La herida ©


Para que a las palabras se las lleve el viento, es necesario que lleguen primero a la garganta; las mías se atoran en la boca del estómago, desde allí sólo es posible escribir, hacer de la tinta trampa, para después leerlas, dejándolas salir como río en las escalinatas de alguna universidad oculta entre callejones.


Los que esperan, lo hacen sentados en los escalones; no tienen necesidad de guarecerse: esta historia sólo moja a quien la cuenta, sus letras son incapaces de remontar la distancia. El pasado sólo toca a quien de él ha formado parte. 

Abajo, sin esperar nada, intuyo las luces azules y rojas de una torreta en silencio; luego supe que fueron dos, ninguna con el poder de alumbrar las hojas blancas que sostuve entre las manos cuando leía. Más oscuro era el pasaje entre mis letras hechas voz y los oídos de quienes las hacían quizá una imagen, tenebrosa pero ausente, lejana.

Después de los aplausos, el frío infinito se cuela entre mis huesos: me siento sola, como sola se queda quien habla de esa manera, mostrando la herida que nadie quiere ver.

Hay otra ©


Si yo fuese otra persona, os daría, a todos, por el gusto.
Así, como soy, ¡tened paciencia!
¡Iros al diablo sin mí,
o dejadme ir solo al diablo!
¿Para qué habremos de ir juntos?
Lisboa Revisitada
(Álvaro de Campos, 1923)

Escribo "sol" y de la noche no se alumbra ni la esquina. Procuro el silencio, pero lo guardé tan bien, durante tantos años, que he olvidado dónde quedó arrumbado. Me cuesta no hablar, tanto o más que dejar de escribir, y eso es decir mucho aunque poco sea lo que las letras dejan, a pesar de que hablar no es garantía de ser escuchado y que te escuchen tampoco quiere decir que te entiendan. La que dice mora dentro de mí, yo sólo visto sus palabras con algo que parece elocuencia; no soy yo quien quiere decir, lo juro: hay otra.
Me supe habitada hace tiempo: un día amanecí derruida; entre los escombros encontré las paredes de algo que no sabía mío pero lo era. Fue así: puro instante, miraba al mundo ignorando qué parte era yo. Entonces los muros cayeron y quedó claro que los añicos eran la porción de vida que me tocaba. Antes de eso, ni siquiera existía la pregunta: era y ya, sin saber lo que era, sin que importara. Cuando vi entre aquellos escombros a la que ahora habla, yacía herida de vida, aunque invocaba a la muerte. ¡Claro!, me di a la tarea de salvarla, al fin que era mía; ahí estaba, entre mis cosas, aunque ni a ella ni a las cosas las hubiera visto antes: no reparé en su existencia, ahora tenía que repararlas.
Quizá por eso, mucho después de que la habladora se hubiera instalado en la ciudad reconstruida de mis adentros, cuando un amigo me habló de un libro (El huésped de Guadalupe Nettel), brincó aquella intrusa. No encontré el libro, está agotado, más que yo. Tal vez en él se expliquen las razones que tienen los inquilinos morosos que nos viven hablando sin parar, robándose el silencio. Pero la autora de la que me hablaban era hospitalaria, yo no pienso sino en el desalojo, a riesgo de ser demandada por la invasora de terrenos que de por sí me demanda.
Ella hace suyas las letras, éstas y todas, cursivas porque poco sabe de moldes; eso sí, de réplicas nada. Busco en los heterónimos alguna salida, pero con ellos mi doble amplió el laberinto: el espiral donde emergió La Milagrosa conduce al fractal de Luisa Giraud, mi abuela perdida. Ahí estamos, una y las tres, como Fernando Pessoa, distrayendo la razón mientras “gira el tren de juguete que se llama Corazón”. Si yo fuera otra persona, una sola, os daría el resto de mí, a todos, por el gusto. Así, múltiple como soy, no hay manera de pedir paciencia: nos iremos juntas al diablo, sin reclamo, porque aquí no hay Álvaro de Campos que valga.


El Día del Juicio ©

En el escenario la muerte que baila. Es una ofrenda, danza para los que se han ido y regresan; huele a copal, hay flores, van marchitándose en el piso de tierra que se hace barro sobre los cuerpos que bailan.

Los difuntos acuden al llamado, es su día, les han dicho; hace tiempo que no hay día que no les pertenzca, pero igual vienen, no pueden defraudar a sus vivos: amasaron el pan, envolvieron en hojas de maíz los tamales, hicieron atole, dejaron humeantes las jarras de café, cigarros, aguardiente.

Llegará el día que no habrá ánimas solas, se acompañarán en las fosas que no alcanzaron a ser tumba porque sus habitantes perdieron los nombres antes de la mudanza, cuando se hicieron ovillo y no cruz, escuchando sus últimos estertores. 

Lo solos seremos los vivos, por eso empezaremos a recoger huesos perdidos para llevarles sobre las espaldas; se escucharán como sonajas los osarios ambulantes. Buscaremos entonces a nuestros muertos para salvarlos del olvido; en el camino hallaremos otros desconocidos que no podremos dejar a sus suerte, de por sí mala. 

Llegará el día en que no podremos con la carga; arrastrándonos como tortugas en cuatro patas, lentos, iremos hacia los hornos: en lugar de pan, haremos cenizas de los esqueletos, barro con el cubriremos nuestros cuerpos para danzar con ellos.

El Día del Juicio se levantará primero nuestros muertos, nos llamarán: "es su día, el día de los vivos que quedan y que piensan en los muertos".

Anfibia ©

Mi alma anfibia se agota en la superficie; es joven todavía, tiene branquias y con el exceso de sol su piel se reseca. Suelo asomar la cabeza, a veces saco las patas, incluso pueden llegarme a ver entera, pero mantengo las raices sumergidas, no olvido que el mundo de adentro me alimenta.

De las sombras prefiero los claros, aunque soy cueva. Mi interior no está en penumbras: letras que son luciérnaga aluzan las sus paredes; en ellas cultivo corales, peino helechos de agua, pulo cristales como estrellas. Escribo, pues; sí, lo hago para que me lean. No me gustan los silencios que no son sabios, que no provienen de almas viejas, pero detesto aún más las palabras huecas, las que no dicen nada de quien las pronuncia y, sin embargo, porque son arteras, terminan explicando todo de sus bocas dueñas.

Touché ©

De pérdidas sé
lo que sabe
quien nada gana:
doy porque soy.

En las justas,
más valdría el empate:
"toma todo",
me doy por holgada.

¡Touché!,
dejo al toque la partida,
prefiero las juntas,
aunque ande en esquinas,
de noche extraviada.

¡Blessé!
El corazón es raíz,
esqueleto del alma,
con los vientos de guerra
hace fuelle que canta.

¡La paix!:
tu est étoile de mer,
je sui la lune d´ eau.

Salgamos de las trincheras:
esto es amor,
no hay guerra que valga.

Minas adentro



No todas las minas son terrestres:
las hay submarinas,
con recámaras de agua,
profundas cuevas,
de arena los lechos.

También fue mina la medida de peso
y una teórica moneda,
griega y vieja,
dracma en ciento.

El alma también se excava;
hay que proceder del mismo modo,
tener igual ambición que la que se tiene en Tierra:
encontrar en superficie la anomalía,
cabo de veta asomándose.

No se halla sino caminando,
esta vez hacia dentro.
Cavar túneles orgánicos:
única manera de llegar al yacimiento.

Ahí donde duele comienza el sendero,
pues mina es también
nacimiento de fuentes, origen, secreto.
Trabajo subterráneo,
aunque parezca a cielo abierto.

Imagen tomada de: http://hu-san-mg.foroactivo.net/

Tierra nueva

Lo malo del vacío no es llenarlo, sino las fisuras que siempre quedan, esa rendijas que se abren con cualquier golpe de viento; la brisa que en un descuido se vuelve tornado, arrasa con todo, te deja en un tiempo y un espacio que ya viviste, que dejaste de vivirlo porque, ¡carajo!, no querías seguir viviéndolo.

Ahí está, se instala sin permiso en el sofá nuevo de tu nueva vida, enciende el proyector, deja claro que no te has librado de antiguas facturas, las dejaste sin pagar y en el ámbito de lo interno no hay Barzón que valga: "debo, no niego, pago no puedo"; "¡a joderse que de acá nadie se va con cuentas pendientes!": no hay manera de asesinar fantasmas y basta una oración mal pronunciada para invocarlos.

La puta clemencia, con las piernas abiertas y el corazón indispuesto, comején oculto entre las vigas de tu, ¡ja!, novísima existencia. ¿Quién te contó el cuento de que se empieza de cero?, ¿quién te dijo que eso era posible? Acá nada es nuevo, ni tú con tu renovada actitud; no eres jardín libre de mala hierba, ya se sabe, esa cuando muere deja semilla.

¿Por qué te sorprende encontrarte los tallos de vez en cuando, alguna raíz perdida, la espina? Llegaste al predio plantado, nadie tiene tierra nueva entre las manos, sólo tú puedes creer que basta barbechar una vez en la vida; no, el trabajo no termina.

Mírate, ahí están las cicatrices que cubriste con maquillaje, un error y las tendrás abiertas: basta que te digan que no existieron para que las recuerdes. ¿Qué vas a hacer?, ¿llorar porque el sillón nuevo se llenó de invitados que no esperabas? Llora, pues, ¿y luego? De cualquier forma tendrás que arrancar los brotes que no te gustan.


Entre las manos ©

Nada llevaba entre en la manos sino el hastío de ser quien era, de ser como era, de ser como le dijeron que era, como tomaría conciencia en la percepción de esos otros que empezaron, de pronto, a delinear el contorno del espacio en el que tendría, sí o sí, que caber a partir de ahora.

La madurez le llegó tarde: nunca antes había reparado en que existía un modo de ser que le correspondía, que los demás decían que le correspondía. No es que se rebelara: "dócil" era el adjetivo que escuchó como cualidad seguido de su nombre cuando era niña; de ella no había quejas, ni una sola, si acaso la ligera sospecha de que no era "exactamente" como debía ser. Un par de milímetros fuera del molde la delataban, pero el desliz fue apenas perceptible y, por tanto, nadie lo tomó con seriedad hasta pasados sus veinte años.

En su cuarto se habían acumulado suficientes papeles que la incriminaban; solía escribir, eso lo sabían todos, pero lo sabían así, con el "solía" por delante que decantaba la acción, como si fuera algo poco menos que un hábito incomprensible pero inofensivo. El problema se produjo cuando a alguien se le ocurrió leer aquellos textos: las palabras no contenían sino metáforas, árboles, ríos, lunas, tallos, aguas, paisajes de un mundo mucho más ajeno de lo que ellos podrían habitar; distante, extraño, lleno de soles bajo lagunas de cera donde se hundían las manos escribanas que encendían hogueras en cada pedazo de su piel lastimada.

Nadie lo sabía, o sí, pero lo sabían como se sabe lo que está oculto a plena luz del día, como esquina de una sombra que de a poco se asoma delatando al cuerpo que hace rato que yace tendido en el borde de la acera: "no dormía, estaba muerto", dirán los titulares en los periódicos de la siguiente mañana, sólo entonces sabrán a ciencia cierta que el durmiente era cadáver, que la moneda que dejaron a su lado sigue allí, que no sirvió para comprar el pan que siempre le hizo falta, que el indigente ahora es la esperanza.

Cada llaga fue curada con paciencia, la misma que ella tuvo para mantener durante meses a punto de abrirse los pequeños afluentes de sangre que hacía tinta; ahora, bajo las vendas se secaban las letras antes de ser escritas, pronto serían costra, células regenerándose encima de la que se esperaba emergiera como nueva piel lisa, sin dejar cicatrices, llano propicio para el olvido de aquella manía, "¡mira que escribir con las tripas no es buena idea!".

El doctor incautó papeles, navajas y la punta afilada de la pluma fuente con la que escribía. Antidepresivos y ansiolíticos sustituyeron el universo de oraciones en el que vivía: "tú no eras así", escuchó la frase y en las líneas de sus manos vio el largo trayecto, tan lleno de hastío, que le esperaba para ser como le dijeron que era: así, como nunca había sido.

Lo que pinta ©


Lo que pinta, como la pátina ocre que dora el final de las tardes soleadas,  me recuerda la diamantina que compraba en la papelería siendo niña: untaba con resistol las líneas de algún dibujo a colores previamente hecho sobre una hoja de papel; atrapaba en el surco aún húmedo los diminutos destellos que caían de la bolsita de plástico medio pegada entre mis dedos. 

Así aprendí que no todo lo que brilla es oro,  ni siquiera el sol que pintaba en mi cuaderno, siempre con un espiral en medio ligeramente más oscuro (si el astro era amarillo, el abismo móvil en su centro se tornaba anaranjado); mi madre decía que no existía, que, acaso, de ver el sol directamente, lo que vería serían algunas manchas oscuras; yo sí veía aquellas líneas serpentéando, incluso se movían, pero no me atreví a asegurarlo frente a ella debido a que, por supuesto, mirar el sol de frente me estaba prohibido y explicarle que el espiral no era producto de mi imaginación, habría sido admitir que me había pasado la ordenanza por el arco de mis párpados todavía enceguecidos.

Nunca aprendí a dibujar, en realidad no me gustaba, lo que disfrutaba era hacer emerger de alguna manera un poco de magia; quiero decir que no era el dibujo lo que me entretenía, lo hacía rápido, como algo necesario para lo demás; así como un pintor monta el lienzo en un marco de madera para poder pintar, yo dibujaba para poder poner sobre aquello diamantina; lo de menos era el dibujo, la gracia estaba en hacer que brillara y luego observar la luz reflejada en distintos ángulos mientras descarapelaba los residuos de resistol de mis dedos; las películas delgadas que llevaban marcadas las huellas dactilares eran motivo de profundos análisis y todo un arte sacarlas completas.

