. Érase tan fina su creación, que aquel señor  ganó la fama de buen tabartalero: vistas de lejos, las alas fueron como el tejido blando de las libélulas que van en vuelo; vistas de cerca son otro cuento (uno marítimo donde no son más que velero). 

Érase de nuevo que nuestro viejo, harto de andar a ras del suelo, buscó entre la piel algun modelo que no anduviera firme en la tierra, que lo llevara sólo un poquito más lejos: dos centímetros, al menos, por encima del sitio desde donde miraba el universo. Érase al inicio ésto sólo un sueño, el plano exacto donde comienza cualquier proyecto.

Érase una mañana de otoño viejo, que con sus alas -recién planchadas- piso el estribo de musgo seco. Érase, aunque iba pateando vegetales restos, que crujían las ramas y crujían sus huesos. Érase de pie que aquellas alas no levantaban ni dos milímetros su peso: iban colgando, lacias y sueltas como el cabello blanco del caballero.

Érase por fin que, ni en principio, las alas del diestro anciano volarían. Pero érase también que el sólo sueño lo hicieron escultor de mis anhelos. Érase al final que no voló. Érase que ahora se ocupa de un sombrero. Érase que fue, en estas letras, motivo para ser en la derrota de nuevo la promesa de aquel vuelo.  

La milagrosa ©

Yo no soy milagrera, únicamente el milagro que late, que espera; no soy la que hace, sino la que encuentra sin búsqueda previa: milagrosa sin causa, porque serlo es consecuencia. 

El único milagro del amor es la misma condición que lo hace posible: ser humano que se transforma porque así lo desea; se sabe inacabado y construye jugando la mejor de sus versiones, la única cierta.

Mis cartas están marcadas, es sencillo adivinarme: juego con los corazones por delante, regalo tréboles y diamantes; las picas las dejo en el mazo, sobre la mesa (con las armas quiero seguir poco diestra). Es cierto: nunca gano, pero tampoco cuento las pérdidas, hago del olvido apuesta.

Si un día el corazón se esparce en pedazos, cada fragmento ha de vivir aunque sea sangrando y si de aquella masacre no logro recomponer los pasos, sabré seguir amando, con el hígado, con un pulmón, con el intestino o con el bazo. Amar, amor, es el milagro. 

Días contados ©

Hacía de los años cuentas:
pétreos días ónix,
hilando iniciales perlas,
era luna de la llena.

Fue a los bordes, entonces.
Bajo la curva, uña negra,
alineada noche encuentra:
ni ópalo cuarzo,
tan vivo de aquel espanto,
sólo sílice, arena.

De pronto se supo lecho,
más que láctea, menos vía:
remolino, polvo y huesos.

Bajó a los ríos del mundo,
con vacíos cántaros senos,
de la falda hizo ribera;
agitado el corazón.
Cascada en libre caída,
la espalda, líquido meandro.

A la mitad de la mengua,
la estera blanca barrió:
mineral, cuerpo marmóleo,
ovillo espera.

De agua volvió tintura.
tenía las manos de estrella,
sin brillo, sin luz alguna,
luciérnaga apagada:
insecto sólo,
aunque con alas.

Vistió de oscuro las grietas,
días contados de alma  vieja,
cosechando suaves surcos:
era luna de la nueva.

Ni rota ©


Ni rota, rota la luna.
Pero se empeña en llamarme Noche,
aunque yo quiera ser sólo día.

A veces lo intento:
indago sus bordes,
busco el otro lado,
el revés de mí misma.

No tengo éxito:
supongo grieta
y no es más que orilla.

El límite, de ida o de vuelta,
lleva la cara oculta: mengua,
se va con la vista,
¡mentira que es nueva!

Ni rota, rota mi luna.
Pero me empeño en hacerla día,
aunque de noche me nombre Estrella.

Un dos tres... por mí ©

A mí, dos mas dos, nunca me sumaron cuatro: prefiero los cuentos a las cuentas y de éstas últimas me es imposible hablar sin tejer collares imaginarios. 

Aprendí a sumar y con esfuerzo resto, tengo una tendencia innata a la adición, me desconciertan los descuentos; incluso aquellos que deberían alegrarme, me dejan en la boca el sabor de la falta y entonces todo se complica porque pienso en Lacan o en la ortográfica ausencia que es el silencio.

De multiplicar me interesaron las tablas, inicio de barcas, de las divisiones recuerdo sólo las casas; cuando me hablaron de la raíz cuadrada, dibujé en el cuaderno un cubo de papa.

No es broma: los números y yo tenemos mala relación. Ni hablar de las fracciones que, si mal no recuerdo, antes se llamaban quebrados, ¡claro!, no había manera de que yo dejara de ver en ellos cimas y simas, lo único que aprendí en aquella clase fue la diferencia entre ambas palabras, me preocuparon los vértices que seguramente hacían, aunque en la pizarra estuvieran las cifras diagonalmente dispuestas.

Era tal mi conflicto con la numeralia, que tuve pesadillas con las fórmulas: despertaba agitada gritando "hay que cambiarle el signo a la ecuación", ¡misterio!, sigo sin entender por qué lo más se hacía menos. Alguien intentó obtener de mí un poco de simpatía por las matemáticas diciéndome que estaban implicadas en la música; entonces renuncié al Sol, elegí seguir en la Luna.

No hubo manera, los cálculos me enferman. Pasé de milagro cada curso en el que hubiera dígitos, incluso le tuve aversión a la física y a la química. El pleito se agravó antes de ingresar a la Universidad, llegó al punto (casi final) de mi formación académica: debía todas las materias que se ocupaban de las cifras, ¡ya decía yo que eso de andar restando deja deudas! No aprobé, ¡me aprobaron!: junta de maestros que contrastaron mis fallos numerológicos con el "excelente desempeño de la alumna en las demás clases", ¡bendito sea el sentido común que a veces sí cuenta!

Lo confieso: entre los motivos que me hicieron elegir estudiar Antropología, estuvo la idea de que era territorio libre de números. En cierto sentido me equivoqué: a veces, por los rumbos sociales se asoma la estadística y yo sigo creyendo que la vida no se promedia (tasa de natalidad: 1.5 niños, ¡medio infante por familia!).

No sé por qué no estudié Literatura, pero parece que fue un acierto porque sigo necesitando escribir. En cuanto a los números, ahora los uso para dormir: cuando tengo insomnio, pienso en cifras, sólo números, porque si cuento ovejas empiezo a inventarme una historia.     

Metáforas ©



Escribo "arroyo" y transcurro despacio: agarrada de las orillas soy apenas un hilo de agua entre el barro, dibujo el camino para quien me siga, reviso las metáforas. 

Tanto fue el cántaro al agua que se hizo tormenta: llueve la vida, moja las piedras. Hay una roca en forma de corazón; el hueco en su centro no resistió hacerse laguna, con los bordes vegetales se viste de musgo y respira.

