El cerezo ©


A Gwenn Aëlle, ¡touché!

Hay días en que me siento árbol queriendo ser semilla.

No soy como roble, sino como el cerezo: frágil y delgado porque creció demasiado rápido, porque ofrendó las primeras gotas de savia a las ramas antes de tiempo, sin retener para sí más que lo indispensable, quería dar, nació para dar, dar y dar y dar hasta agotarse. Por fortuna, las raíces me crecieron sin darme cuenta, aprovecharon los residuos de la sangre decantada y se hudieron lejos en la tierra hasta horadar el fondo del tiesto; sí, de niña fui un árbol de ornato, aunque rebelde porque me terminé escapándome por el jardín trasero sin que nadie se diera cuenta de las fisuras en aquella pequeñísima maceta donde me metieron.

Mientras allanaba los terrones por debajo del suelo, ofrecía en la punta de los dedos bellísimas flores que de vez en cuando llamaban la atención de la familia, por nuevas más que por otra cosa; pronto se acostumbraron a mi excesiva necesidad de andar floreando a destiempo, entonces hacía acopio de vísceras y de la nada aparecía algún fruto, rojo, brillante, sólo para ver la sonrisa de mi madre cuando tenía la suerte de que aquella esfera pendiera de un extremo visible.

No importaban veranos o inviernos, para mí la primavera era obligada, no había opción, si acaso un breve otoño, cuando enojada tiraba las hojas para ver cómo tenían que ocuparse de mí, aunque fuera por recoger los desechos. Pero mi estrategia solía ser pacífica la mayor parte del tiempo: era mejor agradar, a pesar de que hubieran dejado de probar los frutos, pequeños y agrios, a pesar de que las flores se secaran sin que nadie hubiera pensado en usar alguna para marcar libros, para llenar frascos, para algo, lo que fuera.

De entonces es que me quedan las ganas de ser semilla, recoger cada brote nacido fuera de mí, cultivarme con paciencia, volver a empezar. Ser roble y no cerezo, tener la piel más gruesa, hacer corteza de nichos con ramas enormes que alberguen capullos de mariposas con alas extensas, nidos de mirlos o colobríes pequeñitos, y un montón de panales con miel de las abejas; menos flor, menos fruto, más del bosque, sin la arcilla del tiesto primero que llevo pegada en el borde de la falda con la que me vistieron de niña para que floreciera.

0 comentarios: