La cantaleta ©



Eso de dejar en libertad a mi niña interior me sale fatal. Se lo advertí a Ramiro pero él insistía. 

-Eres muy rígida, no te sueltas, Araceli, por eso luego andas que no te la acabas. Mira cómo yo he cambiado desde que me solté.

-¡Vaya que has cambiado, Ramiro!, ¡vaya que sí! 

La cantaleta de la rigidez aparecía a cada rato, al grado que llegué a pensar que lo rígido era que así me considerara, pero él contestó que ese pensamiento era la prueba de que me hacía falta soltarme un poco. 

He sido la más flexible con él. No se la hice de tos cuando dejó el trabajo en la constructora, me mostré comprensiva cuando me dijo que no era lo que le hacía feliz, apoyé su decisión de cambiar de rumbo... ¡Vaya rumbo! Al final hasta acepté ayudarlo con lo del famoso experimento.

****

Necesito tu ayuda, no me darán el certificado si no practico lo que me están enseñando.

-Practica en el espejo.

-No seas así, ándale.

Comenzaba de nuevo con el asunto de liberar infantes atrapados en el interior de nosotros, los aborrecibles y muy aburidos adultos. La cantaleta de nuevo. 

-Anda, Araceli, si me ayudas le mostraré al mundo que mi acompañamiento como coach puede cambiar la vida de cualquiera. 

-Pero, ¿por qué yo?

-Digamos que eres un caso paradigmático.

¡Vaya!... ¡Bonita manera de decirme que estoy loca!

-No conozco a nadie que sea más rígida que tú.

-¡Ah!, ¿sí?, ¿cómo es eso de ser rígida?, dime...

-Pues así, como eres. Digamos que tu niña interior está enjaulada.

-Enjaulada... Ya veo...

-Bueno, todos tenemos jaulas en las que metimos a los niños felices que un día fuimos, pero es que tú...

-¿Yo, yo qué?

-Tú no le has dejado ni una pequeña puerta a esa jaula, ¡vamos!, ni una ventana, no le das chance a tu parte creativa y divertida de asomarse.

-Asomarse, ¿a dónde?

-¿Ves?, ¡piensas todo el tiempo como adulta!

-Debe ser porque me dio por crecer y ahora soy adulta...


****


Desde que comenzó con eso de que se certificaría me tenía abrumada. La mafufada esa del coaching me sacaba de quicio desde el nombre, ¿qué les costaba nombrarlo "asesoría"?, tan sencillo, tan bonito el español. 

-¿Quién te ha hecho pensar a ti que yo me prestaré a contarte vida y obra como si fueras mi psicoanalista, Ramiro?

-No como si fuera tu psicoanalista. Esos cabrones no más te sacan el dinero, te tienen años acostado en un diván apuntalando tu autoconmiseración para que salgas de su consultorio cada vez más miserable. El "coaching" es distinto, te empodera, hace que tomes las riendas de tu vida.

-¡Pero si tú lo que quieres es que yo las suelte!, ¿no dices que soy muy rígida?

-Bueno, lo que pasa es que para tomar las riendas de tu vida necesitas soltarlas primero.

-¿Para qué?, si yo las tengo bien agarradas desde los 20 años...

-¡Ese es el problema!, debes agarrarlas después, luego de que te permitiste ser niña... Tú no has sido niña, Araceli, se nota.

-¡No inventes, Ramiro!, fui niña cuando fui niña, como pude, como todos los niños. No me molesta ser adulta, ¿sabes?, es lo mejor que me ha sucedido: crecer me permitió ver por mí, hacerme cargo de mí. De niña me sentía como deambulando en una carretera obscura sin señales, sin poder ver si mis pasos se dirigían al vacío...

-Te escucho, continúa...

-Comenzaste el experimento...

-No es un experimento, sólo te estoy escuchando, continúa...

-No tengo más que decir.

-OK. Lo que hace falta es que me tengas confianza. No importa si no me cuentas los detalles. En este momento prenderé la cámara y haremos un pequeño ejercicio.

-Vale, pues, con tal de que dejes de estar chingando...

-No con esa actitud, Araceli, ¡no seas infantil!

-Es la actitud de mi niña interior, Ramiro, ¡ya está afuera!

-¡Ah!, OK, entonces no hará falta el ejercicio "Dejar salir al niño que todos tenemos dentro"... Espera, deja veo en el manual lo que sigue, nos saltaremos ese paso.