Cuando te toca te pones, aunque haya que dibujar nuevos rumbos en las manos: modificar el mandato de Fatum requiere mucha tinta. Puedo decir que la vida es como el papel en blanco; a veces se escurre sin querer un abismo negro, entonces hay que conseguir plata líquida y seguir empeñando la palabra.

Entre ayer y hoy se forma un estero, instante-cuenco lleno de mar, lleno de río, lleno de río, lleno de mar, lleno, tan lleno que se hace llano, llano tan llano que ya no está. Pero aquí estamos, recogiendo la neblina que es aliento: alentando, todo es tiempo.

Dije sí y sigo afirmando, porque no cabe duda que el amor lo merezco, lo doy y lo recibo, como siempre, como nunca, como se da la mañana luego de la noche oscura, aunque a veces el sol haga que lloren los ojos: no estoy triste, sólo amanezco despacio. 

La rama ©

El verano pasado creció un árbol en la cornisa del edificio. A pesar de que hundió las raíces lo más que pudo, horadando el techo en busca de algo más que cemento y yeso, sólo alcanzó a hacerse rama; una sola, bífida. Como horquilla leñosa que recoge el cabello del día se mantiene ahí, cadáver, no conserva las hojas.

Hace un par de semanas comenzó a llover; en la esquina de la sala se formó una gotera: clack, clack, se escuchaba con precisión de relojero, clack, clack, insistía en caer el agua sobre la maceta. Supervisamos el techo: no había nada que explicara la lluvia por dentro. 

Pocos días después cayó un pedazo de yeso, dejó desnudo el cemento; asomaron por el hueco las raíces, las más pequeñas, hilachos vegetales sin vida conduciendo el agua con precisión, como si lloraran la ausencia que antes les causara la muerte.

Aunque muerta, resultó ser cauce la rama. Clack, clack, se sigue escuchando en la sala; dejamos de regar la planta de la maceta: mejor que por ahora viva bajo el pedazo de cielo, regaló de aquel árbol que se hizo agüacero. 

Cuando lleguen las secas, habrá que componer el techo, pero no arrancaremos las raíces que nos hacen arcilla: polvo fuimos, no será en polvo que nos convertiremos.

El huésped ©

A Gwenn Aelle, por el exorcismo de la palabra.  

Dicen los tzeltales que bajo nuestros pies habita el alma del mundo; la esencia de todo, incluyéndonos, descansa de cabeza, invertida: Ch´ulel.

Hay que perderse en aquella geografía subterránea para localizar nuestros sitios, sobre todo aquellos que sirven de refugio al huésped más incómodo, el que llegó sin invitación de madrugada, cuando abrimos las puertas pensando que se trataba de salir a bailar en el bosque soñado.

El miedo se coló para conquistarnos, fue recortando el espíritu como papel picado. Al principio, fincó en terrenos reducidos: un hueco acá, dos muros más allá; despertábamos con un ligero sobresalto, "será que el día está nublado", pensamos.

De tarde, iba desatando el lienzo de la sombra, sentíamos con claridad los hilos sueltos por detrás del ombligo. En el sendero, sólo una frase: "no pasa nada". Pero pasa que nada pasa, ¡sería mejor que algo pasara! Las palabras no tienen brazos para agarrarnos, nos dieron flores, queríamos árbol, con ramas fuertes de donde asirnos: de ahí al abismo.

Después nos arrebató el sueño, la noche se pobló de ruidos extraños; dejamos de escribir porque la tinta se secaba antes de tiempo, era imposible plasmar la última letra que podría salvarnos: el amor se hizo amo, nosotros espacio en blanco, esclavos.

Pero en el fondo no hay sitio para dos: "el miedo o yo", dijimos viendo el mapa hidrográfico que habíamos formado. Las aguas son nuestras, llovemos encima de sus terrenos hasta anegarlos; huye, se refugia en un rincón y nosotros construimos la barca.

Navegamos hasta descubrir las orillas de los meandros, la quietud de los esteros, las olas que regresan, la luz que se filtra, ¡el inicio donde empezó el fin! Nos hacemos cascada.

En la última cueva queda el huésped, nos mira subir por las paredes del acantilado; cuando gruñe, le mostramos las garras afiladas, ¡que recuerde de quién son estos parajes!, aunque de cabeza nos hayamos olvidado. Escribimos porque nuestros sitios son sagrados. 

Letras divinas ©

A veces recuerdo mi céntrica infancia. La Plaza de Santo Domingo de la mano de mi abuelo, donde decidí un día que ahí nacían las palabras; con sólo siete años, vendí el alma a los escribanos. Desde entonces sangro tinta. 

Todas las tardes prendíamos en la iglesia de aquella plaza una veladora para San Martín de Porres: el santo negro prometía hacer los milagros más blancos. Yo le pedía que resguardará las letras; no sólo el verbo, oraba igual por el sustantivo, por los puntos, por las comas y el ejército de acentos, mis rezos iban, pues, para el sujeto.   

Cuando volvía a casa, sacaba de su estuche la máquina de escribir; era de mi madre, una Olivetti verde seco. Estudiaba minuciosamente cada una de sus partes. Las teclas dejaron de ser equilibristas letrados cuando logré descubrir el engaño: descansaban plácidas sobre los brazos flexionados de los que hacían malabares para caer, ¡milagro!, en la cinta entintada.

Empecé a escribir mucho tiempo después, pero cuando lo hice fui directamente a la máquina: mis primeros textos serían sonoros, como los que se escuchaban en la plaza de mi infancia. Tenía quince años, leía mucho, pero la verdad es que las letras se me daban mal.

Primero, más de cien versos, de amor, claro está. ¡Tan cursis!, con la tentación de la inocencia que convocaba la risa de mi madre... creo que para no llorar. Luego, tres o cuatro años después, le época oscura: adolescente lectora de malditos poetas, enredada en los círculos infernales de la Divina Comedia, le regalé en palabras a mi padre una rosa negra; lo confieso, la intención tenía espinas.

Seguí martirizando letras hasta los veintitrés. Para entonces había surgido la mayor de mis vocaciones: biofílica irremediable. Escribía sobre la naturaleza, tan mal como antes lo había hecho sobre el horror; lo mismo me inspiraba una tortuga desovando, que el tatuaje en forma de ancla de un lanchero en la playa, o la mano cálida de la vendedora de quesadillas. Sí, pocos pueden atestigüarlo, pero llegué a escribir un poema titulado "Dos de requesón con huitlacoche". Supongo que escuchaba mucho rock urbano.

Un año después vino el abismo. Guardé silencio. Me impuse un luto de ochenta y cuatro meses. Que dejara de escribir no era raro: después de todo, lo que abandoné fue la vida, sólo en ella había palabras. En abril del octavo año viajé al fin del mundo: quería saber por qué seguía girando; si él tenía buenas razones, las tendría yo... y las tuve.

