Zurcir la pena ©

"Mujer-viento" Imagen tomada del blog de Paula Heredia

Soy madeja.
En esta revuelta
dejé de buscar
una punta de hebra:
es lo mismo el pedazo
de la hilacha si vuela.

Principio y fin.
No puede ser de otro modo
en el medio del todo.

Puedo a veces soltar,
de entre todos los hilos,
un pequeño nudito
que acaba abrazado
en la esquina siguiente
del telar que desgarro.

Me hago garras.
No puede ser de otro modo
cuando se es tela vieja.

A retazos suelo cubrirme
de pies a cabeza
después de la burda batalla,
en el vértice de costuras añejas,
donde todo es un lío
con el suelo en la testa.

Tengo y soy un diminuto caos:
hilitos rotos sin andar a la deriva.
En el centro el vacío,
vórtice herido: una huella dejada
por la mano siniestra
que, maldito el día, eligió hacerme hueca.

Soy la orilla y el hoyo.
No puede ser de otro modo
cuando no se es completa.

A pesar de aquel yerro,
y del hierro candente
en un tiempo que fui
lo mejor que podía,
me encontré los vestigios
que ahora tejo entre el fuego.

La ceniza es la brasa.
No puede ser de otro modo
cuando se hace rescoldo.

Aunque sea con despojos
de aquello que fui,
sigo siendo con ellos
lo mejor que he podido.
No está mal este oficio.

Hilandera perpetua.
No puede ser de otro modo
cuando zurces la pena.

Retales©

Por alguna razón que no es sino manía, a mis muertos los recuerdo a retales. 

Mi abuelo fue el primero en hacérseme difunto; con él se fue también el primer botón de su abrigo de pana gruesa, pero quedó la memoria intacta de aquella tela cubriendo el pedacito que yo solía acariciar mientras él me mecía en su regazo. 

Años más tarde le dio por matarse a un amigo, el primero que quise con toda la entraña, tanto que no me costó nada perdonarle su muerte: uno no se cuelga de la nada, aunque por un tiempo haya sido yo la que se quedó de la nada colgada. La textura de la cuerda blanca (que no vi pero supe enredada en su cuello), se quedó como parte del recuerdo; también las flores pequeñitas de la camisa azul que vistió para morirse y el color rojo quemado de la que llevaba cuando me pidió que lo fotografiara sentado sobre una tumba.

Luego vino la muerte anunciada de quien era mi maestra: conforme avanzó la quimioterapia fueron más sofisticados sus turbantes; uno en particular se empeña en hacerse presente cuando la pienso: de color negro, combinaba a la perfección con el listón del sombrero blanco. No supe cómo se sentía, ni ella ni la tela que cubrió su cabeza; cuando le pregunté contestó que de sentir no se trataba este asunto sino de que lo que dejaba lo dejaba contenta. Nunca perdió el estilo.

Hace un poco menos, se marchó la reina de mis muertos: su cuerpo menudito y desgastado se escondía bajo montones de tela, siempre de colores. Entre mis manos los vuelos de su falda eran como una fiesta: me hacía tocarlos porque le gustaba que yo le dijera lo bonito que se sentía el pedazo de encaje de las orillas. Tenía corona (una de flores de aluminio que luego le puso a la Virgen del altar frente al que curaba) porque de muchacha bailaba la danza de Moctezuma. Jamás se descubría la cabeza porque por ahí entra el daño a quienes tienen la curación por mandato; será por eso que recuerdo la lana abultada de sus gorritos viejos.

Tengo la fortuna de que sean poquitos mis muertos; todavía puedo con sus retales hacer un lienzo.

La cantaleta ©



Eso de dejar en libertad a mi niña interior me sale fatal. Se lo advertí a Ramiro pero él insistía. 

-Eres muy rígida, no te sueltas, Araceli, por eso luego andas que no te la acabas. Mira cómo yo he cambiado desde que me solté.

-¡Vaya que has cambiado, Ramiro!, ¡vaya que sí! 

La cantaleta de la rigidez aparecía a cada rato, al grado que llegué a pensar que lo rígido era que así me considerara, pero él contestó que ese pensamiento era la prueba de que me hacía falta soltarme un poco. 

He sido la más flexible con él. No se la hice de tos cuando dejó el trabajo en la constructora, me mostré comprensiva cuando me dijo que no era lo que le hacía feliz, apoyé su decisión de cambiar de rumbo... ¡Vaya rumbo! Al final hasta acepté ayudarlo con lo del famoso experimento.

****

Necesito tu ayuda, no me darán el certificado si no practico lo que me están enseñando.

-Practica en el espejo.

-No seas así, ándale.

Comenzaba de nuevo con el asunto de liberar infantes atrapados en el interior de nosotros, los aborrecibles y muy aburidos adultos. La cantaleta de nuevo. 

-Anda, Araceli, si me ayudas le mostraré al mundo que mi acompañamiento como coach puede cambiar la vida de cualquiera. 

-Pero, ¿por qué yo?

-Digamos que eres un caso paradigmático.

¡Vaya!... ¡Bonita manera de decirme que estoy loca!

-No conozco a nadie que sea más rígida que tú.

-¡Ah!, ¿sí?, ¿cómo es eso de ser rígida?, dime...

-Pues así, como eres. Digamos que tu niña interior está enjaulada.

-Enjaulada... Ya veo...

-Bueno, todos tenemos jaulas en las que metimos a los niños felices que un día fuimos, pero es que tú...

-¿Yo, yo qué?

-Tú no le has dejado ni una pequeña puerta a esa jaula, ¡vamos!, ni una ventana, no le das chance a tu parte creativa y divertida de asomarse.

-Asomarse, ¿a dónde?

-¿Ves?, ¡piensas todo el tiempo como adulta!

-Debe ser porque me dio por crecer y ahora soy adulta...