-Muy bien. Entre más pasos nos saltemos, mejor.

-Sigue "Dejar fluir al niño fuera de su prisión", OK, sólo fluye, fluye...

-¡Ya, pues! Prende la cámara.


****


No sé qué paso. Recuerdo que Araceli se puso a llorar como niña, pataleaba, rompía cosas, gritaba. Intenté calmarla pero nada funcionó.

Probé primero con el ejercicio de la muñeca, se supone que acunarla haría que Araceli se calmara, pero la agarró por el pelo y la zarandeó estrellándola en las paredes.

-¡No me gustan las muñecas! ¡Odio que me regalen muñecas!, yo quería el carrito, no esta muñeca horrible.

-Vela como si fueras tú, eres tú de niña.

-No se parece a mí, ¡tiene el pelo rojo y los ojos azules!

-Pero es sólo un ejercicio, Araceli.

-¡Que no!, ¡que no me gustan las muñecas!


Luego consideré aplicar los cinco minutos de respiración profunda. Por fortuna Araceli aceptó.


-Bueno. Me siento, está bien.

-Vamos a respirar.

-Sí, respiremos.

-Inhala. Mantén dentro el aire unos segundos. Ahora exhala. Lento, muy lento. Lo estás haciendo muy rápido, es lento, muy lento... ¡No tan rápido!

No funcionó. Araceli terminó por desmayarse. La verdad es que casi lo agradecí porque llevaba una hora incontrolable.

Puse un poco de alcohol en un algodón y lo coloqué bajo su nariz; de inmediato reaccionó, tan de prisa que no parecía haber estado inconsciente apenas unos segundos antes...

La situación se salió de control: comenzó a brincar por toda la casa, encima de los muebles, iba de un lado a otro cantando.

-Brinca, brinca, brinca la tablita.

-Araceli, ¿qué haces?

-Brinca, brinca, yo ya la brinqué.

-Ara, Araceli, ¿estás bien?

-Un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña...

-Ara...

-Como veía que resistía fueron a buscar a otro elefante...

-Señorita, tengo una emergencia, necesito una ambulancia...


****

-Güitzi, Güitzi araña, tejió su telaraña...

-El nombre de la paciente es Araceli Torres Esparza, ¿verdad? 

-Esparragoza.

-Tendremos que mantenerla sedada al menos por hoy.

-Entiendo. 

- No se preocupe, volverá a ser quien era, es sólo una regresión.

-Sí, sí, me imagino...

-¿Usted va a firmar como responsable del ingreso?

-Sí.

-Su nombre, por favor...

-Ramiro. Ramiro Ballesteros Oliva.

-Los pollitos dicen "pío, "pío", "pío"...

-¿A qué se dedica, señor Ramiro?

-Estoy por certificarme... 

-¿Certificarse?, ¿en qué?, ¿instructor de gimnasio?

-Cuando tienen hambre, cuando tienen frío...

-Olvídelo... Ponga desempleado. Soy ingeniero... 

Recurrancias ©

Si tuviera que definir el lugar del que proviene mi escritura diría sin duda que nace en mi ovario derecho. Escribo textos premenstruales. Supongo que es aquí donde Freud levanta la copa y brinda a la salud de sus teorías sexistas, pero me declaro prófuga de la histeria y en los bordes (por dentro) de una neurosis más o menos controlada que se descoloca cada 56 días.

Tengo fortuna: para otras mujeres el andamio se inclina sobre el vacío con mayor frecuencia, sus cuerdas tienen menos gracia que las mías hechas de frases que amarro a toda prisa para recuperar la estabilidad. Claro, sería mejor si contara con la astucia y la serenidad de quien logra anudar sus miedos de maneras más suaves, a través de un pincel, por ejemplo, o de un arpa; entre colores y formas, sonidos y sensaciones, que permiten guardar cierta compostura romántica. 

Las letras no tienen la calma de la baja marea: se revuelcan entre las rocas, se hunden en corrientes nada discretas, emergen raspadas, heridas, filosas, descarnadas. "Si te lastima escribir es porque te has habituado a hacerlo reabriendo las heridas", me dijo un amigo psicoanalista que no me considera histérica porque no coincide con Freud. 

