Letras divinas ©

A veces recuerdo mi céntrica infancia. La Plaza de Santo Domingo de la mano de mi abuelo, donde decidí un día que ahí nacían las palabras; con sólo siete años, vendí el alma a los escribanos. Desde entonces sangro tinta. 

Todas las tardes prendíamos en la iglesia de aquella plaza una veladora para San Martín de Porres: el santo negro prometía hacer los milagros más blancos. Yo le pedía que resguardará las letras; no sólo el verbo, oraba igual por el sustantivo, por los puntos, por las comas y el ejército de acentos, mis rezos iban, pues, para el sujeto.   

Cuando volvía a casa, sacaba de su estuche la máquina de escribir; era de mi madre, una Olivetti verde seco. Estudiaba minuciosamente cada una de sus partes. Las teclas dejaron de ser equilibristas letrados cuando logré descubrir el engaño: descansaban plácidas sobre los brazos flexionados de los que hacían malabares para caer, ¡milagro!, en la cinta entintada.

Empecé a escribir mucho tiempo después, pero cuando lo hice fui directamente a la máquina: mis primeros textos serían sonoros, como los que se escuchaban en la plaza de mi infancia. Tenía quince años, leía mucho, pero la verdad es que las letras se me daban mal.

Primero, más de cien versos, de amor, claro está. ¡Tan cursis!, con la tentación de la inocencia que convocaba la risa de mi madre... creo que para no llorar. Luego, tres o cuatro años después, le época oscura: adolescente lectora de malditos poetas, enredada en los círculos infernales de la Divina Comedia, le regalé en palabras a mi padre una rosa negra; lo confieso, la intención tenía espinas.

Seguí martirizando letras hasta los veintitrés. Para entonces había surgido la mayor de mis vocaciones: biofílica irremediable. Escribía sobre la naturaleza, tan mal como antes lo había hecho sobre el horror; lo mismo me inspiraba una tortuga desovando, que el tatuaje en forma de ancla de un lanchero en la playa, o la mano cálida de la vendedora de quesadillas. Sí, pocos pueden atestigüarlo, pero llegué a escribir un poema titulado "Dos de requesón con huitlacoche". Supongo que escuchaba mucho rock urbano.

Un año después vino el abismo. Guardé silencio. Me impuse un luto de ochenta y cuatro meses. Que dejara de escribir no era raro: después de todo, lo que abandoné fue la vida, sólo en ella había palabras. En abril del octavo año viajé al fin del mundo: quería saber por qué seguía girando; si él tenía buenas razones, las tendría yo... y las tuve.

Había dejado de ir a la iglesia a los once años, cuando murió mi abuelo; mi fe nunca dio para tanto, por eso no regreso a pedirle a los santos. Volví a escribir. No sé si lo hago bien, pero no importa: las letras, lejos del cielo, hacen de la Tierra algo divino. Escribo, así sigo orando.   

Esperanza ©

Desde que lo encerraron, empecé a visitarlo. Entraba en la celda sin hacer ruido. Él levantaba la mirada del libro que invariablemente tenía entre las manos, esbozaba una sonrisa cuando me veía y comenzaba a leer en voz alta. Era nuestro ritual. Nunca había más palabras que las que se descolgaban de sus ojos hasta sus labios, de a poco, pausadas. Me encantaba escucharlo. Las frases escritas en las páginas se volvían cálidas cuando él las decía. Es que él era así, como aterciopelado, dulce como jugo de naranja: acariciaba suavemente todo el tiempo, con la voz, con la mirada.

Tendría no más de 23 años. Su cara era de niño, pero sus ojos de color avellana eran profundos, como tristes incluso cuando sonreía. Tenía el pelo oscuro, ondulante y un poco largo, pero lo que más me gustaba de él eran sus manos: largas, morenas, delgadas, “de pianista”, como dicen algunos, aunque yo diría “manos de lector insaciable”; será porque las recuerdo sosteniendo libros, porque la palabra “insaciable” me la enseñó él una de esas veces en que me leía un poema: “seguro ni sabes qué quiere decir, ¿verdad?, Esperanza, hija menor de la Fe”. Él decía cosas así, como raras. Yo solamente escuchaba.

“Lecumberri, el palacio negro”, me dijo una vez, “Crujía H, Esperanza, esa es mi dirección ahora… ¡ve tú a saber por cuánto tiempo! Esos cabrones que nos encierran por defender la educación… como si fuéramos delincuentes, cuando los ladrones son ellos, ¡ladrones de la Nación!, ¡violadores!, ¡violadores de la autonomía universitaria!” Esa mañana escribió en una de las paredes “Libertad de expresión” y ya no leyó: se tiró sobre la plancha de concreto que le servía de cama; puedo jurar que lloraba, abrazado como un niño de la única cobija que tenía, un zarape de Jalisco, su tierra. Yo no pregunté nada.

Uno de esos días de visita, el ritual se modificó: cuando entré, me miró fijamente por un instante y no sonrió. Me dejó ahí, parada, sin hacer nada. En lugar de empezar a leer en voz alta para mí, se levantó del piso donde estaba sentado y empezó a recoger los papeles que tenía desperdigados a su alrededor. Callada como siempre, yo lo observaba formar un legajo entre las manos con las hojas ya ordenadas. Se sentó en la orilla de la cama y, con el pelo alborotado, me dijo: “Anoche ya no daba más, este encierro me mata. En algún lado leí que la mejor manera de no deprimirse es dedicándose a los demás, hacer algo en beneficio de los otros. Eso voy a hacer… Estuve toda la noche redactando un proyecto para alfabetizar a los presos. Así soy congruente: la educación es lo que puede salvarnos de este pinche sistema, siempre lo he creído… pues si me tienen acá metido, desde acá lucharé por lo que creo”.

Yo lo miraba absorta. Aunque parecía alterado, algo dentro de él estaba sereno. Había encontrado el modo de pasar el tiempo fuera de sí mismo y, aunque eso implicaba mi renuncia a las jornadas de lectura personalizadas, me alegraba por él. En eso pesaba cuando escuché gritos en el pasillo: “¿Dónde está el sabihondito ese?”. Por instinto (no lo puedo explicar de otra manera), él se puso en pie de un salto y yo me escondí debajo de la cama. No tardaron en llegar a la puerta dos hombres; iban acompañados de un custodio que sonreía maliciosamente, mientras quitaba el candado de la reja que les impedía entrar. “Nomás, chitón cabrones, yo no les abrí”, dijo el uniformado al tiempo que dejaba paso franco a los dos tipos que se veían enfurecidos.

“Ya te cargó la chingada, papá”, le espetó uno de ellos, empujándolo. “A ver, culero, ¿qué dice ahí?”. Él callaba. “Te estoy hablando, güey, no te hagas el muy digno, dime qué chingados escribiste en la pared”. “O ¿qué?, ¿le comieron la lengua los ratones al niño?”, preguntó el otro con evidente sorna. “Serán las ratas” contestó el primero. “Hijo de la chingada, las ratotas te vamos a poner en tu madre. Órale, cabrón: antes de que te rompa el hocico, dime qué puta madre pusiste en la pared”. “Libertad de expresión”, murmuró él. “Pendejo, ¿y eso qué quiere decir?, te veo muy ojón pa´ paloma, puras mamadas hablan ustedes los intelectuales, me cae. Nada que sirva. Que todo pa todos, que presos políticos, libertad… mamadas nomás”.

“Acá con tus pinches libritos nos limpiamos el culo, cabrón. A ver si vas aprendiendo que aquí la escuela vale madres. ¡Qué presos políticos ni que la chingada, güey! Ustedes son tan comunes como nosotros: el mole se nos riega a todos igual, culero. Ahorita vamos a ver si tienes sangre azul, pendejo”. Un golpe en la boca del estómago lo puso de rodillas. Desde mi escondite, escuché claramente salir el aire de sus pulmones: era como un fuelle descargado violentamente. Los dos hombres se fueron encima de él y todo se volvió confuso: se escuchaban los golpes sobre el delgado cuerpo de la víctima, algo crujía, algo se murmuraba, algo se gritaba, todo se mezclaba con la angustia de minutos que parecían ir lento.

Lo alcancé a ver: en posición fetal, sus manos de lector insaciable yacían ensangrentadas como flores marchitas sobre el piso de cemento. Entre los golpes que cimbraban su cuerpo, estiró el brazo izquierdo por debajo de la cama y me agarró con fuerza. Ahí estábamos los dos, vibrando con cada puntapié que él recibía de lleno y yo sentía atenuado cuando el golpe ya había recorrido la mayor parte de su carne magullada. Sólo gemía de vez en cuando, como a su pesar, en un murmullo sacado a fuerza por el dolor. De pronto, su silencio fue tan llano como el mío; se desmayó y las falanges que me aprisionaban fueron abriéndose, como si la conciencia acabara de perderse saliendo por la punta de los dedos.

No había resistencia alguna; inerte, su cuerpo se movía a voluntad de las patadas que los dos hombres le propinaban. Probé su sangre… aterciopelada, suave, dulce como jugo de naranja. De repente, sentí sobre mí una mirada y supe que me habían descubierto. “Espérate, cabrón, deja de patearlo”, dijo uno de los hombres mientras me veía fijamente. “Que te esperes, güey, déjalo ya, nos va a cargar la chingada, cabrón. Ya valió madres, ahora sí la puritita mala suerte no caerá encima, valedor. Mira lo que tiene en la mano, culero”. “Un grillo”, contestó el otro. “No es un grillo, pendejo; ¿no ves que es verde? Es una esperanza... una esperanza”.

