Ella parió un planeta ©

Ella parió un planeta, al menos eso parecía aquella esfera pulida que rodó por la alfombra entre sus piernas. Me miró asustada, "vino de aquí", dijo, al tiempo que cruzó las manos sobre el vientre en una actitud casi sacra. Me reí. No pude evitarlo. No es que no le creyera, pero mirarla de ese modo, tan descompuesta, ella que de todo reía, con el cabello alborotado como si fuera un asteroide, la cara de loca, ¡por Dios!, que esa cara de loca me mataba de risa. Pero ella lloraba, seguía llorando, por sus mejillas escurría mercurio, puedo jurarlo, plateado, líquido; sus labios encendidos, brasa pura, me quemó la frente con un beso.

Dejé de reír y los causes metálicos se secaron sobre su rostro. Ella tomó la esfera entre sus manos, la observó intrigada, "pesa", dijo, pero al soltarla su consistencia era la de una burbuja de jabón que subió hasta el techo; giraba y en cada vuelta la luz hacía un pequeño espejo rectangular por el borde que nos tentaba a vernos las marcas.

Nos pusimos de pie, alcancé una silla del comedor, subí por la esfera, la atraje con delicadeza hasta que logré atraparla entre mis dedos. "Pesa, sí", dije mientras la acunaba con la mano derecha. Vi mi rostro descompuesto en el espejo volátil, el cabello alborotado como si fuera un asteroide, la cara de loco, ¡por Dios!, esa cara de loco que la mataba de risa. Pero yo lloraba, seguía llorando y por mis mejillas escurría mercurio, puedo jurarlo, plateado, líquido; mis labios encendidos, brasa pura que al toque de un suspiro reventó la burbuja: se hizo galaxia.

© Imagen: Planet Earth de Juan Carlos Guarneros.        

Marea alada ©



Ele con ele
las alas
alas con alas
las olas
olas con olas
la mar.

Mares con mares
la vida
vida con vida
las horas
hora con hora
el ahora.

Alas,
vida del mar
con las olas,
con las horas,
con la vida.

Ahora tengo alas
y olas
y mares
y vida.

A deshoras,
con alas,
con olas,
con vida.

Marea alada:
vida que en horas
se hizo ahora
de alas
de mares
de olas.

Versos para el alma ©


Las palabras no conocen  límites, se vierten suaves, fluyen, incluso cuando callan.

Los versos más hermosos son orillas en derrumbe: trágicos, alegres, tristes, temblorosos miran el vacío donde se han gestado, el abismo al que caerán para volver, para dejar de ser, para volver al ser.

La poesía: frontera deshecha a fuerza de caricias salinas, lenguas húmedas, tibias manos como arena, como las dos de cal que hacen la cruz bajo los ataúdes llenos de flores, como vidrios pulidos contra la marea.

Paradójicos continentes, cada letra se desborda, escapa fuera de la frase, emprende deslices que la conducen al agua, ¡el agua! 

El agua, sus corrientes imbricadas.  El agua deslava lo mismo tinta que sangre.  El agua que me habita, donde habito cuando me llamo Alma, ¡el alma!

El alma se quiebra en la métrica, no sabe ser verso, curiosa se desarma, se hace prosa, destellos de mañana. El alma. De ella es mejor no decir nada, acudir presto a los silencios, abrevar del vientre fértil que va pariendo palabras, palabras sin límite, suaves, que fluyen calladas porque son del alma.

Hidrográfica o los cauces del ser ©

Para mí, la vida es líquida: agua que nace entre montañas, transcurre de la mano del tiempo, en busca de Hades pasa por el inframundo  como lava, descansa liminal en los esteros, se hace bruma, llueve, fluye, anda. 

Desde niña busqué la esencia vital. En época de lluvias no había charco que escapara a mis pasos; caminaba sobre ellos del mismo modo desequilibrado con el que los transeúntes precavidos intentan sortearlos. Yo evitaba las partes secas de la acera, me sentía inmensamente feliz cuando las plantas de los pies se humedecían: vida filtrada a través de los hilos de mis calcetas. 