****


Desde que comenzó con eso de que se certificaría me tenía abrumada. La mafufada esa del coaching me sacaba de quicio desde el nombre, ¿qué les costaba nombrarlo "asesoría"?, tan sencillo, tan bonito el español. 

-¿Quién te ha hecho pensar a ti que yo me prestaré a contarte vida y obra como si fueras mi psicoanalista, Ramiro?

-No como si fuera tu psicoanalista. Esos cabrones no más te sacan el dinero, te tienen años acostado en un diván apuntalando tu autoconmiseración para que salgas de su consultorio cada vez más miserable. El "coaching" es distinto, te empodera, hace que tomes las riendas de tu vida.

-¡Pero si tú lo que quieres es que yo las suelte!, ¿no dices que soy muy rígida?

-Bueno, lo que pasa es que para tomar las riendas de tu vida necesitas soltarlas primero.

-¿Para qué?, si yo las tengo bien agarradas desde los 20 años...

-¡Ese es el problema!, debes agarrarlas después, luego de que te permitiste ser niña... Tú no has sido niña, Araceli, se nota.

-¡No inventes, Ramiro!, fui niña cuando fui niña, como pude, como todos los niños. No me molesta ser adulta, ¿sabes?, es lo mejor que me ha sucedido: crecer me permitió ver por mí, hacerme cargo de mí. De niña me sentía como deambulando en una carretera obscura sin señales, sin poder ver si mis pasos se dirigían al vacío...

-Te escucho, continúa...

-Comenzaste el experimento...

-No es un experimento, sólo te estoy escuchando, continúa...

-No tengo más que decir.

-OK. Lo que hace falta es que me tengas confianza. No importa si no me cuentas los detalles. En este momento prenderé la cámara y haremos un pequeño ejercicio.

-Vale, pues, con tal de que dejes de estar chingando...

-No con esa actitud, Araceli, ¡no seas infantil!

-Es la actitud de mi niña interior, Ramiro, ¡ya está afuera!

-¡Ah!, OK, entonces no hará falta el ejercicio "Dejar salir al niño que todos tenemos dentro"... Espera, deja veo en el manual lo que sigue, nos saltaremos ese paso.

-Muy bien. Entre más pasos nos saltemos, mejor.

-Sigue "Dejar fluir al niño fuera de su prisión", OK, sólo fluye, fluye...

-¡Ya, pues! Prende la cámara.


****


No sé qué paso. Recuerdo que Araceli se puso a llorar como niña, pataleaba, rompía cosas, gritaba. Intenté calmarla pero nada funcionó.

Probé primero con el ejercicio de la muñeca, se supone que acunarla haría que Araceli se calmara, pero la agarró por el pelo y la zarandeó estrellándola en las paredes.

-¡No me gustan las muñecas! ¡Odio que me regalen muñecas!, yo quería el carrito, no esta muñeca horrible.

-Vela como si fueras tú, eres tú de niña.

-No se parece a mí, ¡tiene el pelo rojo y los ojos azules!

-Pero es sólo un ejercicio, Araceli.

-¡Que no!, ¡que no me gustan las muñecas!


Luego consideré aplicar los cinco minutos de respiración profunda. Por fortuna Araceli aceptó.


-Bueno. Me siento, está bien.

-Vamos a respirar.

-Sí, respiremos.

-Inhala. Mantén dentro el aire unos segundos. Ahora exhala. Lento, muy lento. Lo estás haciendo muy rápido, es lento, muy lento... ¡No tan rápido!

No funcionó. Araceli terminó por desmayarse. La verdad es que casi lo agradecí porque llevaba una hora incontrolable.

Puse un poco de alcohol en un algodón y lo coloqué bajo su nariz; de inmediato reaccionó, tan de prisa que no parecía haber estado inconsciente apenas unos segundos antes...

La situación se salió de control: comenzó a brincar por toda la casa, encima de los muebles, iba de un lado a otro cantando.

-Brinca, brinca, brinca la tablita.

-Araceli, ¿qué haces?

-Brinca, brinca, yo ya la brinqué.

-Ara, Araceli, ¿estás bien?

-Un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña...

-Ara...

-Como veía que resistía fueron a buscar a otro elefante...

-Señorita, tengo una emergencia, necesito una ambulancia...


****

-Güitzi, Güitzi araña, tejió su telaraña...

-El nombre de la paciente es Araceli Torres Esparza, ¿verdad? 

-Esparragoza.

-Tendremos que mantenerla sedada al menos por hoy.

-Entiendo. 

- No se preocupe, volverá a ser quien era, es sólo una regresión.

-Sí, sí, me imagino...

-¿Usted va a firmar como responsable del ingreso?

-Sí.

-Su nombre, por favor...

-Ramiro. Ramiro Ballesteros Oliva.

-Los pollitos dicen "pío, "pío", "pío"...

-¿A qué se dedica, señor Ramiro?

-Estoy por certificarme... 

-¿Certificarse?, ¿en qué?, ¿instructor de gimnasio?

-Cuando tienen hambre, cuando tienen frío...

-Olvídelo... Ponga desempleado. Soy ingeniero... 

Recurrancias ©

Si tuviera que definir el lugar del que proviene mi escritura diría sin duda que nace en mi ovario derecho. Escribo textos premenstruales. Supongo que es aquí donde Freud levanta la copa y brinda a la salud de sus teorías sexistas, pero me declaro prófuga de la histeria y en los bordes (por dentro) de una neurosis más o menos controlada que se descoloca cada 56 días.

Tengo fortuna: para otras mujeres el andamio se inclina sobre el vacío con mayor frecuencia, sus cuerdas tienen menos gracia que las mías hechas de frases que amarro a toda prisa para recuperar la estabilidad. Claro, sería mejor si contara con la astucia y la serenidad de quien logra anudar sus miedos de maneras más suaves, a través de un pincel, por ejemplo, o de un arpa; entre colores y formas, sonidos y sensaciones, que permiten guardar cierta compostura romántica. 