Fotografía: Laura Natalia Vargas 

Sombra ©


Hay un instante, por definición mínimo, que atestigüa el desprendimiento. He pasado días enteros en el intento por verlo: atrapar con la mirada el haz de luz que ha de formarse entre el oscuro reflejo y yo, podría ser la oportunidad perfecta para saberme con certeza más que cuerpo.

En la pared de enfrente logré, luego de varios intentos, plegar la silueta gris hasta formar un nudo; dejarón de verse las piernas, los brazos y la cabeza, quedó sólo una media luna imperfecta, aún no sé si creciente o menguando, de ida o de vuelta.

Después, a fuerza de estirar ánimo y extremidades, me hice horizonte; la curva de la cadera formó una montaña; cuando quise explorarla, en el muro apareció un meandro, construí entonces con el hombro la balsa para surcarlo.

Las grietas del muro dificultan la tarea de crearse barco: a la altura del vientre hacemos agua, a veces sangre, nos hundimos entre olas. Entonces hay que ser arrecife, con las piernas pegadas al pecho, con la cabeza en el ombligo, bajar hasta el fondo marino.

Cuando huele a sal, es momento de dejar las orillas: ser mar, irse al estero, diluirse en las partes soleadas, retornar hasta el río, emprender la búsqueda del árbol que somos verticales, hacer ramas como los brazos, dejar el juego de sombras para las manos: ellas sí saben formarse pájaro.  

Noche bruja de luna abierta ©

Que las madres y las hijas puedan vivir en paz.


Hay un incendio en el monte Cielo, la brasa viva huyó brincando desde la hoguera en los llanos Venus; se había tumbado con los muslos entreabiertos: hecha la roza, seguía la quema. Rompió las aguas que allá son negras, sus ríos mancharon el blanco nube y el blanco estrella: la luna da a luz entre tinieblas.

Los hombres tiemblan. "Sangra", dicen con miedo, "¡ella tan pura y estaba llena!". "Pero es mujer", canta la abuela, limpia su vientre que ha sido cueva: quitó los tallos de malas hierbas, consumió sus restos prendiendo fuego, sembró. Ahora cosecha". "¡Pero está roja!", contestan ellos, "y al rededor, ¡todo es tan negro!". Ella consuela: "Se prenden cirios en los entierros, para parir no hacen falta velas; sólo los muertos buscan la luz, aquí en la vida se anda a ciegas".

"¡Bruja!", gritan los hombres, "¡encima, vieja!"; "¡sigues tejiendo como si vieras!". "No veo ni la punta de una hebra, pero sé. Con mis canas estoy haciendo un manto blanco que cubrirá al río que está naciendo: beberá en cascadas de mujeres que saben lloverse cuando duele, comerá de sus risas alegría y en sus faldas se hará fuerte".

"¿Para qué quieren un nuevo afluente?, ¡ay!, las mujeres, urdiendo historias,¡ahora apuñalan el firmamento! ¡si ustedes sangran, ¿por qué nos hieren?!". "Es noche bruja de luna abierta; como los puertos, esperamos que naveguen hasta nosotras los restos de aquella antigüa balsa, la que naufragó hace años en el desierto; las cruces mudas no nos oyeron, creamos mares entre la arena, buscamos huesos, ¡son nuestras hijas!, ¡somos sus madres!; aunque vacías, vamos pariendo.     

Alba ©

Trabaja en intentarse,
no se espera.

Traduce su otra
a límites posibles.

Dialoga
con su mitad amordazada.

Forjándose entre dudas
de verdad ambígua,
se da a luz.

(Maria Gabriela Piccini)


De entre las miles de respuestas acumuladas a su alrededor, Alba extrajo una pregunta: aprisionó, entre el pulgar y el índice, la esquina del signo de interrogación inicial y la fue jalando hacia arriba hasta que quedó frente a sí. La frase suspendida se balanceó brevemente de un lado al otro, mientras ella se cercioraba de que estuviera intacta. "¡Ahí está!", exclamó, y acarició con un dedo el punto que cerraba la interrogante. "¡Taimado!, siempre oculto bajo el signo que continúa, nunca das por terminada la historia".

Alba nació en el último filo de la madrugada, justo cuando el sol, aún oculto, despejaba de lejos la noche, con esa luz tenue que anuncia su llegada. Sin embargo, no fue por el amanecer que la llamaron de ese modo, sino por la palidez de su piel que a penas contrastaba con el cabello rubio, casi platinado, y con los ojos azules de agua clara. Alba era blanca, blanca en una tierra morena como las manos de la partera que la sostuvieron cuando salió del vientre de su madre.