Había dejado de ir a la iglesia a los once años, cuando murió mi abuelo; mi fe nunca dio para tanto, por eso no regreso a pedirle a los santos. Volví a escribir. No sé si lo hago bien, pero no importa: las letras, lejos del cielo, hacen de la Tierra algo divino. Escribo, así sigo orando.   

Esperanza ©

Desde que lo encerraron, empecé a visitarlo. Entraba en la celda sin hacer ruido. Él levantaba la mirada del libro que invariablemente tenía entre las manos, esbozaba una sonrisa cuando me veía y comenzaba a leer en voz alta. Era nuestro ritual. Nunca había más palabras que las que se descolgaban de sus ojos hasta sus labios, de a poco, pausadas. Me encantaba escucharlo. Las frases escritas en las páginas se volvían cálidas cuando él las decía. Es que él era así, como aterciopelado, dulce como jugo de naranja: acariciaba suavemente todo el tiempo, con la voz, con la mirada.

Tendría no más de 23 años. Su cara era de niño, pero sus ojos de color avellana eran profundos, como tristes incluso cuando sonreía. Tenía el pelo oscuro, ondulante y un poco largo, pero lo que más me gustaba de él eran sus manos: largas, morenas, delgadas, “de pianista”, como dicen algunos, aunque yo diría “manos de lector insaciable”; será porque las recuerdo sosteniendo libros, porque la palabra “insaciable” me la enseñó él una de esas veces en que me leía un poema: “seguro ni sabes qué quiere decir, ¿verdad?, Esperanza, hija menor de la Fe”. Él decía cosas así, como raras. Yo solamente escuchaba.

“Lecumberri, el palacio negro”, me dijo una vez, “Crujía H, Esperanza, esa es mi dirección ahora… ¡ve tú a saber por cuánto tiempo! Esos cabrones que nos encierran por defender la educación… como si fuéramos delincuentes, cuando los ladrones son ellos, ¡ladrones de la Nación!, ¡violadores!, ¡violadores de la autonomía universitaria!” Esa mañana escribió en una de las paredes “Libertad de expresión” y ya no leyó: se tiró sobre la plancha de concreto que le servía de cama; puedo jurar que lloraba, abrazado como un niño de la única cobija que tenía, un zarape de Jalisco, su tierra. Yo no pregunté nada.

Uno de esos días de visita, el ritual se modificó: cuando entré, me miró fijamente por un instante y no sonrió. Me dejó ahí, parada, sin hacer nada. En lugar de empezar a leer en voz alta para mí, se levantó del piso donde estaba sentado y empezó a recoger los papeles que tenía desperdigados a su alrededor. Callada como siempre, yo lo observaba formar un legajo entre las manos con las hojas ya ordenadas. Se sentó en la orilla de la cama y, con el pelo alborotado, me dijo: “Anoche ya no daba más, este encierro me mata. En algún lado leí que la mejor manera de no deprimirse es dedicándose a los demás, hacer algo en beneficio de los otros. Eso voy a hacer… Estuve toda la noche redactando un proyecto para alfabetizar a los presos. Así soy congruente: la educación es lo que puede salvarnos de este pinche sistema, siempre lo he creído… pues si me tienen acá metido, desde acá lucharé por lo que creo”.

Yo lo miraba absorta. Aunque parecía alterado, algo dentro de él estaba sereno. Había encontrado el modo de pasar el tiempo fuera de sí mismo y, aunque eso implicaba mi renuncia a las jornadas de lectura personalizadas, me alegraba por él. En eso pesaba cuando escuché gritos en el pasillo: “¿Dónde está el sabihondito ese?”. Por instinto (no lo puedo explicar de otra manera), él se puso en pie de un salto y yo me escondí debajo de la cama. No tardaron en llegar a la puerta dos hombres; iban acompañados de un custodio que sonreía maliciosamente, mientras quitaba el candado de la reja que les impedía entrar. “Nomás, chitón cabrones, yo no les abrí”, dijo el uniformado al tiempo que dejaba paso franco a los dos tipos que se veían enfurecidos.

“Ya te cargó la chingada, papá”, le espetó uno de ellos, empujándolo. “A ver, culero, ¿qué dice ahí?”. Él callaba. “Te estoy hablando, güey, no te hagas el muy digno, dime qué chingados escribiste en la pared”. “O ¿qué?, ¿le comieron la lengua los ratones al niño?”, preguntó el otro con evidente sorna. “Serán las ratas” contestó el primero. “Hijo de la chingada, las ratotas te vamos a poner en tu madre. Órale, cabrón: antes de que te rompa el hocico, dime qué puta madre pusiste en la pared”. “Libertad de expresión”, murmuró él. “Pendejo, ¿y eso qué quiere decir?, te veo muy ojón pa´ paloma, puras mamadas hablan ustedes los intelectuales, me cae. Nada que sirva. Que todo pa todos, que presos políticos, libertad… mamadas nomás”.

“Acá con tus pinches libritos nos limpiamos el culo, cabrón. A ver si vas aprendiendo que aquí la escuela vale madres. ¡Qué presos políticos ni que la chingada, güey! Ustedes son tan comunes como nosotros: el mole se nos riega a todos igual, culero. Ahorita vamos a ver si tienes sangre azul, pendejo”. Un golpe en la boca del estómago lo puso de rodillas. Desde mi escondite, escuché claramente salir el aire de sus pulmones: era como un fuelle descargado violentamente. Los dos hombres se fueron encima de él y todo se volvió confuso: se escuchaban los golpes sobre el delgado cuerpo de la víctima, algo crujía, algo se murmuraba, algo se gritaba, todo se mezclaba con la angustia de minutos que parecían ir lento.

Lo alcancé a ver: en posición fetal, sus manos de lector insaciable yacían ensangrentadas como flores marchitas sobre el piso de cemento. Entre los golpes que cimbraban su cuerpo, estiró el brazo izquierdo por debajo de la cama y me agarró con fuerza. Ahí estábamos los dos, vibrando con cada puntapié que él recibía de lleno y yo sentía atenuado cuando el golpe ya había recorrido la mayor parte de su carne magullada. Sólo gemía de vez en cuando, como a su pesar, en un murmullo sacado a fuerza por el dolor. De pronto, su silencio fue tan llano como el mío; se desmayó y las falanges que me aprisionaban fueron abriéndose, como si la conciencia acabara de perderse saliendo por la punta de los dedos.

No había resistencia alguna; inerte, su cuerpo se movía a voluntad de las patadas que los dos hombres le propinaban. Probé su sangre… aterciopelada, suave, dulce como jugo de naranja. De repente, sentí sobre mí una mirada y supe que me habían descubierto. “Espérate, cabrón, deja de patearlo”, dijo uno de los hombres mientras me veía fijamente. “Que te esperes, güey, déjalo ya, nos va a cargar la chingada, cabrón. Ya valió madres, ahora sí la puritita mala suerte no caerá encima, valedor. Mira lo que tiene en la mano, culero”. “Un grillo”, contestó el otro. “No es un grillo, pendejo; ¿no ves que es verde? Es una esperanza... una esperanza”.