Las letras no tienen la calma de la baja marea: se revuelcan entre las rocas, se hunden en corrientes nada discretas, emergen raspadas, heridas, filosas, descarnadas. "Si te lastima escribir es porque te has habituado a hacerlo reabriendo las heridas", me dijo un amigo psicoanalista que no me considera histérica porque no coincide con Freud. 

El diagnóstico no pedido tenía que ver con borrarme a través de las letras; se me conoce poco: la borradura es lo cotidiano del silencio en mi caso, a veces también de las palabras mal dichas, por eso tengo que escribirlas. La jodida huella, sí, pero no la que dejo yo al paso, sino la que quedó impresa en algún lugar dentro de mí por el pasar de andantes sin cuidado;  tropezaron con tanta suerte que fui yo quien brindo la mano para que se levantaran, ¡y se levantaron... sobre mi cabeza!

No son las letras lo que me duele, todo lo contrario: como las navajas de quien se autolesiona para acotar el dolor inasible, los tipeos van deshilvanando la costura bajo la que se acumuló (otra vez) lo que la infecta. Escribir me cura. Pero hay que tener cuidado, ciertos excesos hacen de la medicina veneno; escribir de más enferma: no es igual pasar un algodón con yodo sobre la sutura que tomarse el contenido del frasco. 

Pero no soy cauta cuando escribo sólo por eso, lo soy sobre todo para que mis filos no hieran susceptibilidades ajenas. Desde que comencé a escribir me propuse la inocuidad: diría para mí en dosis exactas, añadiendo el prospecto con advertencias para los intolerantes a las letras vivas. Quizá ahí radique la explicación de un par de porqués que reservo en el botiquín para emergencias. 

Seré honesta: hace tiempo que mis heridas no son de muerte, a penas cicatrices un punto abiertas: reminiscencias. Días atrás me dio por darles un nombre, busqué en la gaveta de los inventos dos cabos sueltos; las bauticé "recurrancias". Su nido está en un ático, oscuro y polvoso, desierto de noche y desierto de día donde se momifican; son como los pedacitos de fruta que se deshidratan debajo de un mueble que nunca movemos, cáscara dura que por un segundo es misterio y luego rememora sin volver a ser lo que se recuerda.

Esto no tiene que ver con la nostalgia, aquella habitación cálida de la memoria en calma donde están los recuerdos que se dejan acariciar como lomo de gato sereno. Las recurrancias se dan en esquinas de color ocre porque son naturaleza medio muerta (y porque se rearman en los lugares comunes, la inventiva no da más que para nombrarlas, el resto es cosa sabida: resabio, sobra que faltaría si prescindimos de ella, la tapa del pozo que evita el ahogamiento aunque esté a la mitad abierta; el paréntesis que indica la posibilidad de ahorrarse la lectura de lo que contiene... aunque lo estemos leyendo).

Las mujeres podemos calcular la edad de una recurrancia prestando atención al momento en que reaparece según coincida o no con los ciclos menstruales, pero como esto es distinto en cada cuerpo menstruante no hay manera de hacer una guía  A diferencia del resto de las cosas vivas y muertas del mundo, las recurrancias rejuvenecen cada vez que se hacen presentes: más viene, más nueva es, en el llegar renace. 

No se ha inventado tampoco método alguno para evitar la impertinencia de las recurrancias: se desprenden siempre que algo más esté en desprendimiento; el endometrio, por ejemplo, pero también cualquier otra cosa que tenga la virtud de hacerse añicos sin tocar suelo, como las letras cuando son escritas sin ánimo de cortar. Entonces puede escribirse premenstrualmente en cualquier tiempo: lo mismo en pasado que en futuro (aunque lo que da vida a la recurrancia perfecta es su capacidad de hacerse sentir en el presente).

El fin de las recurrancias es el mismo que el de todo: no fue polvo pero en él termina convertida, un día no aparece más de tanto que fue volviendo, pero para eso hay que escribirla, pintarla o cantarla. No me muero por escribir: deseco la piel ajada de una recurrancia que hace tiempo se desprendió como pedazo frutal de alguna rama dentro de mí indispuesta, cayó debajo de un mueble que poco muevo; se instaló ocre y esquinada. Viene y va; cuando tengo fortuna, alcanzo a tomarla entre mis dedos: tipeo sobre ella y la dejo ir, impresa la huella de mi andar descuidado, alzándome yo sobre su cabeza. 

Sangro entonces, feliz-oportuna-calmadamente, sangro. En ningún momento escribo sangrante: la tinta es tinta, lo otro metáfora que cansa de tan dicha en seco. Los textos fértiles son húmedos a fuerza de líquidos distintos que guardo en sitios diversos, sin esquinas, de colores, limpios y ordenados, nada aptos para servir de nido a cualquier cosa que parezca insecto, lejos de las recurrancias de patas áridas y esqueleto a cielo abierto. 

Mímesis ©

Cae la noche, dice usted, y yo busco con premura el acantilado desde el que pudo suceder semejante cosa: algo en alto, algo arriba, algo que sirva para caer porque no se cae más que de las alturas. En el desconcierto de mirar tan a lo lejos nace la pena de sabernos a ras de suelo: ni abajo para encontrar las entrañas donde dicen que se guarece el Sol, ni arriba para ubicar el sitio desde el que puede tirarse sobre nosotros la oscuridad completa.

Sólo cuando las raíces nos crecen en demasía sobresalen un poco y notamos que las tenemos, pero no sabemos en dónde es que se afianzan; es natural sentir entonces que andamos sobre la nada, mitad funámbulos y mitad sonámbulos, preámbulos del cabo al fin porque en últimas hemos sido, dicen, el ensayo de un ser supremo que está por encima, allá a donde no alcanzamos a mirar porque otro ser, igual de poderoso, nos agarra desde abajo; hay que estar bien muerto, bien polvo, también dicen, del que fuimos somos y seremos.

Es preferible optar por la mímesis, al menos intentarlo, perdernos entre las hojas de quienes árboles somos sobre el tapiz del mundo que nos rodea (siempre mejor que rodearlo). Por eso es que yo procuro llorar cuando llueve, sonreír cuando está soleado, volverme sombría entre las sombras, rehilete si hay viento, péndulo en el vacío, barro a la orilla del río, junco en su centro. Lo que no he podido es calcular mis mareas, determinar si entro en el mar hiriéndolo con mi quilla o descalzo el cuerpo entero, desde los pies por supuesto, porque afilada suelo estar cuando me acerco a las orillas y les pongo el pecho.

Sé qué no tiene sentido lo que escribo. En mi defensa arguyo que lo que busco a veces es el rumbo y que las letras son brújula imperfecta: esdrújula mandrágora. ¡Qué importa si me repito!, si me pongo seria y aliterada, si equivoco de lugar los acentos porque las tildes que llevo dentro dicen las cosas de otra manera: ámores, cólores, hérida arída, méntira jódida... Todo esto comenzó con usted diciendo lo imposible: la noche que cae y yo que no sé estarme quieta cuando algo pende sobre mi cabeza, así sea una metáfora común y vaya llena de estrellas: el universo me lo invento yo, se lo digo aunque no me crea.

Ni la tinta corre ni corro yo: me quedo aquí a la espera de que usted pida clemencia, porque sí, porque no entiende de otra manera. No cae nada, ¿sabe usted?, ni la noche cae ni se levanta el día... ¡Ni nos levantamos nosotros! Nada se mueve en el inhóspito espacio de la vida escrita. El problema es que nos olvidamos del centro, marcamos los mapas con cuatro rumbos nada más (Este, Oeste, Norte y Sur); Arriba y Abajo se volvieron territorio ignoto: el único lugar común es el del encuentro y anda usted por ahí diciendo cosas en las yo que me pierdo. 

   

El sepulturero ©

¡Vaya usted a saber aquello que yo no sé! El que sabía era el muerto, todo se lo llevó con él.

Si gusta lo desenterramos: dicen que si sienten fresco resucitan un poquito, nada más lo necesario para dar su testimonio. Pero nadie sabe cuánto aire tiene que jalar, y ya ve que por acá no se ha movido ni una hoja desde hace un mes. 

La sequía es profunda, el sol ha quemado la tierra hasta bien adentro; escarbe y verá: estamos secos. Sí, yo también, si pudiera cavarme lo vería.

Polvo somos, dicen. Por eso yo no me preocupo: si no sé es porque no estoy muerto, de saber algo ya me habrían matado como lo mataron a él.

Sabía, dicen que sabía mucho. Pero el pobre ni sabía que sabía, mucho menos iba a saber que andar de sabiondo le costaría la vida. Por eso yo no sé.

Si quiere lo sacamos de la caja, pero espere a que lleguen los aires y caiga aunque sea tantita agua: si yo no hablo así, él menos.

¡Imagínese, está bien muerto!, debe tener reseca la garganta, no creo que pueda despegar los labios, menos se pondrá a platicarnos. ¡Eso sí!, si le habla yo no sabré nada. 

Lleva ya rato muerto, poco menos de lo que dicen porque a él no lo mataron cuando dijeron, lo mataron después. Yo sólo escuché que le gritaban "¡tú sabes!"; él respondía algo quedito, murmurando. Con la voz que se le iba saliendo entre cada cabronazo que le acomodaban, decía cosas que yo no sé, que ni quiero saber.

La caja se la puse yo. Lo dejaron como escombro de aquel lado, por donde amanece. Quedó ahí tumbado, casi a ras de tierra porque la fosa no es muy honda.

Yo me encargo de darles sepultura porque no me gusta que estén los muertitos amontonados, unos sobre otros, sin nombre ni sepelio. Voy juntando las cajas de los que ya no son más que huesos y en esas acomodo a los que puedo, así no se sienten olvidados.

No señor, no me pagan, ni saben que yo les ordeno lo desordenado. Resguardo este cementerio desde años, no quiero tener a las ánimas molestando. Les pongo nombre, se los invento para poder pedir por ellos, porque yo les rezo diario.

Pero no sé bien quiénes eran, a veces pienso que pueden ser de los que andan buscando. Me preguntan por unos que se parecen pero yo mejor me callo. No sé nada, ya le dije, en cuanto uno sabe vienen y lo matan.

Dice mi mujer que ayudo a que se pierdan más los desaparecidos. Me reclama, llora pensando en los que andan en los montes buscando a sus muertos sin saber que es en el mismo panteón donde deberían buscarlos.

Nosotros no hacemos un mal porque nosotros no los matamos, y como sea, oramos por ellos y les tenemos sus flores, los cubrimos bien, los cuidamos.

Le digo: "¡mujer!, si digo que sé no podrás ni enterrarme, ¡imagínate, tú!, ¡valiente el sepulturero sin tumba!, ¡con las carnes en los picos de los buitres, y tú llorando sin tener ni dónde, y yo penando huérfano de oraciones! ¡Olvídate de eso!, yo no sé, ni tú sabes".

Guardar silencio, señor, es un derecho que bien me guardo: no sé quién lo mató, ni por qué, ni cuándo.

Recuento ©

Sé lo que es perder el sombrero y la compostura en una calle que desemboca en el comienzo del fin del mundo.

Sé sostenerme en la quilla de una embarcación llorando, tirarme al agua y regresar a la superficie como un témpano: girando.

Sé arrullarme despierta mirando a través de la ventana de un tren el río más bonito de la galaxia entera, y sé robarle al universo recién nacido una de sus estrellas.

Sé dejar mi destino escrito en las vetas de oro de un cuarzo rutilado, sé también imprimir esos caminos de oro en las palmas de mis manos.

Sé de flores que resucitan y también de las que mueren, ambas a mi cuidado.

Sé que soy y nada sé porque estoy siendo.


Tengo un para de heridas que se abren cada tanto; sé curarlas y reabrirlas, sangrarlas.

Tengo un sol en la pantorilla derecha y la ausencia izquierda de la luna nueva en un trozo de piel a la espera de algo que ni llega ni demando.

Tengo un daño a resguardo bajo la costilla; da pocos problemas pero los da de vez en cuando.

Tengo más de seis sentidos; después del séptimo dos me atormentan.

Tengo las mañanas a medio camino y las noches casi siempre en vela.

Tengo miedos que son pequeñitos, superables pero persistentes.

Tengo los sueños cada vez más vencidos pero mi esperanza es siempre fuerte.

Tengo poco y nada. A eso me atengo.


Busco en el cajón de los milagros la patente del último que me he contado.

Busco sostener entre los pies las runas del desencanto para que no trepen más allá de la alfombra.

Busco el encuentro inesperado en el centro de mi ombligo, en su envés de remolino, en el pliegue soterrado.

Busco los minutos que se han ido, los recuerdos enterrados, las cenizas que he perdido.

Busco dejar de estar buscando.


Quiero un ópalo cetrino que no existe en el planeta.

Quiero devenir en algo acuático, ser nenúfar sin pantano.

Quiero soñarme entera, con los fragmentos recuperados.

Quiero mostrar de mí la sombra colorida, y no la negra.

Quiero ser luz naranja a la mitad de un cielo azul cobalto.

Quiero para ti la más feliz estancia a mi lado.

Quiero para mí una manzana y  dos cascabeles.

Quiero ser un gato.

Amo mi vida incluso cuando duele; duele cada tanto.

Amo lo que hay: lo que se fue dejé de amarlo.

Amo el silencio cuando soy yo la que no tiene más palabras.

Amo el agua en todos sus estados; mi estado es líquido.

Amo tu risa, el encanto con el que naciste bendecido.


Detesto no entender los silencios que no son míos.

Detesto las palabras imprecisas, pero más detesto ser yo la que aquilata mal cada letra.

Detesto la orfandad temprana de su muerte. Detesto ser yo la huérfana.

Pierdo las mañanas casi todos los días; en las noches soy yo la que me pierdo.

Pierdo el eje sobre el que debería rotar y entonces descubro que no soy planeta.

Pierdo la calma por mirar el mar y la cabeza cuando no hay marea.

Pierdo el sentido pero no la fe, aunque perdidos hace rato están los santos.

Pierdo certezas y me vuelvo un lío; pierdo la hebra cuando soy madeja.

Tierra adentro ©

Aquel que hoy camina, ayer perdió un hermano. El otro que se sienta en la acera de enfrente, antier dejó de ver a su hija. 

La mujer que te sirvió esta mañana el café olvidó hace meses una sandalia en el cerro donde van a encontrar a su marido. Sí, lo estaba buscando.

La del otro lado, la que no vende nada y todo lo llora, tiene más de un año revuelta de tripas, se le enredaron cuando supo que a su padre lo balearon en la esquina. 

"Ni tú ni yo cargamos los huesos de otros", me dices. Deben pesar bastante, tanto que a mí que no los llevo ya me andan pesando.

El señor de la gasolinera cada día va más encorvado, trae consigo los esqueletos perdidos de aquellos a los que ha amado.

"Ni tú ni yo lo sabemos", me dices. Lo que pasa es que yo me lo invento y tú prefieres ni pensarlo. 

Hoy me contó el hombre del taxi que lo despierta la ausencia: su cuñado murió de rodillas (él que no se hincaba ni en la iglesia).

A su hijo lo acuchillaron y desde entonces ella vive con la carne abierta en el costado.

A su novia la violaron de día. De noche se acurruca junto a la ventana, no está desaparecida pero como si lo estuviera: no regresó siendo la misma.

"Ni tú ni yo lo miramos", me dices, "no estamos en primera fila", pero anoche pensé clarito "¿qué tal si estamos formados?" 

Ni tú ni yo lo creemos, pero no hace falta mucho creer para imaginar que pronto seremos todos los mutilados. 

Completos o en pedazos nos vamos enterrando. Da igual si hay tumba o fosa, la muerte es clandestina cuando es asesinato.

Hace tiempo que las marchas son fúnebres. Las consignas se recitan como sentencia.

Ni al mazo damos ni a dios rogamos. ¿Será que estamos todos ya bajo tierra?

¿Y si me matan? Como haces ahora, ¡ni lo imagines! Ya sabes que yo imagino de más y eso para ti es lo de menos.

Si me matan haré que me prometas el olvido, la desmemoria de quien es desconocido.

Guarda silencio como lo hace el sepulturero. No metas las manos, no dejes que te entierren conmigo.

Si te preguntan por mí contesta que estoy tierra adentro, donde todos algún día estaremos, tan solos como lo estamos desde el día en que preferimos morirnos callados.

Pero si quieres, podemos escarbar desde ahora junto a quienes sí lo saben, junto a quienes cargan los huesos y las ausencias, junto a quienes también llevan a cuestas este silencio tan jodido que les dejamos.

Las cosas de mi abuelo (Quinta parte)©

Mi abuelo tenía secretos, un par de ellos se revelaron a su pesar después de muerto. Tenía un segundo nombre para nosotros desconocido, un nombre feo, casi cómico, que se prestaba a los chistes de mal gusto. Supongo que a él no le hacía gracia tenerlo, pues lo ocultó en serio: apareció escrito en una credencial que guardaba en un cajón, debajo de muchos otros papeles y envuelta con una bolsa plástica negra. Mi hermano la halló, no sé cómo ni por qué; cuando me la mostró pensé que era como si hubiera escondido mi abuelo la evidencia de un crimen que cometió alguien a quien se quiere mucho. Otro de sus secretos lo hice mío,  por eso me siento con el derecho a mostrarlo: el amor oculto que le profesó hasta el día de su muerte una mujer... ¡que no era mi abuela!

"A tu abuelo yo lo quise mucho, mucho, mucho", me dijo una anciana desconocida hace algunos años cuando yo caminaba con mi madre por las calles de su pueblo. Por un momento pensé que era una más de las personas que habían querido a mi abuelo porque a él lo quiso medio mundo, como se quiere a la gente que es buena de verdad, desde dentro. Sin embargo, ella pronunció esas palabras de tal modo que parecían hechas de terciopelo, las pronunció además con todo el cuerpo: con sus manos cálidas y suaves que sostenían entre ellas una mía, con la mirada más linda que he visto, con la sonrisa del amor que nunca fue correspondido. "Te pareces a tu abuela, eres bonita", alcancé a ver un dolor pequeñito que se asomó desde el fondo de sus ojos.

"Sí, fue novia de tu abuelo", me dijo mi madre adivinando como siempre mi pensamiento. "La dejó casi en el altar; conoció a tu abuela y cambió de novia para la boda. Ella nunca se casó, lo esperó toda la vida pero él ni viudo volvió". Mi abuelo sabía guarecerse de los malos tiempos no sólo con la ropa: nunca hablaba de lo que dolía, quizá por eso se murió a destiempo, sin que supiéramos siquiera que estaba enfermo. Un crimen cometido por quien más quiero.

Las cosas de mi abuelo (Cuarta parte)©

Más allá del retorno a su gente y a sus recuerdos, los constantes viajes a su pueblo tenían otro propósito: mi abuelo llevaba siempre consigo una bolsa repleta de todo tipo de “remedios” para las personas que durante la visita anterior lo hicieron partícipe de los males que les aquejaban. Íbamos de puerta en puerta entregando corteza de hormiguillo que mejoraría el hígado de Chela, marihuana macerada en alcohol para aliviar las “reumas” de las tías Campos, “chochos” homeopáticos para las dolencias de doña Régula, vitaminas que a sus 103 años seguramente harían falta a don Austroberto, ciruelas deshidratadas para que Chucho dejara de fumar teniendo literalmente la boca ocupada en otra cosa.

Fue en Santa Mónica, el poblado en el que mi abuelo había ejercido como maestro rural, donde supe a ciencia cierta que él no era simplemente distribuidor de “remedios”: en esa localidad se le consideraba como portador del don para curar; “él sabía”, asegura la gente. Sólo entonces adquirieron sentido algunos de los hábitos de mi abuelo que hasta ese momento yo había interpretado únicamente como costumbres compartidas con sus paisanos: “barrernos” a mi hermano y a mí pasando por nuestros cuerpos veladoras que encendía inmediatamente después en la iglesia, dejar vasos con agua en su casa justo antes de nuestro retorno a Ciudad de México, revisar cuidadosamente los cruces de caminos por los que pasábamos, donde era usual encontrar tirados ramilletes de hierbas, huevos y hasta gallos sacrificados, prohibirnos el consumo de algunos alimentos cuando estábamos enfermos o después de ciertas actividades, la insistencia con que preguntaba si me había caído cerca de una poza y las largas caminatas por el monte recolectando plantas.

De entre todos sus "remedios" había uno que provocaba en nosotros, sobrinos y nietos, salir corriendo: caléndula macerada con aguardiente, un potente cicatrizante que no fallaba pero que ardía al contacto con la piel herida de un modo atroz. Mi abuelo no perdonaba raspón alguno, grande o pequeño sería tratado con el líquido quemante que traía en un frasquito color sepia: lo aplicaba a mansalva, sin gasas o algodones de por medio, directo de la botella sobre la herida abierta. 

Creo que en mi familia no hay alguien que no tenga entre sus memorias alguna de esas sesiones curativas de mi abuelo con aquella medicina eficaz e infame. No quiero pensar en lo doloroso que será ese recuerdo para el primo que se cayó del caballo y se raspó el rostro completo, sólo sé que cuando vimos a mi abuelo llegar con el frasquito de caléndula los demás niños cerramos los ojos para no sentir en carne propia el tormento; eso sí, mi primo es guapo y en su cara no hay ni rastro de aquel suceso. 

Yo recuerdo cuando me dio por probar el control de mi mente: convencí a una prima de que yo podría recostarme en traje de baño sobre la loza ardiente (por el sol a medio día) junto a una alberca, soportando con mi espalda lo que ni los pies soportaban. Terminé con la espalda llena de ámpulas. Mi abuelo llegó a socorrerme con la temida caléndula en mano. La tortura fue doble porque, además, se dio a la tarea mi querido abuelo de reventar con una aguja primero cada una (sí, una por una) de las ampollas.


A nuestros a gritos mi abuelo replicaba con serenidad: "ya, ya, con esto no te quedarán marcas"; es cierto, las cicatrices que tengo en el cuerpo son de tiempos en los que mi abuelo ya no estaba, de otro modo serían inexistentes. A veces me miro las marcas y pienso que también por eso digo que mi abuelo se murió antes de tiempo.

Las cosas de mi abuelo (Tercera parte)©

Tenía mi abuelo un abrigo del color de las almendras, era de pana gruesa. Cuando me sentaba sobre sus piernas mientras él platicaba con alguien, yo me entretenía acariciando con un dedo cada rayita de la tela de su abrigo, a contrapelo para ver cómo se oscurecía un poquito; "no lo despeines", decía él, y alisaba con la palma de su mano las partes en las que yo había andado haciendo surcos. Me gustaban también los botones del abrigo: estaban forrados con unas cintitas de piel que se entrecruzaban, pero cuando los acariciaba no cambiaban de tono y eso me aburría. Entonces me ponía a mirar desde su cuello al interior del abrigo que traía él puesto, se asomaba la tela de la camisas que abrochaba hasta arriba como si fuera un seminarista y sobre de ella el estambre del chaleco; para ver más, yo pinzaba con dos dedos con mucho cuidado la tela de la camisa entre dos botones. la alzaba para que se abriera un pequeño hueco desde el que podía ver un pedacito de la camiseta de algodón que usaba siempre como prenda interior. 