Su padre, arqueólogo alemán, esperaba afuera de la habitación donde era atendida su esposa: las costumbres del lugar así lo indicaban. “En estos parajes, la maternidad es cosa de mujeres, ya lo sabes Abelardo”, le decía Louise, acentuando la última letra del nombre de su marido. Ella, escritora francesa, amaba la “o” que la traducción al castellano regalaba a Abelard, suavizando incluso, aseguraba, la fisonomía de aquel germano tosco con el que se había casado.

Louise se había empeñado en tener a la primera y única hija de la pareja conforme a la tradición de los Altos de Chiapas, región en la que se habían instalado hacía un año, cuando Abelard aceptó dirigir un ambicioso proyecto, financiado por la Fundación Alexander von Humboldt en Palenque. Estuvieron sólo un par de semanas en la selva. Louise se quejaba del calor y la humedad; por eso decidieron vivir en San Cristóbal de las Casas, aunque ello implicara la ausencia de Abelard durante días. La verdad es que la escritora no resentía la situación: le gustaba estar sola y, aunque se alegraba cuando su marido volvía, sentía cierta tranquilidad cuando se iba. El mismo tipo de alivio que sintió Abelard, cuando supo que no estaría presente durante el parto.

Desde niña, Alba se relacionó de manera especial con las letras. Cuando pudo dormir sola, lo hizo en un cuarto que su madre decoró llenando de frases inconexas las paredes; sobre un fondo tan blanco como ella, aquellos garabatos parecían moverse de noche y los dedos infantiles de Alba se entretenían por horas recorriendo la caligrafía de tinta china, hasta que un día, casi sin notarlo, supo qué decían: “de mar la madrugada”, se leía al centro; “el olor de las ciruelas” se acomodaba en la esquina izquierda, rodeando ondulante el apagador de la luz, junto a la puerta; “quemante estancia” bajaba desde el techo, por la diestra, y abarcaba un pedazo del siguiente muro, burlando la esquina con un breve espacio entre las dos palabras.

Cuando cumplió diez años, Alba recibió con gran alegría lo que consideró, durante mucho tiempo, el mejor de los regalos: un juego de mesa. “Scrable”, leyó sobre la tapa de cartón y se demoró un poco mirando fijamente el dibujo de las fichas blancas con letras negras. Se olvidó de la fiesta; renunciando al pedazo de pastel de manzana que su madre hizo, fue corriendo a su cuarto y dejó caer sobre el piso el contenido de la caja: apartó el tablero de colores y las barritas plásticas que servían para acomodar los pequeños cuadros color marfil donde se afianzaba cada letra y se rodeó de ellos para irlos mirando; no pudo evitar fruncir el ceño cuando descubrió un pequeño número en la esquina superior izquierda de cada pieza, pero lo pasó por alto y empezó a formar frases, como las de las paredes, sobre el barro encerado del suelo: “la rubia niña lloraba”, un fragmento del primer cuento que su madre escribió para ella.

Para Alba, su padre era como la noche: recurrente, pero oscuro, frío y distante; lo veía llegar cada dos semanas, sacudirse el polvo de su vestimenta antes de entrar a la casa y sentarse a hablar por horas con su madre. Lo quería, sí, pero odiaba que Louise guardara las páginas escritas, horas antes de que él arribara. Su casa dejaba de estar en ese silencio tranquilo que era roto sólo por el sordo sonido del teclado que su madre usaba toda la mañana y el olor del café se atenuaba. Con su presencia, también se terminaban las noches junto a la chimenea, cuando su madre le leía lo que había escrito, casi siempre cuentos, pero a veces también poemas y frases sueltas que prometían entrar dentro de los márgenes de algún texto fantástico. Ella y su madre se ponían tristes y sólo volvían a alegrarse cuando Abelard empacaba los reproches junto con la ropa limpia que se llevaría nuevamente a Tuxtla: hacía tiempo que se había incorporado como investigador de tiempo completo del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

“Los mayas que él estudia no son los mismos con los que nosotros convivimos todos los días, Alba”, le decía su madre arrastrando la oración hasta hacerla sentencia y llenarla de melancolía. “Él no entiende a la gente de acá, no sabe por qué tú yo somos felices comiendo los tamales de chipilín que nos ofrecen sus manos de cobre”. “Yo no quiero volver a Europa, Alba; la próxima semana cumplirás 16 años, eres lo suficientemente mayor como para decidir si te quedas conmigo o te vas con tu padre”. Alba guardó silencio. No le resultaba difícil elegir, pero sabía que apresurar la evidente respuesta no era lo que de ella se esperaba. Se quedaría, sí, dejaría partir a su padre como siempre permitió que se fuera: un beso en la mejilla y el silencio prolongado que ambos se dedicaron todos los días de su vida. “Sin palabras”, era para entonces la frase favorita de Alba.

De su padre nunca oyó más que preguntas: “¿Por qué te empeñas, Louise?, en Alemania Alba podría ser atendida, ¿no lo entiendes?, ¿crees que puedes tenerla encerrada en esta casa, rodeada de personas que no son su gente, así, incomunicada del mundo? Ella necesita atención especializada, ¿no te das cuenta?” De su madre siempre fluyeron respuestas: “Alba no necesita médicos, Abelardo, ella es feliz; el encierro no se lo impongo yo, ella vive en su mundo y soy yo quien se ha venido a encerrar con ella, porque quiero, porque me da la gana. Su gente es está, aunque a ti no te guste y sólo en este sitio ella podrá seguir siendo como es. No me voy, si quieres intenta llevártela, ella puede elegir, lo sabrás con sólo preguntárselo”. “¿Cómo crees que voy a preguntárselo, no me habla, de hecho no habla con nadie, Louise, por favor, entiende la situación”. Su madre no cedió y el padre decidió dejarlas.

Abelard no le preguntó a Alba. Como siempre, se fue sin mediar palabra, pero esta vez no buscó la mejilla de su hija que, en un rincón de la pieza, cosía letras de felpa, uniéndolas por los bordes que podían juntarse para formar palabras y luego oraciones completas. A su alrededor se dispersaban las figuras de tela; algunas, ya unidas, formaban montoncitos en los que ella hurgaba para dar con la frase exacta. Miró la espalda de su padre y extrajo una pregunta: aprisionó, entre el pulgar y el índice, la esquina del signo de interrogación inicial y la fue jalando hacia arriba hasta que quedó frente a sí. “¿Me quieres así, frágil y callada como el alba?”

Guardianas de las aguas ©

Karina no lo había elegido. Nació así: rubia y blanca, con el cabello rizado que un día la condenó.

“Tú eres de las aguas”, le dijo un niño cuando ella miraba atenta el atrio de la iglesia. “¿Perdón?”, contestó intrigada. “Tu cabello es como las ondas que se escurren por las piedras de la cascada”. “¡Guau!” –dijo divertida– muchas gracias, jovencito, le auguro éxito en el arte de halagar a las mujeres cuando sea mayor”.

El chico la miró desconcertado. “No tienes más de 11 años, ¿verdad?”, siguió ella, ignorando la sorpresa de aquel niño tan serio. “Casi 12. Para nosotros, los mayas, la gente como tú son guardianas de las aguas”, dijo él y se fue corriendo. A mitad de la calle se detuvo y, cerciorándose de que ella aún lo veía, le gritó: “Ve a la caída de agua, sé que te esperan”.

Caminó casi dos kilómetros para llegar a aquel lugar. La humedad de las hojas trepaba por sus piernas y el frío se le instaló en algún sitio detrás de las costillas. Decidida, cruzó el bosque; intuía el camino con ayuda de un suave rumor líquido que parecía llamarla.

Sin detener sus pasos, logró ver entre las ramas de los árboles la orilla de un río y se estremeció, cuando detrás de una roca, salió el chico con el que había hablado por la mañana. “Me asustaste”, le dijo casi en un grito. Él sonrió y comenzó a quitarse la ropa. “Ven, vamos a nadar, güerita”. “¡Chamaco calenturiento!, ¿crees que voy a desvestirme para que me veas? Eres un nene, no deberías estar citando mujeres en el bosque: no sabrías ni qué hacer con ellas”. “Yo no, pero mis amigos sí”.

No supo de dónde salieron los cuatro hombres que se abalanzaron sobre ella. Sin mediar palabra, le arrancaron la ropa y la violaron. No opuso resistencia. Sin dejar de mirar el cielo, que pintaba violeta, sin llorar, sentía el crujir de las hojas bajo su cuerpo.

“Gracias, Chucho –escuchó una voz– “esa historia maya de las guardianas de las aguas siempre funciona. Ya te tocará gozar de las güeras cuando crezcas.”

La cornisa ©

Mamá siempre me dijo que mi problema era no atreverme, no tener iniciativa en la vida, dejar que el miedo y la inseguridad se sobrepusieran a la poca voluntad con la que había nacido. “Siempre fuiste frágil, César, desde chiquitito. A las dos semanas de nacido ya te me andabas muriendo, una infección en los riñones que les dio a ti y a tu gemelo. Los dos estuvieron en el hospital, pero él salió pronto; tú no luchabas, era un problema que comieras: te tuvieron que poner una sonda. En cambio, Óscar, ¡uy!, él, con todo y enfermedad, pedía a gritos la comida. En una semana se repuso”. Esto último lo decía mi madre riendo alegremente. Yo esbozaba media sonrisa; la verdad es que no me hacía ninguna gracia la anécdota.