En las alamedas, las fuentes, oasis entre el asfalto, eran la oportunidad perfecta: soltaba la mano de mi abuelo y corría desbocada hasta entrar en ellas. ¡Cuánta desilusión me provocaba encontrar en el centro de la alameda un quiosco rígido aunque redondo, en lugar del cuenco gigante con agua serena!, pero cuando existía, el regaño sabía a deliciosa promesa: me esperaba la maravillosa tina con agua tibia que mi abuelo prepararía resignado en su casa. El problema siguiente era sacarme de ahí antes de que volviera a enfriarme: no había modo de hacerlo sin que yo llorara, viendo desconsolada la piel de mis dedos blancos, suaves, en remojo hasta arrugarse como pequeñas larvas opalinas que prometen seda.

Aprendí a nadar gracias a una ocurrencia de mi padre: tirarme sin más preámbulo a una alberca cuando tenía dos años; mi madre, angustiada y protestando, dejó de llorar cuando me vio salir a la superficie con la alegría instalada en todo el cuerpo, reía, me movía con torpeza huyendo de sus brazos que deseaban ponerme en tierra. 

Más tarde, mi abuelo decidió darme gusto cuando íbamos a su pueblo y para ello tomaba precauciones un poco curiosas: me llevaba a una poza de agua helada, al pie de una cueva con tapiz de helechos enormes y musgo perlado; ahí, amarraba mi cintura con una cuerda cuyo extremo él sostenía desde la orilla para monitorearme a distancia. Yo, encantada por el rumor líquido de las corrientes internas, me lanzaba de un brinco y me hacía agua con el agua, frío con el frío, pez níveo diluído.

El mar. La primera vez que me encontré con él no me dejó tocarlo, estaba de fiesta: decenas de globos acuáticos y coloridos se paseaban por las olas, tranquilos espejos cóncavos que devolvían al sol su mirada en una perfecta operación aritmética: multiplicación de luces sobre el rumor de la marea, las medusas de vidrio fundido que se desinfla en tierra. Aquella vez no me importó estar fuera del abrazo líquido, era suficiente con la brisa mojada, aprendí a escuchar con atención el agua, sé que cura de sólo mirarla.

No puedo decir que me cansé de ver la piel vasta del océano, pero empecé a preguntarme a cerca del universo anegado que permanecía abajo de aquello: ¿qué habría en el lecho marino, más allá de las conocidas sirenas, de Tritón y su trono de espuma acuarela? Bucear no era lo mío, anhelaba pisar con fuerza la  superficie del algún andamio bajo el mar. El día llegó, subí a la barca de unos pescadores en busca de la alberca natural que el Pacífico reservaba entre rocas con erizos: ataviada con un cinturón de plomo, un visor y una manguera que enviaba aire desde la lancha toqué fondo, caminé extasiada por los laberintos de un bosque coralino del que se desprendían aletargados los pulpos, me asomé por cuanto hueco aparecía en la enramada salina y juro que un pez amarillo me besó en la boca.

La escafandra la obtuve después, durante una expedición involuntaria rumbo a mis profundidades. El alma, la parte perdida de mí, luego del naufragio anunciado me esperaba hecha un ovillo en medio del costillar de una vieja embarcación. Con astillas en las alas y fisuras en la voluntad, fui a dar desvanecida en la corriente de mis ríos embravecidos, iba por mí y me traje. Saqué la fortaleza, quizá las branquias, me crié por un tiempo detrás de un arrecife naranja; sobre el vientre carcomido cultivé un huerto de plantas medicinales, en la cutícula de la osamenta escribí el primero de mis textos. Luego sincronicé los cauces del ser con las corrientes de la luna: cual reloj voy creciente, menguo, me hago nueva y vuelvo. Salí a flote: habitante de ciudades hundidas que renacen cuando baja la marea, me hice hechicera.  