Lo que más me gustaba de esas incursiones entre la ropa de mi abuelo era descubrir el hilo color marrón del que pendía su escapulario; lo jalaba hasta sacar el cuadrito con la imagen religiosa, tratando de sentir qué llevaba dentro (porque algo tenía, se sentía, aunque hasta la fecha ignoro qué llevan dentro los escapularios, una más de las preguntas que me habría gustado hacer a mi abuelo). Casi siempre en ese momento terminaba la conversación que él sostenía y me bajaba de sus rodillas para irnos, por eso no recuerdo de qué era la imagen.

Mi abuelo andaba forrado con ropa, es la palabra precisa, así lo decía él: "para aguantar el frío hay que andar bien forrado"; sí, el frío le hacía los mandados, el calor también, yo creo, porque ni con sol mi abuelo se despojaba de su envoltorio. Solía usar un sombrero "tipo texana" y para la lluvia tenía una funda plástica con la misma forma del sombrero que se sostenía con un resorte por dentro; de todos modos siempre cargaba con paraguas. El paraguas le servía para mucho más que para cubrirse de la lluvia: hacía las veces de bastón (entonces se escuchaba como un pequeño relojito el golpeteo de la punta metálica sobre las aceras) y también de arma secreta cuando el metro iba muy lleno; se abría paso literalmente a punta de paraguas, no golpeando porque mi abuelo era incapaz de esa violencia llana, bastaba con poner aquel artefacto de manera horizontal entre nosotros y el resto de la gente para asegurar el espacio vital (más de una vez hubo necesidad de cambiar de paraguas porque al abrirlo descubría que con los empujones había dejado de estar recto).

Que mis recuerdos sean más nítidos sobre la parte de arriba de mi abuelo lo atribuyo a que él era muy alto y a que yo pasaba mucho tiempo entre sus brazos. De la cintura para abajo a mi abuelo lo veía poco: sólo cuando llegaba la hora de dormir y se sentaba en la orilla de la cama donde yo ya estaba acostada; me hacía rodar un poco por el declive que formaba con su peso, porque mi abuelo también era muy gordo, a mí me parecía como un oso. Usaba pantalones de vestir (siempre muy formal mi abuelo) y calzones largos y holgados, con botones en la bragueta (hoy serían unos boxer muy modernos). Recuerdo mejor sus calcetines, siempre negros y delgados, livianitos, todos iguales. Sus zapatos eran grandes y pesados; sus pies acicalados con esmero: tenía un estuchito negro donde guardaba un diminuta tijera y una pequeñísima lima con las que se arreglaba las uñas (me divierte pensar que mi abuelo hacía cosas que hoy son de "metrosexuales" pero que entonces eran de "caballeros"). 

Pulcro como pocos, mi abuelo era sin embargo muy sencillo, simple en sus cosas; no tenía ropa de más y no se andaba con rodeos: la ropa interior toda igual, la de fuera que abrigue. Pero ese hombre de cabello siempre corto, de ropa formal incluso en domingo, llevaba lo travieso en las bolsas de su abrigo. Traía siempre caramelos para nosotros, pero también para granjearse la amistad de dos perros bravos que custodiaban celosos la casa de mi tío en el pueblo: como la puerta estaba lejos de la casa y nunca se escuchaba el timbre, mi abuelo había enseñado a los perros que si lo dejaban pasar les regalaba un caramelo. Un día fui a esa casa sin mi abuelo, me acompañaba un primo que le tenía terror a aquellos perros, yo lo había convencido de que podríamos pasar sin peligro porque les daría un caramelo. No funcionó: los perros me dejaron entrar a mí sin problema pero mordieron a mi primo, un desastre. No eran los caramelos lo que los perros querían, era a mi abuelo que además de dulces los acariciaba y les hablaba con cariño, igual que yo lo hacía porque él me había enseñado a hacerlo. 

Las cosas de mi abuelo (Segunda parte)©

"Al negrito, ponla en la alcancía del negrito", me decía mi abuelo señalando la estatua de San Martín de Porres mientras me daba una moneda. Todos los domingos se repetía la escena en la iglesia de Santo Domingo. Nunca supe por qué mi abuelo tenía clara preferencia por el santo mulato pero a mí también era el que más me gustaba. Cuando entro a alguna iglesia me da por buscarlo, me decepciona que no esté; de un tiempo para acá lo desbancaron, será que nunca fue de los importantes pero para mi abuelo lo era, al menos era al único que le dejaba dinero.

Me habría gustado preguntarle a mi abuelo sobre San Martín de Porres, atesorar la historia que había tras su descarada preferencia: pienso que hay algo de rebeldía en ella, como si el color y la aparente poca importancia que aquel santito tiene para la Iglesia hicieran que mi abuelo lo quisiera más que a los otros. Nunca sabré porque mi abuelo murió demasiado pronto, antes de que a mí la edad me permitiera interesarme por sus cosas: la muerte es jodida por eso, porque nos roba siempre antes de tiempo a quien luego nos hará sin remedio falta. Tampoco tuve edad suficiente para un día, aunque fuera nada más una vez, robarle la moneda a San Martín de Porres y sumar secretos a la confesión que nunca haré a un sacerdote.