Fotografía: Laura Natalia Vargas 

Sombra ©


Hay un instante, por definición mínimo, que atestigüa el desprendimiento. He pasado días enteros en el intento por verlo: atrapar con la mirada el haz de luz que ha de formarse entre el oscuro reflejo y yo, podría ser la oportunidad perfecta para saberme con certeza más que cuerpo.

En la pared de enfrente logré, luego de varios intentos, plegar la silueta gris hasta formar un nudo; dejarón de verse las piernas, los brazos y la cabeza, quedó sólo una media luna imperfecta, aún no sé si creciente o menguando, de ida o de vuelta.

Después, a fuerza de estirar ánimo y extremidades, me hice horizonte; la curva de la cadera formó una montaña; cuando quise explorarla, en el muro apareció un meandro, construí entonces con el hombro la balsa para surcarlo.

Las grietas del muro dificultan la tarea de crearse barco: a la altura del vientre hacemos agua, a veces sangre, nos hundimos entre olas. Entonces hay que ser arrecife, con las piernas pegadas al pecho, con la cabeza en el ombligo, bajar hasta el fondo marino.

Cuando huele a sal, es momento de dejar las orillas: ser mar, irse al estero, diluirse en las partes soleadas, retornar hasta el río, emprender la búsqueda del árbol que somos verticales, hacer ramas como los brazos, dejar el juego de sombras para las manos: ellas sí saben formarse pájaro.  

Noche bruja de luna abierta ©

Que las madres y las hijas puedan vivir en paz.


Hay un incendio en el monte Cielo, la brasa viva huyó brincando desde la hoguera en los llanos Venus; se había tumbado con los muslos entreabiertos: hecha la roza, seguía la quema. Rompió las aguas que allá son negras, sus ríos mancharon el blanco nube y el blanco estrella: la luna da a luz entre tinieblas.

Los hombres tiemblan. "Sangra", dicen con miedo, "¡ella tan pura y estaba llena!". "Pero es mujer", canta la abuela, limpia su vientre que ha sido cueva: quitó los tallos de malas hierbas, consumió sus restos prendiendo fuego, sembró. Ahora cosecha". "¡Pero está roja!", contestan ellos, "y al rededor, ¡todo es tan negro!". Ella consuela: "Se prenden cirios en los entierros, para parir no hacen falta velas; sólo los muertos buscan la luz, aquí en la vida se anda a ciegas".

"¡Bruja!", gritan los hombres, "¡encima, vieja!"; "¡sigues tejiendo como si vieras!". "No veo ni la punta de una hebra, pero sé. Con mis canas estoy haciendo un manto blanco que cubrirá al río que está naciendo: beberá en cascadas de mujeres que saben lloverse cuando duele, comerá de sus risas alegría y en sus faldas se hará fuerte".

"¿Para qué quieren un nuevo afluente?, ¡ay!, las mujeres, urdiendo historias,¡ahora apuñalan el firmamento! ¡si ustedes sangran, ¿por qué nos hieren?!". "Es noche bruja de luna abierta; como los puertos, esperamos que naveguen hasta nosotras los restos de aquella antigüa balsa, la que naufragó hace años en el desierto; las cruces mudas no nos oyeron, creamos mares entre la arena, buscamos huesos, ¡son nuestras hijas!, ¡somos sus madres!; aunque vacías, vamos pariendo.     

Alba ©

Trabaja en intentarse,
no se espera.

Traduce su otra
a límites posibles.

Dialoga
con su mitad amordazada.

Forjándose entre dudas
de verdad ambígua,
se da a luz.

(Maria Gabriela Piccini)


De entre las miles de respuestas acumuladas a su alrededor, Alba extrajo una pregunta: aprisionó, entre el pulgar y el índice, la esquina del signo de interrogación inicial y la fue jalando hacia arriba hasta que quedó frente a sí. La frase suspendida se balanceó brevemente de un lado al otro, mientras ella se cercioraba de que estuviera intacta. "¡Ahí está!", exclamó, y acarició con un dedo el punto que cerraba la interrogante. "¡Taimado!, siempre oculto bajo el signo que continúa, nunca das por terminada la historia".

Alba nació en el último filo de la madrugada, justo cuando el sol, aún oculto, despejaba de lejos la noche, con esa luz tenue que anuncia su llegada. Sin embargo, no fue por el amanecer que la llamaron de ese modo, sino por la palidez de su piel que a penas contrastaba con el cabello rubio, casi platinado, y con los ojos azules de agua clara. Alba era blanca, blanca en una tierra morena como las manos de la partera que la sostuvieron cuando salió del vientre de su madre.

Su padre, arqueólogo alemán, esperaba afuera de la habitación donde era atendida su esposa: las costumbres del lugar así lo indicaban. “En estos parajes, la maternidad es cosa de mujeres, ya lo sabes Abelardo”, le decía Louise, acentuando la última letra del nombre de su marido. Ella, escritora francesa, amaba la “o” que la traducción al castellano regalaba a Abelard, suavizando incluso, aseguraba, la fisonomía de aquel germano tosco con el que se había casado.

Louise se había empeñado en tener a la primera y única hija de la pareja conforme a la tradición de los Altos de Chiapas, región en la que se habían instalado hacía un año, cuando Abelard aceptó dirigir un ambicioso proyecto, financiado por la Fundación Alexander von Humboldt en Palenque. Estuvieron sólo un par de semanas en la selva. Louise se quejaba del calor y la humedad; por eso decidieron vivir en San Cristóbal de las Casas, aunque ello implicara la ausencia de Abelard durante días. La verdad es que la escritora no resentía la situación: le gustaba estar sola y, aunque se alegraba cuando su marido volvía, sentía cierta tranquilidad cuando se iba. El mismo tipo de alivio que sintió Abelard, cuando supo que no estaría presente durante el parto.

Desde niña, Alba se relacionó de manera especial con las letras. Cuando pudo dormir sola, lo hizo en un cuarto que su madre decoró llenando de frases inconexas las paredes; sobre un fondo tan blanco como ella, aquellos garabatos parecían moverse de noche y los dedos infantiles de Alba se entretenían por horas recorriendo la caligrafía de tinta china, hasta que un día, casi sin notarlo, supo qué decían: “de mar la madrugada”, se leía al centro; “el olor de las ciruelas” se acomodaba en la esquina izquierda, rodeando ondulante el apagador de la luz, junto a la puerta; “quemante estancia” bajaba desde el techo, por la diestra, y abarcaba un pedazo del siguiente muro, burlando la esquina con un breve espacio entre las dos palabras.

Cuando cumplió diez años, Alba recibió con gran alegría lo que consideró, durante mucho tiempo, el mejor de los regalos: un juego de mesa. “Scrable”, leyó sobre la tapa de cartón y se demoró un poco mirando fijamente el dibujo de las fichas blancas con letras negras. Se olvidó de la fiesta; renunciando al pedazo de pastel de manzana que su madre hizo, fue corriendo a su cuarto y dejó caer sobre el piso el contenido de la caja: apartó el tablero de colores y las barritas plásticas que servían para acomodar los pequeños cuadros color marfil donde se afianzaba cada letra y se rodeó de ellos para irlos mirando; no pudo evitar fruncir el ceño cuando descubrió un pequeño número en la esquina superior izquierda de cada pieza, pero lo pasó por alto y empezó a formar frases, como las de las paredes, sobre el barro encerado del suelo: “la rubia niña lloraba”, un fragmento del primer cuento que su madre escribió para ella.

Para Alba, su padre era como la noche: recurrente, pero oscuro, frío y distante; lo veía llegar cada dos semanas, sacudirse el polvo de su vestimenta antes de entrar a la casa y sentarse a hablar por horas con su madre. Lo quería, sí, pero odiaba que Louise guardara las páginas escritas, horas antes de que él arribara. Su casa dejaba de estar en ese silencio tranquilo que era roto sólo por el sordo sonido del teclado que su madre usaba toda la mañana y el olor del café se atenuaba. Con su presencia, también se terminaban las noches junto a la chimenea, cuando su madre le leía lo que había escrito, casi siempre cuentos, pero a veces también poemas y frases sueltas que prometían entrar dentro de los márgenes de algún texto fantástico. Ella y su madre se ponían tristes y sólo volvían a alegrarse cuando Abelard empacaba los reproches junto con la ropa limpia que se llevaría nuevamente a Tuxtla: hacía tiempo que se había incorporado como investigador de tiempo completo del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

“Los mayas que él estudia no son los mismos con los que nosotros convivimos todos los días, Alba”, le decía su madre arrastrando la oración hasta hacerla sentencia y llenarla de melancolía. “Él no entiende a la gente de acá, no sabe por qué tú yo somos felices comiendo los tamales de chipilín que nos ofrecen sus manos de cobre”. “Yo no quiero volver a Europa, Alba; la próxima semana cumplirás 16 años, eres lo suficientemente mayor como para decidir si te quedas conmigo o te vas con tu padre”. Alba guardó silencio. No le resultaba difícil elegir, pero sabía que apresurar la evidente respuesta no era lo que de ella se esperaba. Se quedaría, sí, dejaría partir a su padre como siempre permitió que se fuera: un beso en la mejilla y el silencio prolongado que ambos se dedicaron todos los días de su vida. “Sin palabras”, era para entonces la frase favorita de Alba.

De su padre nunca oyó más que preguntas: “¿Por qué te empeñas, Louise?, en Alemania Alba podría ser atendida, ¿no lo entiendes?, ¿crees que puedes tenerla encerrada en esta casa, rodeada de personas que no son su gente, así, incomunicada del mundo? Ella necesita atención especializada, ¿no te das cuenta?” De su madre siempre fluyeron respuestas: “Alba no necesita médicos, Abelardo, ella es feliz; el encierro no se lo impongo yo, ella vive en su mundo y soy yo quien se ha venido a encerrar con ella, porque quiero, porque me da la gana. Su gente es está, aunque a ti no te guste y sólo en este sitio ella podrá seguir siendo como es. No me voy, si quieres intenta llevártela, ella puede elegir, lo sabrás con sólo preguntárselo”. “¿Cómo crees que voy a preguntárselo, no me habla, de hecho no habla con nadie, Louise, por favor, entiende la situación”. Su madre no cedió y el padre decidió dejarlas.

Abelard no le preguntó a Alba. Como siempre, se fue sin mediar palabra, pero esta vez no buscó la mejilla de su hija que, en un rincón de la pieza, cosía letras de felpa, uniéndolas por los bordes que podían juntarse para formar palabras y luego oraciones completas. A su alrededor se dispersaban las figuras de tela; algunas, ya unidas, formaban montoncitos en los que ella hurgaba para dar con la frase exacta. Miró la espalda de su padre y extrajo una pregunta: aprisionó, entre el pulgar y el índice, la esquina del signo de interrogación inicial y la fue jalando hacia arriba hasta que quedó frente a sí. “¿Me quieres así, frágil y callada como el alba?”

Guardianas de las aguas ©

Karina no lo había elegido. Nació así: rubia y blanca, con el cabello rizado que un día la condenó.

“Tú eres de las aguas”, le dijo un niño cuando ella miraba atenta el atrio de la iglesia. “¿Perdón?”, contestó intrigada. “Tu cabello es como las ondas que se escurren por las piedras de la cascada”. “¡Guau!” –dijo divertida– muchas gracias, jovencito, le auguro éxito en el arte de halagar a las mujeres cuando sea mayor”.

El chico la miró desconcertado. “No tienes más de 11 años, ¿verdad?”, siguió ella, ignorando la sorpresa de aquel niño tan serio. “Casi 12. Para nosotros, los mayas, la gente como tú son guardianas de las aguas”, dijo él y se fue corriendo. A mitad de la calle se detuvo y, cerciorándose de que ella aún lo veía, le gritó: “Ve a la caída de agua, sé que te esperan”.

Caminó casi dos kilómetros para llegar a aquel lugar. La humedad de las hojas trepaba por sus piernas y el frío se le instaló en algún sitio detrás de las costillas. Decidida, cruzó el bosque; intuía el camino con ayuda de un suave rumor líquido que parecía llamarla.

Sin detener sus pasos, logró ver entre las ramas de los árboles la orilla de un río y se estremeció, cuando detrás de una roca, salió el chico con el que había hablado por la mañana. “Me asustaste”, le dijo casi en un grito. Él sonrió y comenzó a quitarse la ropa. “Ven, vamos a nadar, güerita”. “¡Chamaco calenturiento!, ¿crees que voy a desvestirme para que me veas? Eres un nene, no deberías estar citando mujeres en el bosque: no sabrías ni qué hacer con ellas”. “Yo no, pero mis amigos sí”.

No supo de dónde salieron los cuatro hombres que se abalanzaron sobre ella. Sin mediar palabra, le arrancaron la ropa y la violaron. No opuso resistencia. Sin dejar de mirar el cielo, que pintaba violeta, sin llorar, sentía el crujir de las hojas bajo su cuerpo.

“Gracias, Chucho –escuchó una voz– “esa historia maya de las guardianas de las aguas siempre funciona. Ya te tocará gozar de las güeras cuando crezcas.”

La cornisa ©

Mamá siempre me dijo que mi problema era no atreverme, no tener iniciativa en la vida, dejar que el miedo y la inseguridad se sobrepusieran a la poca voluntad con la que había nacido. “Siempre fuiste frágil, César, desde chiquitito. A las dos semanas de nacido ya te me andabas muriendo, una infección en los riñones que les dio a ti y a tu gemelo. Los dos estuvieron en el hospital, pero él salió pronto; tú no luchabas, era un problema que comieras: te tuvieron que poner una sonda. En cambio, Óscar, ¡uy!, él, con todo y enfermedad, pedía a gritos la comida. En una semana se repuso”. Esto último lo decía mi madre riendo alegremente. Yo esbozaba media sonrisa; la verdad es que no me hacía ninguna gracia la anécdota.