Quiromancia ©

Los que saben, dicen que Venus se alza en los pulgares, frente a la Luna que ha de tener raíces porque se sostiene apenas en el costado interno, abajo, como si hubiera nacido menguante en la mano y deslizara su luz hacia el abismo de la articulación. 

En el índice, Júpiter, hijo de Cibeles, señala el camino, pero es más corto que Saturno y como herencia del Cielo nos deja perdidos, sin rumbo, en medio.

Con el Sol, la palabra amén se aloja en el anular, fin de la voluntad humana, principio de algo divino. Mercurio, metálico, líquido, alquimia, ¡voilá!: ¡se volvió melaconlía el olvido!


Por eso borré el destino que surcaba la palma de mis manos. Enterré la navaja entre la línea de la vida y la del corazón; yo sólo sé vivir a fuerza de víscera, no entiendo el llano que se forma casi insalvable entre ambas cosas y miro curiosa los montes astrales que hacen del sino cuenca cuando recojo los dedos para ver, por fin, una laguna roja.

La suerte está echada, vital se desangra. Sonrío, será que entre tantas marcas extravié el hilo que conducía la razón. Me destino.

Azul celeste ©


Cuando quiero azul celeste
pinto el techo de mi alcoba:
le dibujo una galaxia
con planetas que amanecen.

Cuando quiero azul celeste
me deshago de las nubes
filtro noches deslunadas
con tamices de agua dulce.

Cuando quiero azul celeste
aproximo el alma al fuego
me caliento en la fogata
de recuerdos placenteros.

Cuando quiero azul celeste
cuento ovejas entre sueños
con su lana tejo el viento
hago mantas para invierno.

Cuando quiero azul celeste
te imagino, caminante,
descansando en el sendero.
De mis manos hago un cuenco:
nos bebemos uno al otro,
aunque aún no nos sabemos.

 

Plegaria ©

Ahora que sabemos que hay agua en la luna, pienso que de noche se escurren los días. Por eso busco entre las piedras húmedas la mañana futura, cálida y tranquila. 

Sé que vendrá, como llegaron las certezas: el corazón es sólo viscera, el alma es una mentira, se ama con todo el cuerpo, verdad piadosa entre pecados concebida. 

Bendita soy junto a todas las mujeres, porque en el vientre hueco se gesta el universo, el sol que nace ardiente, líquido deseo, amníotico, primigenio.   

Naturaleza viva ©


Había una mesa rectangular, tres sillas, la cuarta fue un misterio, se habrá quedado en el almacén de la tienda a la que no reclamé; quizá, perdida, terminó por hacer un cuarteto con otro trio, en otra casa, de otra mujer, cercana a un mantel distinto, sin sombras que tiemblen al compás ondulante de la flama sobre la vela. Me gustaba la ausencia, símbolo de otras faltas que, así, ni era necesario interpretar; el vacío, la posibilidad. 

La vela era tan grande que parecía no tener fin, pero lo tuvo: a la mitad del camino, el blanco pabilo se ahogó en la laguna de cera roja. Esa noche recordé la sombra de la soga con la que se ahorcó mi amigo de la adolescencia, será porque la vi en la oscuridad: serpiente parda, parecía reptar sobre la alfombra buscando el calor de los pies que la esquivaban. 

Las paredes de mi casa se aparecieron grises en la penumbra; llegó la lámpara color naranja y con ella el hábito de acostarme en el sofá por horas para mirar contornos: formas sin fodo, planas, móviles, el frutero, los cuadros, la máscara, el jarrón, el baúl, los pies, las manos.

El paraíso es naranja, solía decirme. Pero ahí, lo único vivo que quedaba era mi gato... y yo que poco lo parecía. Naturaleza muerta, formábamos parte de un bodegón siniestro.Ahora no cierro las cortinas,dejo que la luz del día se cuele por la sala hasta la recámara. Murió mi gato, pero compré un florero. Por eso me gusta que me regalen flores: naturaleza viva para los que aquí nos quedamos.