Estudié Administración de empresas, como en mi familia se esperaba que hiciera: en el futuro, alguien tendría que hacerse cargo de la fábrica de guantes que mi padre había montado y que, como decía mi madre, era nuestro único sustento. Óscar se negó rotundamente: decidió que sería artista, no abogado como mi padre.

No bien Óscar anunció su desacuerdo, mi padre estrelló ambos puños sobre la mesa, haciendo que todo se cimbrara sobre ella; la cena terminó en ese momento, todos dejamos de comer, pero ni mi madre ni yo nos atrevimos a levantarnos de las sillas y nos quedamos atestiguando la ira de mi padre y el silencio de mi hermano, un silencio prolongado que estaba muy lejos de la aceptación: pesado, denso, firme. Al final, una sola oración: “Me da igual que la empresa se quede sin abogado. El día en que tú mueras, yo seré pintor”.

Mi hermano no cambió de opinión ni cuando mi padre le dejó en claro que el día que saliera de la casa, si no era para estudiar Derecho, dejaría de tener cualquier tipo de apoyo por parte de la familia. Óscar se fue y mi madre se concentró en mí: “Tú no nos harás lo mismo, tú sí nos necesitas y lo sabes”. Sí, lo sabía, siempre lo supe. No me sentía capaz de dirigir mi propia vida, así que hice caso y entré a la escuela para administradores.

No fui un alumno destacado, pero tampoco lo hice mal: obtuve el diploma y acabé de formarme en la empresa familiar, de la mano del administrador de mi padre, un viejo que no conocía otro sitio que esa fábrica y que me preparaba para sucederlo el día en que se jubilara. Mi historia laboral no tiene misterio: se fue mi tutor y ocupé su lugar, desempeñándome como era debido, para beneplácito de mi padre que se murió tranquilo luego de firmar los papeles correspondientes para que yo heredara todo aquello: la fábrica, la casa, el dinero y, claro… la compañía de mi madre.

Todo parecía estar bien. Llevaba una vida tranquila, encausada según los trazos que mi familia había marcado de antemano; no había por qué modificarlos, ellos parecían saber mejor que yo lo que me haría feliz. Lo poco que supe de Óscar no era alentador: vivía a duras penas, trabajando por las noches en una fábrica de productos plásticos como velador y pintando por las tardes, luego de dormir un poco, comer a medias y beber de más, todo en un pequeño cuarto de azotea en el centro de la ciudad. Jamás lo visité: mi padre había prohibido que lo viéramos y la única que contradecía esa regla era mi madre, aunque poco y siempre a escondidas.

Lo enterramos antes que a mi padre: una de esas tardes en que, sentado sobre la cornisa, bebía para inspirarse, cayó del techo del edificio donde habitaba… Algunos dijeron que se había suicidado, pero no, Óscar no era así, no era frágil. El conserje del lugar nos avisó. Tenía el teléfono de la casa porque un día mi madre se lo dio “por cualquier cosa”… y “la cosa” pasó.

No se puede decir que hubo un duelo: Óscar había dejado de existir mucho antes para nuestra familia; al menos para mi padre, que no volvió a pronunciar su nombre desde el día en que se fue y que, para mí, prefería no pensar en él. Mi madre lo lloró discretamente: temía que mi padre se enfureciera con ella y le gritara como el día en que nos dijeron que Óscar había fallecido y entró en crisis. Mi padre la miró, me dijo que pagara con dinero de la fábrica el sepelio más barato y luego, exasperado, tomó a mi madre de los hombros y le gritó: “¡Deja de llorar!, esas son las consecuencias de parir hijos así… tú con tus consentimientos, tú con tus rollitos de andar pintando cuadritos para expresarte… ¡tú con tus pastillas para dormir, para los nervios, para vivir, para todo, tómate uno de esos calmantes y deja de llorar! Se te murió un hijo, bueno, ¡para eso tuviste dos!”

Sí, mi padre era un hombre así: fuerte, decidido, recio… Sí, sí, se podría decir que violento, aunque… no sé, sólo era así: decía lo que convenía y a nosotros nos tocaba acatar. Nos daba lo que necesitábamos para vivir. Óscar no quiso y pues se murió: ley de vida. Si hubiera estudiado Derecho, habría estado en la casa y en la fábrica, protegido por mi madre y dirigido por mi padre. No quiso: prefirió volar y pues… voló… literalmente, se lo llevó el viento.

