Agua nueva ©


Dentro de mí el río;
blanco donde salta,
verde cuando esconde
sin piedra la mano,
temiendo horizonte.

Es sólo orilla,
cuando no cauce
que cause el destierro,
que moje el destino:
tramo de arcilla.

De barro la herida,
la herida que barro
con hojas de pino,
de acacias, de tule,
de menta, de hiedra.


¿A qué le sabe,
al que sabe,
que del saber
nada queda?
Agua nueva,
Heráclito profeta.

Sin título ©

Por las noches, cuando el silencio se aproxima a nuestra cama, miro el sol de los buenos días que nos damos cada mañana; es una bola roja, de estambre que se enrolla entre tus piernas, que enlaza mi cintura y rueda, rueda hasta deshacerse sobre la alfombra, pinta el sendero, el sino llano que es madrugada.

Por las tardes, cuando el espejo me devuelve la mirada, veo tus ojos que me observan; arroyo de mercurio que resbala sobre mi cuello, desde el fondo baja a los hombros, escurre por la espalda, sigue su curso que hace orillas, lava el río de lava.

Por el día, cuando sacudo el cabello húmedo para sacarle los sueños, encuentro en los residuos de la noche la huella de tus dedos; pluma azul que tiñe suave gotas de agua, se empeña en hacer tinta que dibuje mis palabras.

Por la vida, cuando me sé a tu lado, por ti y por mí acompañada, nada hay en el mundo más que el rojo sol que he seguido, desde la alcoba hasta la sala; te lo entrego hilvanado de camino con el alma.        

Si los poetas callan (Pies sobre la tierra) ©

Si los poetas callan, dejaremos de ver en nuestras manos caminos posibles; cada línea será sólo una raya más al tigre y, entonces sí, haremos trastes de los platos, tragaremos tristes hasta ahogarnos, seremos trigal segado.

Si los poetas callan, los ojos dejarán de ser mirada, luminosas cuencas llenas de agua y, entonces sí, huérfanos de guiño se harán pantano, sólo ausencia, recuerdo opaco de quien antes con ellos nos hablaba.

Si los poetas callan, la piel amada renunciará a ser abrigo, el cuerpo de ceiba no perderá las espinas y, entonces sí, prófugos del otro, no encontraremos bordes donde asirnos. seremos sólo abismo.

Si los poetas callan, las piernas de los caminantes serán las de ánimas en vuelo que van sin rumbo, perdidas entre múltiples senderos que no dejan huella y, entonces sí, las marchas serán fúnebres.

Pero no basta con que los poetas hablen. Tendrán que tender las manos, mirar en el sol los senderos, saber que ahí, entre el amarillo mar de trigo bueno, algunas amapolas son islas rojas, puño dispuesto.

No basta con que los poetas hablen. Tendrán que abrir los ojos, mirar de frente los surcos que deja el hambre en la frente alzada, encontrar el corazón sobre las alas de palomas blancas, pero también en el negro plumaje de los cuervos gordos.

No, no basta con que los poetas hablen. Tendrán que acariciar la piel ajada de la desesperanza, reconocer en ella los callos, saber que no siempre liman las palabras blandas; tendrán que parar un momento la marcha, agacharse a recoger las bien intencionadas piedras y descalzos sentir la herida, con los pies sobre la tierra en que se plantan.

Me gusta la poesía ©

Me gusta la poesía porque cuando digo "muerte", entre versos danza la Catrina de colores, llevando en el revés de su vestido la profecía hilvanada: "sólo es cambio".

Me gusta la poesía porque cuando escribo "sangre", se forma una laguna que late hasta hacerse horizonte rojo, amanecer literario.

Me gusta la poesía porque cuando escucho "asesino", sé que nos ha fallado la "h" y tampoco vino el espacio, pero el sino está ahí, al final, como corresponde.

Me gusta la poesía porque sus silencios son cómodos, pausas con sentido, orillas que se asoman por arriba del abismo.

Me gusta la poesía porque sus muros son escalables, basta con apuntar un trío de cuerdas, un par de alas y cuatro amigos.

Me gusta la poesía porque en sus corrientes lleva mares, olas altas en voz baja, con escafrandas por si se naufraga.

Me gusta la poesía porque es camino franco a los sepulcros que llenamos de flores, pero también es pie, pierna, cuerpo entero caminando.

Me gusta la poesía porque si dibujo "vida", las letras se llenan de enredaderas, la "d" se vuelve nido, la "v" rumor de río, la "i" equilibrista (bordado de punto y en puntillas), la "a" se hace principio.

Me gusta la poesía porque me escribo. 

En el túnel ©

Cuando vio la luz al final, decidió permanecer un poco más dentro del túnel, explorarlo, descubrir en aquel trecho oscuro lo que la prisa de otros dejó sin resolver.

Oído. Cerró los ojos. Acercó la escucha a la orilla más próxima del silencio. Primero, nada... luego el zumbido de las oquedades, del vacío que se inicia en el propio corazón. "Brisa... viento", pensó. El nombre del aire depende de la velocidad con que se mueve... o con la que se escucha. Aquí, en el abismo horizontal que desemboca fulgor, el aire se arremolina despacio, se enrolla para hacerse vértice, para tocar el último cielo abierto de los huecos pétreos. Intuye la textura, pero eso no basta.

Olfato. No es el momento indicado para moverse. Olerá, sólo un poco, así, parada en medio de la noche que ahora es cueva. Su última morada en la Tierra huele a flores, a agua que escurre por los tallos de la hierba, a hongos, a líquenes, a cirios prendidos por su gente que ya se apresta... quieren despedirse de ella, saben que no volverá. Sigue sin bastar: los aromas anuncian más que el resplandor del fin.

Gusto. Guiada por su brazo izquierdo extiende el cuerpo hasta dar con la pared más cercana, hace de sus dedos tentáculos, bordean casi sin tocar, sólo percibiendo lo que sobresalga para llevarlo a la boca y saber... Siente en la lengua el sabor de las mandarinas, de los pétalos azules un poco agrios de los jacarandás de su barrio que solía masticar cuando niña, sabe a vida, a arándanos, a orozúz, a vino blanco.

Tacto. Un golpe de voluntad y toda ella se hace pulpo blanco, se posa como estalagmita, afianzada desde los pies sobre el piso de aquél segmento final de la existencia. Mineral. Ligera sal sudan las piedras y ella, lágrima, lava fría que es arroyo, se siente, mira...

Vista. Abre los ojos. La bóveda del túnel tiene estrellas, claridad que se filtra por diminutos agujeros, pequenísimos círculos irregulares con el color del mercurio que danza... "allá afuera está la luna", pensó. 

Cuando vio la luz al final, volvió al inicio, desandó sus pasos, dio la espalda al manto blanco que brillaba. Guarden los cirios: para morir no lleva prisa. Cuando vio la luz, al final, decidió permanecer un poco más en la vida.