Estudié Administración de empresas, como en mi familia se esperaba que hiciera: en el futuro, alguien tendría que hacerse cargo de la fábrica de guantes que mi padre había montado y que, como decía mi madre, era nuestro único sustento. Óscar se negó rotundamente: decidió que sería artista, no abogado como mi padre.

No bien Óscar anunció su desacuerdo, mi padre estrelló ambos puños sobre la mesa, haciendo que todo se cimbrara sobre ella; la cena terminó en ese momento, todos dejamos de comer, pero ni mi madre ni yo nos atrevimos a levantarnos de las sillas y nos quedamos atestiguando la ira de mi padre y el silencio de mi hermano, un silencio prolongado que estaba muy lejos de la aceptación: pesado, denso, firme. Al final, una sola oración: “Me da igual que la empresa se quede sin abogado. El día en que tú mueras, yo seré pintor”.

Mi hermano no cambió de opinión ni cuando mi padre le dejó en claro que el día que saliera de la casa, si no era para estudiar Derecho, dejaría de tener cualquier tipo de apoyo por parte de la familia. Óscar se fue y mi madre se concentró en mí: “Tú no nos harás lo mismo, tú sí nos necesitas y lo sabes”. Sí, lo sabía, siempre lo supe. No me sentía capaz de dirigir mi propia vida, así que hice caso y entré a la escuela para administradores.

No fui un alumno destacado, pero tampoco lo hice mal: obtuve el diploma y acabé de formarme en la empresa familiar, de la mano del administrador de mi padre, un viejo que no conocía otro sitio que esa fábrica y que me preparaba para sucederlo el día en que se jubilara. Mi historia laboral no tiene misterio: se fue mi tutor y ocupé su lugar, desempeñándome como era debido, para beneplácito de mi padre que se murió tranquilo luego de firmar los papeles correspondientes para que yo heredara todo aquello: la fábrica, la casa, el dinero y, claro… la compañía de mi madre.

Todo parecía estar bien. Llevaba una vida tranquila, encausada según los trazos que mi familia había marcado de antemano; no había por qué modificarlos, ellos parecían saber mejor que yo lo que me haría feliz. Lo poco que supe de Óscar no era alentador: vivía a duras penas, trabajando por las noches en una fábrica de productos plásticos como velador y pintando por las tardes, luego de dormir un poco, comer a medias y beber de más, todo en un pequeño cuarto de azotea en el centro de la ciudad. Jamás lo visité: mi padre había prohibido que lo viéramos y la única que contradecía esa regla era mi madre, aunque poco y siempre a escondidas.

Lo enterramos antes que a mi padre: una de esas tardes en que, sentado sobre la cornisa, bebía para inspirarse, cayó del techo del edificio donde habitaba… Algunos dijeron que se había suicidado, pero no, Óscar no era así, no era frágil. El conserje del lugar nos avisó. Tenía el teléfono de la casa porque un día mi madre se lo dio “por cualquier cosa”… y “la cosa” pasó.

No se puede decir que hubo un duelo: Óscar había dejado de existir mucho antes para nuestra familia; al menos para mi padre, que no volvió a pronunciar su nombre desde el día en que se fue y que, para mí, prefería no pensar en él. Mi madre lo lloró discretamente: temía que mi padre se enfureciera con ella y le gritara como el día en que nos dijeron que Óscar había fallecido y entró en crisis. Mi padre la miró, me dijo que pagara con dinero de la fábrica el sepelio más barato y luego, exasperado, tomó a mi madre de los hombros y le gritó: “¡Deja de llorar!, esas son las consecuencias de parir hijos así… tú con tus consentimientos, tú con tus rollitos de andar pintando cuadritos para expresarte… ¡tú con tus pastillas para dormir, para los nervios, para vivir, para todo, tómate uno de esos calmantes y deja de llorar! Se te murió un hijo, bueno, ¡para eso tuviste dos!”

Sí, mi padre era un hombre así: fuerte, decidido, recio… Sí, sí, se podría decir que violento, aunque… no sé, sólo era así: decía lo que convenía y a nosotros nos tocaba acatar. Nos daba lo que necesitábamos para vivir. Óscar no quiso y pues se murió: ley de vida. Si hubiera estudiado Derecho, habría estado en la casa y en la fábrica, protegido por mi madre y dirigido por mi padre. No quiso: prefirió volar y pues… voló… literalmente, se lo llevó el viento.

Yo me quedé. Cuando murió mi padre, me hice cargo de la fábrica y estuve con mi madre hasta que falleció hace un mes. Me quedé solo: tengo una casa, tengo una empresa, soy joven (a penas 30 años), puedo hacer lo que yo quiera… Pero soy frágil… por eso me tomé las pastillas de mi madre y vine al edificio donde vivió Óscar. El conserje tiene el teléfono de la casa, pero no hay quién conteste. Por eso, desde la cornisa, escribo esta carta para él: siempre hay que despedirse, aunque no se tenga a nadie.

Tiempos de paz ©

Construimos las trincheras en tiempos de guerra; algunos de nosotros pasamos demasiado tiempo dentro de ellas o tal vez las alcanzamos a penas, cuando creímos que las heridas no cerrarían y nos echamos a morir en ese espacio de tierra, estrecho y hondo; la única porción que quedaba tibia, el único territorio que, si bien no sabíamos habitar, parecía recibirnos a pesar de todo.

Nos volvimos veteranos con el cerebro lleno de recuerdos, de imágenes sangrientas; así aprehendimos el dolor, lo hicimos nuestro porque atormentaba más lo ajeno, lo otro, lo que no fuimos capaces de sentir a tiempo, aquello que no vimos, que no intuímos, que dejamos pasar como bala perdida, una más entre el fuego, una más por la vida.

En nombre de la paz llenos de miedo, temor al dolor que termina doliendo más que aquello que tememos. Guardamos en secreto banderas blancas; volvemos a las trincheras cada que estalla algo, a veces sin saber que es fiesta, que afuera hay alguien que nos celebra.

Ciruelas ©

Como ciruelas un poco porque sí y otro poco por sentido estético. La primera que probé era del huerto de mi abuelo. La descubrí una mañana al pasar cerca del altar para los muertos. La robé y corrí a esconderme en el tapanco oscuro donde aguarda el maíz de la última cosecha. Me senté sobre un jacal abandonado, puse la fruta bajo el único rayo de luz que entraba por un pequeño hueco en el techo, la miré atento. Con la misma calma con que ahora observo tus piernas, iluminadas por la claridad que se escurre entre las persianas.

Tenía entonces siete años y sobre mi mano aquella ciruela brillaba. Era del color del jarabe para la tos que me hacían tomar cuando estaba enfermo. La maravilla era su redondez sutil, casi perfecta, como la línea que se abulta, de perfil, tenue, por debajo de tu ombligo. No sé por qué, pero la acaricié del mismo modo, casi religioso, en que paso mi palma derecha por las cumbres de tu cadera.