Yo me quedé. Cuando murió mi padre, me hice cargo de la fábrica y estuve con mi madre hasta que falleció hace un mes. Me quedé solo: tengo una casa, tengo una empresa, soy joven (a penas 30 años), puedo hacer lo que yo quiera… Pero soy frágil… por eso me tomé las pastillas de mi madre y vine al edificio donde vivió Óscar. El conserje tiene el teléfono de la casa, pero no hay quién conteste. Por eso, desde la cornisa, escribo esta carta para él: siempre hay que despedirse, aunque no se tenga a nadie.

Tiempos de paz ©

Construimos las trincheras en tiempos de guerra; algunos de nosotros pasamos demasiado tiempo dentro de ellas o tal vez las alcanzamos a penas, cuando creímos que las heridas no cerrarían y nos echamos a morir en ese espacio de tierra, estrecho y hondo; la única porción que quedaba tibia, el único territorio que, si bien no sabíamos habitar, parecía recibirnos a pesar de todo.

Nos volvimos veteranos con el cerebro lleno de recuerdos, de imágenes sangrientas; así aprehendimos el dolor, lo hicimos nuestro porque atormentaba más lo ajeno, lo otro, lo que no fuimos capaces de sentir a tiempo, aquello que no vimos, que no intuímos, que dejamos pasar como bala perdida, una más entre el fuego, una más por la vida.

En nombre de la paz llenos de miedo, temor al dolor que termina doliendo más que aquello que tememos. Guardamos en secreto banderas blancas; volvemos a las trincheras cada que estalla algo, a veces sin saber que es fiesta, que afuera hay alguien que nos celebra.

Ciruelas ©

Como ciruelas un poco porque sí y otro poco por sentido estético. La primera que probé era del huerto de mi abuelo. La descubrí una mañana al pasar cerca del altar para los muertos. La robé y corrí a esconderme en el tapanco oscuro donde aguarda el maíz de la última cosecha. Me senté sobre un jacal abandonado, puse la fruta bajo el único rayo de luz que entraba por un pequeño hueco en el techo, la miré atento. Con la misma calma con que ahora observo tus piernas, iluminadas por la claridad que se escurre entre las persianas.

Tenía entonces siete años y sobre mi mano aquella ciruela brillaba. Era del color del jarabe para la tos que me hacían tomar cuando estaba enfermo. La maravilla era su redondez sutil, casi perfecta, como la línea que se abulta, de perfil, tenue, por debajo de tu ombligo. No sé por qué, pero la acaricié del mismo modo, casi religioso, en que paso mi palma derecha por las cumbres de tu cadera.

Luego la olí: acerqué mi nariz, respiré hondo: trataba de aprisionar el delicado aroma que despedía su piel madura, como cuando intento retener el humor que se desprende de tus muslos entreabiertos y recuesto mi cabeza en tus rodillas flexionadas; éxtasis, casi en trance me abrazo como niño de tu última porción.

La lamí, sentí deslizarse entre mis labios la carne tersa. Me demoré a propósito en un costado de ella, igual que ahora lamo, despacio, la orilla de tu seno izquierdo. Quería ablandarla sin morderla, como a ti, a fuerza de saliva y placer en espera.

Llegó el momento: la tomé con ambas manos y hundí su centro con fuerza. La abrí. Sentí cómo se desgajó la pulpa y el jugo derramándose en un vertiginoso recorrido que se detuvo en el codo de mi brazo derecho. Así, como ahora hurgo en tu interior y dejo que resbales líquida sobre mis ansiosos dedos.

Después la nombré: “ciruela”, las sílabas se me enredaron en la lengua, como ahora tú buscas enroscarte por mi cuello. La mordí. El sabor agridulce estalló entre mis encías, bajó por la garganta y se me alojó en el pecho, de la misma forma en que te has ido instalando en mi vida desde aquella vez que te escuché jadear debajo de mí, sintiéndome tan dentro.

Por la noche, cuando me desvestía, mi abuela encontró en el bolsillo de mi pantalón el huesito de la ciruela. No quise tirarla: la enterraría en tierra fértil para que algún día se hiciera árbol, como cuando dejo mi semen en ti. Mi abuelo se mostró indignado con el nocturno hallazgo; decidió que el hurto debía pagarse: allá fueron los cinco pesos de mi domingo. Pasé la noche en vela.

Fue la primera ve que pensé en mi suerte. Así, como ahora dejo un billete rojo sobre la almohada y salgo de tu cuarto pensando: “Cecilia, yo te busco como a las ciruelas: un poco porque sí y otro poco por sentido estético”.

Abel ©

Sabías hablar con precisión del inicio de todas las cosas, de lo que es porque no está más que siendo. Quien conocía tu voz, estaba cierto de su origen en tu mano izquierda: con ella ponías en el aire las tildes, las comas, los puntos; quedaba por un instante volando sobre el silencio.

Caminabas hacia dentro sin rumbo desconocido, midiendo el tiempo exacto que duraba un abrir y cerrar del compás de tus pasos. Supongo que para ti la vida era sendero; la alargabas contando la distancia como se cuenta un cuento.

Te daba pereza el miedo, el tuyo más que el ajeno. Preferías el vértigo de los balcones, con un whisky mejor, asomándote al corazón dispuesto. Relojero, siempre puntual, no te sobraba el tiempo.

Solías evaluar las esquinas, doblez de pavimento, según salieran de ellas gatos o ratones. "Ahora vivo en un barrio muy roedor", me dijiste contento. Yo estaba por mudarme: "Alacranes, mejor mininos y más céntrico. La Roma", te expliqué. "Al fin que todos los caminos conducen a ella", fue tu respuesta.

Nos amistaron más los finales que los comienzos. La última página del libro de Kavafis, es más, el último de sus versos. La escena final de aquella película con sabor a pay de Blueberry y el resquicio de las tres puertas que cerré en mis andanzas y que tu pensabas debía dejar entreabiertas: "el amor puede no saber tocar el timbre", decías. Yo contestaba que, de ser, sabría meterse por la ventana.

Pero sobre todo, nos hicimos amigos por el fin del mundo. Quedó pendiente la apuesta, con todo y el Arcano XIII que saqué como argumento: mística yo, escéptico tú, sonriendo los dos. Tú sí podías tocar el sol: tus alas no eran de cera. Así te recuerdo. ¿El amor?, tenías razón Abel, te cuento que llegó a mi vida, ¡entró por la puerta!; del tarot fue la carta XV y todo parece indicar que trajo consigo la XVII. Pero el mundo, ¿sabes?, sigue sin terminarse.   

Metáfora vegetal ©


Cuando era niña, solía treparme en lo alto de un árbol de tejocote. Sería más poético decir que era un ciruelo o un jacarandá, pero era un tejocote y, para mí, el ser más hermoso sobre la Tierra. Para llegar a él, era necesario sortear la férrea vigilancia de una vecina: el árbol estaba en el jardín central del condomino donde vivíamos, enrejado por los cuatro costados, prohibido para niños y perros. De cualquier forma, yo siempre lograba escalarlo con un libro en la mano y pasaba las tardes sobre sus ramas, leyendo o acechando a su voluntaria custodia.

Quizá por eso, cuando leí El Barón rampante, muchos años después, tuve la certeza de que Calvino y yo compartíamos el gusto por los follajes. Pero las hojas de aquel árbol escribieron historias más fantásticas que las de los libros y, claro, quedaron impresas dentro de mí. No puedo explicarme de otra manera el modo en el que veo el mundo. Me pienso como árbol: todo a mí alrededor tiene o carece de raíces, brota, echa frutos o se seca. Lo mismo el día que la convicción política, el discurso que la noche, la manifestación o el silencio, la alegría o el amor; todo es  metáfora vegetal.

De mi familia, por ejemplo, puedo decir que tiene raíces fuertes, aunque nunca profundas; es como los eucaliptos, rompiéndo el asfalto de la historia en su afán por pertenecer a un sitio que nunca termina de ser suyo. Gitanos que hacen de sí mismos la tierra donde pasar la vida, semilla aérea. En mí veo sus ramas, incluso aquellas secas, como la abuela de la que no existe un sólo retrato y que surge entre el olvido porque, dicen, su mirada reencarnó en la mía; por eso le echo agua, esperando que florezca, aunque ella quiere tinta y fresas.

Éntasis ©


El alma es una piel ligera como de gasa, lo sé porque la siento cuando se da la vuelta, cuando se hace remolino. 

Inicia en el fondo del ombligo; justo por debajo de la costura principal que se desprende se forma un hoyo que atrae el resto hacía sí. Poco a poco se van soltando los hilos de las extremidades, se desalman despacio, descubriendo cada milímetro de entraña. Galaxia de tela que se hunde en el cuerpo interno y empieza a ser sólo abismo; antes se tocaron útero y corazón, intestinos y garganta. 

Se va. Queda el instante vacío. Éntasis.

Luego, con la brevedad de una pirueta se vuelca, hace un doblez: equilibrista en el aro de la oquedad primigenia, cuelga al revés y asoma una punta que podría ser muy bien la de un pie. Vuelve al cauce como el agua del río que salva los diques; se tiende, estirándose hasta la última esquina del ser donde cose de nuevo los bordes; antes se tocaron garganta e intestinos, corazón y útero.

Vuelve. Llena de instante el vacío. Éxtasis.