Como el asunto no era el dibujo, dejé de hacer soles y flores (lo único que me salía medianamente bien) y empecé a llenar de resistol la hoja en blanco para hacer caer sobre ella la diamantina; luego me deshice de la hoja también: untaba las palmas de mis manos con el pegamento y directamente las llenaba de brillitos dorados. Me volví una experta en arrancar esa piel artificial, también en inventar excusas a mi madre que estaba harta de encontrarse pedacitos dorados hasta en el café; tal vez por eso celebró con entusiasmo cuando cambié la diamantina por tinta china, aunque después las manchas en los muebles desalentaron su inicial encanto.

Lo de la tinta surgió a raíz de que una prima me mostró el camino inverso: en lugar de tirar por la superficie el color, era posible hacerlo emerger de las profundidades; eso, a mí, obsesionada con los mundos semiocultos de las cosas tridimensionales (el fondo de las albercas, de las tazas con café o té, de los huecos en los árboles, de los orificios en muros, del centro de los ovillos de estambre, etcétera), me pareció el invento más genial de todos los tiempos y me pasaba tardes enteras coloreando con crayones pliegos de cartulina que luego anegaba con tinta negrísima para, una vez seca, descarapelarla con un pequeño cutter, ansiosa por saber de qué color se teñiría el siguiente cauce que abría despacio para que corriera el agua de mi río de colores. 

Condenada como estoy a las palabras, no hace falta decir que en aquel oscuro manto no dibujé un sol, ni una flor, sino el contorno de las letras que formaban su nombre; "sol", "flor", ponía, y pronto descubrí que así podía dibujar muchas otras cosas más que las que mi torpeza para las artes plásticas propiamente dichas me permitían: "río", "cueva", "ciruela", "durazno", "esfera"; luego "amor", "paz", "vida", "sueño" y el primer poema que surgió verde-púrpura, con un guiño de añil-rojo afilado en el extremo, punzante: aurora, instante-heraldo, donde pude leer lo que años después escribiría. 

Imagen: "Mujer dormida" de Pablo Picasso

El cerezo ©


A Gwenn Aëlle, ¡touché!

Hay días en que me siento árbol queriendo ser semilla.

No soy como roble, sino como el cerezo: frágil y delgado porque creció demasiado rápido, porque ofrendó las primeras gotas de savia a las ramas antes de tiempo, sin retener para sí más que lo indispensable, quería dar, nació para dar, dar y dar y dar hasta agotarse. Por fortuna, las raíces me crecieron sin darme cuenta, aprovecharon los residuos de la sangre decantada y se hudieron lejos en la tierra hasta horadar el fondo del tiesto; sí, de niña fui un árbol de ornato, aunque rebelde porque me terminé escapándome por el jardín trasero sin que nadie se diera cuenta de las fisuras en aquella pequeñísima maceta donde me metieron.

Mientras allanaba los terrones por debajo del suelo, ofrecía en la punta de los dedos bellísimas flores que de vez en cuando llamaban la atención de la familia, por nuevas más que por otra cosa; pronto se acostumbraron a mi excesiva necesidad de andar floreando a destiempo, entonces hacía acopio de vísceras y de la nada aparecía algún fruto, rojo, brillante, sólo para ver la sonrisa de mi madre cuando tenía la suerte de que aquella esfera pendiera de un extremo visible.

No importaban veranos o inviernos, para mí la primavera era obligada, no había opción, si acaso un breve otoño, cuando enojada tiraba las hojas para ver cómo tenían que ocuparse de mí, aunque fuera por recoger los desechos. Pero mi estrategia solía ser pacífica la mayor parte del tiempo: era mejor agradar, a pesar de que hubieran dejado de probar los frutos, pequeños y agrios, a pesar de que las flores se secaran sin que nadie hubiera pensado en usar alguna para marcar libros, para llenar frascos, para algo, lo que fuera.

De entonces es que me quedan las ganas de ser semilla, recoger cada brote nacido fuera de mí, cultivarme con paciencia, volver a empezar. Ser roble y no cerezo, tener la piel más gruesa, hacer corteza de nichos con ramas enormes que alberguen capullos de mariposas con alas extensas, nidos de mirlos o colobríes pequeñitos, y un montón de panales con miel de las abejas; menos flor, menos fruto, más del bosque, sin la arcilla del tiesto primero que llevo pegada en el borde de la falda con la que me vistieron de niña para que floreciera.