Luego la olí: acerqué mi nariz, respiré hondo: trataba de aprisionar el delicado aroma que despedía su piel madura, como cuando intento retener el humor que se desprende de tus muslos entreabiertos y recuesto mi cabeza en tus rodillas flexionadas; éxtasis, casi en trance me abrazo como niño de tu última porción.

La lamí, sentí deslizarse entre mis labios la carne tersa. Me demoré a propósito en un costado de ella, igual que ahora lamo, despacio, la orilla de tu seno izquierdo. Quería ablandarla sin morderla, como a ti, a fuerza de saliva y placer en espera.

Llegó el momento: la tomé con ambas manos y hundí su centro con fuerza. La abrí. Sentí cómo se desgajó la pulpa y el jugo derramándose en un vertiginoso recorrido que se detuvo en el codo de mi brazo derecho. Así, como ahora hurgo en tu interior y dejo que resbales líquida sobre mis ansiosos dedos.

Después la nombré: “ciruela”, las sílabas se me enredaron en la lengua, como ahora tú buscas enroscarte por mi cuello. La mordí. El sabor agridulce estalló entre mis encías, bajó por la garganta y se me alojó en el pecho, de la misma forma en que te has ido instalando en mi vida desde aquella vez que te escuché jadear debajo de mí, sintiéndome tan dentro.

Por la noche, cuando me desvestía, mi abuela encontró en el bolsillo de mi pantalón el huesito de la ciruela. No quise tirarla: la enterraría en tierra fértil para que algún día se hiciera árbol, como cuando dejo mi semen en ti. Mi abuelo se mostró indignado con el nocturno hallazgo; decidió que el hurto debía pagarse: allá fueron los cinco pesos de mi domingo. Pasé la noche en vela.

Fue la primera ve que pensé en mi suerte. Así, como ahora dejo un billete rojo sobre la almohada y salgo de tu cuarto pensando: “Cecilia, yo te busco como a las ciruelas: un poco porque sí y otro poco por sentido estético”.

Abel ©

Sabías hablar con precisión del inicio de todas las cosas, de lo que es porque no está más que siendo. Quien conocía tu voz, estaba cierto de su origen en tu mano izquierda: con ella ponías en el aire las tildes, las comas, los puntos; quedaba por un instante volando sobre el silencio.

Caminabas hacia dentro sin rumbo desconocido, midiendo el tiempo exacto que duraba un abrir y cerrar del compás de tus pasos. Supongo que para ti la vida era sendero; la alargabas contando la distancia como se cuenta un cuento.

Te daba pereza el miedo, el tuyo más que el ajeno. Preferías el vértigo de los balcones, con un whisky mejor, asomándote al corazón dispuesto. Relojero, siempre puntual, no te sobraba el tiempo.

Solías evaluar las esquinas, doblez de pavimento, según salieran de ellas gatos o ratones. "Ahora vivo en un barrio muy roedor", me dijiste contento. Yo estaba por mudarme: "Alacranes, mejor mininos y más céntrico. La Roma", te expliqué. "Al fin que todos los caminos conducen a ella", fue tu respuesta.

Nos amistaron más los finales que los comienzos. La última página del libro de Kavafis, es más, el último de sus versos. La escena final de aquella película con sabor a pay de Blueberry y el resquicio de las tres puertas que cerré en mis andanzas y que tu pensabas debía dejar entreabiertas: "el amor puede no saber tocar el timbre", decías. Yo contestaba que, de ser, sabría meterse por la ventana.

Pero sobre todo, nos hicimos amigos por el fin del mundo. Quedó pendiente la apuesta, con todo y el Arcano XIII que saqué como argumento: mística yo, escéptico tú, sonriendo los dos. Tú sí podías tocar el sol: tus alas no eran de cera. Así te recuerdo. ¿El amor?, tenías razón Abel, te cuento que llegó a mi vida, ¡entró por la puerta!; del tarot fue la carta XV y todo parece indicar que trajo consigo la XVII. Pero el mundo, ¿sabes?, sigue sin terminarse.   

Metáfora vegetal ©


Cuando era niña, solía treparme en lo alto de un árbol de tejocote. Sería más poético decir que era un ciruelo o un jacarandá, pero era un tejocote y, para mí, el ser más hermoso sobre la Tierra. Para llegar a él, era necesario sortear la férrea vigilancia de una vecina: el árbol estaba en el jardín central del condomino donde vivíamos, enrejado por los cuatro costados, prohibido para niños y perros. De cualquier forma, yo siempre lograba escalarlo con un libro en la mano y pasaba las tardes sobre sus ramas, leyendo o acechando a su voluntaria custodia.

Quizá por eso, cuando leí El Barón rampante, muchos años después, tuve la certeza de que Calvino y yo compartíamos el gusto por los follajes. Pero las hojas de aquel árbol escribieron historias más fantásticas que las de los libros y, claro, quedaron impresas dentro de mí. No puedo explicarme de otra manera el modo en el que veo el mundo. Me pienso como árbol: todo a mí alrededor tiene o carece de raíces, brota, echa frutos o se seca. Lo mismo el día que la convicción política, el discurso que la noche, la manifestación o el silencio, la alegría o el amor; todo es  metáfora vegetal.

De mi familia, por ejemplo, puedo decir que tiene raíces fuertes, aunque nunca profundas; es como los eucaliptos, rompiéndo el asfalto de la historia en su afán por pertenecer a un sitio que nunca termina de ser suyo. Gitanos que hacen de sí mismos la tierra donde pasar la vida, semilla aérea. En mí veo sus ramas, incluso aquellas secas, como la abuela de la que no existe un sólo retrato y que surge entre el olvido porque, dicen, su mirada reencarnó en la mía; por eso le echo agua, esperando que florezca, aunque ella quiere tinta y fresas.

Éntasis ©


El alma es una piel ligera como de gasa, lo sé porque la siento cuando se da la vuelta, cuando se hace remolino. 

Inicia en el fondo del ombligo; justo por debajo de la costura principal que se desprende se forma un hoyo que atrae el resto hacía sí. Poco a poco se van soltando los hilos de las extremidades, se desalman despacio, descubriendo cada milímetro de entraña. Galaxia de tela que se hunde en el cuerpo interno y empieza a ser sólo abismo; antes se tocaron útero y corazón, intestinos y garganta. 

Se va. Queda el instante vacío. Éntasis.

Luego, con la brevedad de una pirueta se vuelca, hace un doblez: equilibrista en el aro de la oquedad primigenia, cuelga al revés y asoma una punta que podría ser muy bien la de un pie. Vuelve al cauce como el agua del río que salva los diques; se tiende, estirándose hasta la última esquina del ser donde cose de nuevo los bordes; antes se tocaron garganta e intestinos, corazón y útero.