El diagnóstico no pedido tenía que ver con borrarme a través de las letras; se me conoce poco: la borradura es lo cotidiano del silencio en mi caso, a veces también de las palabras mal dichas, por eso tengo que escribirlas. La jodida huella, sí, pero no la que dejo yo al paso, sino la que quedó impresa en algún lugar dentro de mí por el pasar de andantes sin cuidado;  tropezaron con tanta suerte que fui yo quien brindo la mano para que se levantaran, ¡y se levantaron... sobre mi cabeza!

No son las letras lo que me duele, todo lo contrario: como las navajas de quien se autolesiona para acotar el dolor inasible, los tipeos van deshilvanando la costura bajo la que se acumuló (otra vez) lo que la infecta. Escribir me cura. Pero hay que tener cuidado, ciertos excesos hacen de la medicina veneno; escribir de más enferma: no es igual pasar un algodón con yodo sobre la sutura que tomarse el contenido del frasco. 

Pero no soy cauta cuando escribo sólo por eso, lo soy sobre todo para que mis filos no hieran susceptibilidades ajenas. Desde que comencé a escribir me propuse la inocuidad: diría para mí en dosis exactas, añadiendo el prospecto con advertencias para los intolerantes a las letras vivas. Quizá ahí radique la explicación de un par de porqués que reservo en el botiquín para emergencias. 

Seré honesta: hace tiempo que mis heridas no son de muerte, a penas cicatrices un punto abiertas: reminiscencias. Días atrás me dio por darles un nombre, busqué en la gaveta de los inventos dos cabos sueltos; las bauticé "recurrancias". Su nido está en un ático, oscuro y polvoso, desierto de noche y desierto de día donde se momifican; son como los pedacitos de fruta que se deshidratan debajo de un mueble que nunca movemos, cáscara dura que por un segundo es misterio y luego rememora sin volver a ser lo que se recuerda.

Esto no tiene que ver con la nostalgia, aquella habitación cálida de la memoria en calma donde están los recuerdos que se dejan acariciar como lomo de gato sereno. Las recurrancias se dan en esquinas de color ocre porque son naturaleza medio muerta (y porque se rearman en los lugares comunes, la inventiva no da más que para nombrarlas, el resto es cosa sabida: resabio, sobra que faltaría si prescindimos de ella, la tapa del pozo que evita el ahogamiento aunque esté a la mitad abierta; el paréntesis que indica la posibilidad de ahorrarse la lectura de lo que contiene... aunque lo estemos leyendo).

Las mujeres podemos calcular la edad de una recurrancia prestando atención al momento en que reaparece según coincida o no con los ciclos menstruales, pero como esto es distinto en cada cuerpo menstruante no hay manera de hacer una guía  A diferencia del resto de las cosas vivas y muertas del mundo, las recurrancias rejuvenecen cada vez que se hacen presentes: más viene, más nueva es, en el llegar renace. 

No se ha inventado tampoco método alguno para evitar la impertinencia de las recurrancias: se desprenden siempre que algo más esté en desprendimiento; el endometrio, por ejemplo, pero también cualquier otra cosa que tenga la virtud de hacerse añicos sin tocar suelo, como las letras cuando son escritas sin ánimo de cortar. Entonces puede escribirse premenstrualmente en cualquier tiempo: lo mismo en pasado que en futuro (aunque lo que da vida a la recurrancia perfecta es su capacidad de hacerse sentir en el presente).

El fin de las recurrancias es el mismo que el de todo: no fue polvo pero en él termina convertida, un día no aparece más de tanto que fue volviendo, pero para eso hay que escribirla, pintarla o cantarla. No me muero por escribir: deseco la piel ajada de una recurrancia que hace tiempo se desprendió como pedazo frutal de alguna rama dentro de mí indispuesta, cayó debajo de un mueble que poco muevo; se instaló ocre y esquinada. Viene y va; cuando tengo fortuna, alcanzo a tomarla entre mis dedos: tipeo sobre ella y la dejo ir, impresa la huella de mi andar descuidado, alzándome yo sobre su cabeza. 

Sangro entonces, feliz-oportuna-calmadamente, sangro. En ningún momento escribo sangrante: la tinta es tinta, lo otro metáfora que cansa de tan dicha en seco. Los textos fértiles son húmedos a fuerza de líquidos distintos que guardo en sitios diversos, sin esquinas, de colores, limpios y ordenados, nada aptos para servir de nido a cualquier cosa que parezca insecto, lejos de las recurrancias de patas áridas y esqueleto a cielo abierto.