Vuelve. Llena de instante el vacío. Éxtasis.         

Agua nueva ©


Dentro de mí el río;
blanco donde salta,
verde cuando esconde
sin piedra la mano,
temiendo horizonte.

Es sólo orilla,
cuando no cauce
que cause el destierro,
que moje el destino:
tramo de arcilla.

De barro la herida,
la herida que barro
con hojas de pino,
de acacias, de tule,
de menta, de hiedra.


¿A qué le sabe,
al que sabe,
que del saber
nada queda?
Agua nueva,
Heráclito profeta.

Sin título ©

Por las noches, cuando el silencio se aproxima a nuestra cama, miro el sol de los buenos días que nos damos cada mañana; es una bola roja, de estambre que se enrolla entre tus piernas, que enlaza mi cintura y rueda, rueda hasta deshacerse sobre la alfombra, pinta el sendero, el sino llano que es madrugada.

Por las tardes, cuando el espejo me devuelve la mirada, veo tus ojos que me observan; arroyo de mercurio que resbala sobre mi cuello, desde el fondo baja a los hombros, escurre por la espalda, sigue su curso que hace orillas, lava el río de lava.

Por el día, cuando sacudo el cabello húmedo para sacarle los sueños, encuentro en los residuos de la noche la huella de tus dedos; pluma azul que tiñe suave gotas de agua, se empeña en hacer tinta que dibuje mis palabras.

Por la vida, cuando me sé a tu lado, por ti y por mí acompañada, nada hay en el mundo más que el rojo sol que he seguido, desde la alcoba hasta la sala; te lo entrego hilvanado de camino con el alma.        

Si los poetas callan (Pies sobre la tierra) ©

Si los poetas callan, dejaremos de ver en nuestras manos caminos posibles; cada línea será sólo una raya más al tigre y, entonces sí, haremos trastes de los platos, tragaremos tristes hasta ahogarnos, seremos trigal segado.

Si los poetas callan, los ojos dejarán de ser mirada, luminosas cuencas llenas de agua y, entonces sí, huérfanos de guiño se harán pantano, sólo ausencia, recuerdo opaco de quien antes con ellos nos hablaba.

Si los poetas callan, la piel amada renunciará a ser abrigo, el cuerpo de ceiba no perderá las espinas y, entonces sí, prófugos del otro, no encontraremos bordes donde asirnos. seremos sólo abismo.

Si los poetas callan, las piernas de los caminantes serán las de ánimas en vuelo que van sin rumbo, perdidas entre múltiples senderos que no dejan huella y, entonces sí, las marchas serán fúnebres.

Pero no basta con que los poetas hablen. Tendrán que tender las manos, mirar en el sol los senderos, saber que ahí, entre el amarillo mar de trigo bueno, algunas amapolas son islas rojas, puño dispuesto.

No basta con que los poetas hablen. Tendrán que abrir los ojos, mirar de frente los surcos que deja el hambre en la frente alzada, encontrar el corazón sobre las alas de palomas blancas, pero también en el negro plumaje de los cuervos gordos.

No, no basta con que los poetas hablen. Tendrán que acariciar la piel ajada de la desesperanza, reconocer en ella los callos, saber que no siempre liman las palabras blandas; tendrán que parar un momento la marcha, agacharse a recoger las bien intencionadas piedras y descalzos sentir la herida, con los pies sobre la tierra en que se plantan.

Me gusta la poesía ©

Me gusta la poesía porque cuando digo "muerte", entre versos danza la Catrina de colores, llevando en el revés de su vestido la profecía hilvanada: "sólo es cambio".

Me gusta la poesía porque cuando escribo "sangre", se forma una laguna que late hasta hacerse horizonte rojo, amanecer literario.

Me gusta la poesía porque cuando escucho "asesino", sé que nos ha fallado la "h" y tampoco vino el espacio, pero el sino está ahí, al final, como corresponde.

Me gusta la poesía porque sus silencios son cómodos, pausas con sentido, orillas que se asoman por arriba del abismo.

Me gusta la poesía porque sus muros son escalables, basta con apuntar un trío de cuerdas, un par de alas y cuatro amigos.

Me gusta la poesía porque en sus corrientes lleva mares, olas altas en voz baja, con escafrandas por si se naufraga.

Me gusta la poesía porque es camino franco a los sepulcros que llenamos de flores, pero también es pie, pierna, cuerpo entero caminando.

Me gusta la poesía porque si dibujo "vida", las letras se llenan de enredaderas, la "d" se vuelve nido, la "v" rumor de río, la "i" equilibrista (bordado de punto y en puntillas), la "a" se hace principio.

Me gusta la poesía porque me escribo. 

En el túnel ©

Cuando vio la luz al final, decidió permanecer un poco más dentro del túnel, explorarlo, descubrir en aquel trecho oscuro lo que la prisa de otros dejó sin resolver.

Oído. Cerró los ojos. Acercó la escucha a la orilla más próxima del silencio. Primero, nada... luego el zumbido de las oquedades, del vacío que se inicia en el propio corazón. "Brisa... viento", pensó. El nombre del aire depende de la velocidad con que se mueve... o con la que se escucha. Aquí, en el abismo horizontal que desemboca fulgor, el aire se arremolina despacio, se enrolla para hacerse vértice, para tocar el último cielo abierto de los huecos pétreos. Intuye la textura, pero eso no basta.

Olfato. No es el momento indicado para moverse. Olerá, sólo un poco, así, parada en medio de la noche que ahora es cueva. Su última morada en la Tierra huele a flores, a agua que escurre por los tallos de la hierba, a hongos, a líquenes, a cirios prendidos por su gente que ya se apresta... quieren despedirse de ella, saben que no volverá. Sigue sin bastar: los aromas anuncian más que el resplandor del fin.

Gusto. Guiada por su brazo izquierdo extiende el cuerpo hasta dar con la pared más cercana, hace de sus dedos tentáculos, bordean casi sin tocar, sólo percibiendo lo que sobresalga para llevarlo a la boca y saber... Siente en la lengua el sabor de las mandarinas, de los pétalos azules un poco agrios de los jacarandás de su barrio que solía masticar cuando niña, sabe a vida, a arándanos, a orozúz, a vino blanco.

Tacto. Un golpe de voluntad y toda ella se hace pulpo blanco, se posa como estalagmita, afianzada desde los pies sobre el piso de aquél segmento final de la existencia. Mineral. Ligera sal sudan las piedras y ella, lágrima, lava fría que es arroyo, se siente, mira...

Vista. Abre los ojos. La bóveda del túnel tiene estrellas, claridad que se filtra por diminutos agujeros, pequenísimos círculos irregulares con el color del mercurio que danza... "allá afuera está la luna", pensó. 

Cuando vio la luz al final, volvió al inicio, desandó sus pasos, dio la espalda al manto blanco que brillaba. Guarden los cirios: para morir no lleva prisa. Cuando vio la luz, al final, decidió permanecer un poco más en la vida.