Mi abuelo no logró que yo me hiciera católica, ¡y vaya que puso empeño!: me llevaba a misa siempre que podía, intentaba que me aprendiera los rezos, me persignaba con agua bendita y me hacía besar la cruz que formaba con sus dedos. Yo iba sin quejarme, me paraba, me sentaba, me hincaba cuando todos lo hacían pero guardaba silencio porque no lograba aprenderme bien lo que había que decir; de pronto recordaba alguna frase y entonces casi la gritaba para que me abuelo se pusiera feliz viendo que yo rezaba: "Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa", declamaba yo como si fuera poesía pegándome con el puño cerrado sobre el pecho, a veces de manera tan teatral que arrancaba un par de sonrisas en las personas que estaban cerca y una mirada con la que mi abuelo procuraba reprenderme sin lograrlo porque tenía los ojos dulces.

Para darle gusto a mi abuelo, un día se me ocurrió pedirle a mi madre que me inscribiera en el curso de catecismo que había en una iglesia cercana a mi casa. Luego de mucho insistir, jurando en vano como la buena pecadora que siempre he sido que luego de eso haría muy solemne mi Primera Comunión, mi madre accedió a pesar de que ella no es católica, yo creo que porque sabía que yo tampoco lo sería. Asistí a la primera sesión, la pasé platicando con otra niña, cuando me reí el sacerdote me agarró de una oreja y me sacó de la iglesia; jamás volví y mi abuelo ni se enteró de que había intentado darle gusto. Eso sí, mi hermano gozó por semanas la anécdota y hasta la fecha me dice entre risas "¿te acuerdas de cuando querías ser mocha?". ¡Qué bueno que no lo logré!, estaría hoy más desterrada que San Martín de Porres y mi abuelo se habría muerto igual, antes de tiempo.

Las cosas de mi abuelo (Primera parte)©

No miro nunca dentro de los ataúdes porque en ellos no está ya lo que de la gente quiero: la vida. Esto lo aprendí mirando el cadáver mi abuelo: yo tenía 11 años y había perdido a la persona que más he amado. Mi abuelo murió demasiado rápido, antes de tiempo y casi de un día para otro, de pronto la muerte se lo había llevado. 

Timbró el teléfono en casa, contesté yo, una tía me pidió que la comunicara con mi madre; yo no sabía de presentimientos pero ese día algo en el tono de la voz de aquella tía me animó a escuchar desde el otro aparato telefónico la conversación que iniciaba mi madre: "murió", escuché, supe que hablaban de mi abuelo y colgué, pero no entendí lo que eso significaba. Entró una nueva llamada que mi madre contestó: mi hermano le daba la misma noticia y le decía que estaba por venir alguien por mí. Mi madre me alistó para que yo asistiera al funeral.

Recuerdo ir en la parte trasera de una camioneta en la que también iba mi padre; yo sostenía entre mis manos un muñeco de peluche que alguien me dio, ahora sé que a modo de consuelo. No estaba triste porque no entendía lo que pasaba, era la primera muerte en mi vida: me entretenía mirando de noche la carretera que recorrí muchas veces con mi abuelo rumbo a su pueblo, siempre de día: parecía otra, no había manera de buscar el árbol más lejano como él me había enseñado a hacerlo para evitar marearme con el movimiento del automóvil ni de buscar figuras en las nubes para contarle a él que una de ellas había un gatito o una tortuga, pero sí olía el bosque y yo distinguía los olores porque mi abuelo me había dicho cuándo lo que olía era un zorrillo y cuándo era el musgo mojado porque había llovido; aquella noche descubrí que había también otros olores: el de las flores nocturnas, el del cadáver de un perro atropellado que nadie levantó, el de los grillos apachurrados sobre el asfalto que me daban pena porque esos los había visto vivos cuando vivo también estaba mi abuelo.

A mi abuelo lo velaron en la casa de uno de sus hermanos: en el centro de la sala estaba su ataúd abierto. No sé por qué me animaron a acercarme, me dijeron que debía darle un beso a mi abuelo para despedirme; lo hice, me acerqué despacio y miré adentro de esa caja, pero no vi en ella a mi abuelo, vi su cuerpo pero no era él, estaba segura de que alguien se había equivocado pero no me atreví a decirle a nadie lo que sucedía: parecían todos tan tristes, tan dispuestos a seguir llorando, que no me pareció prudente hacerles notar que dentro del ataúd no estaba mi abuelo aunque estuviera su cadáver y se le pareciera tanto. Me acerqué pero no le dí un beso como habían ordenado: dije muy quedito en el oído a aquel muerto para que sólo él me oyera: "ya sé que no eres tú, tú ya te fuiste de aquí". Desde aquel instante supe que lo demás era lo de menos, por eso me fui al patio a mirar a los gansos, de lejos porque mi abuelo me había contado entre risas que cuando era niño un ganso lo había correteado, que eran como perros, guardianes de las casas pero nada amistosos.

Al día siguiente hubo una misa, la primera en la que comulgué aunque nunca hice la Primera Comunión y jamás me he confesado. Recuerdo un tenue sabor dulce que me alegró un poco y luego el lío de intentar no hacer muecas por no poderme tragar la hostia que se pegaba al paladar. El ataúd estaba otra vez en el centro y ahí dentro el cadáver sin mi abuelo, pero tampoco entonces le dije a nadie que yo sabía que no estaba en él mi abuelo. De ahí salimos rumbo al panteón; por supuesto, hubo un entierro y hay una tumba que nunca visito. Me despedí de él varios días después cuando sentí que por la noche se sentó en mi cama, cuando lo vi cruzando la avenida rumbo a mi casa, cuando sonó el teléfono y del otro lado hubo un largo silencio sin que yo colgara. Con mi abuelo hablo en sueños, en uno de ellos me dijo que escuchó cuando le dije que no estaba en ese muerto, nos reímos juntos recordando aquél secreto.

A pesar de la certeza de que no era él, no he podido olvidar el cadáver de mi abuelo, la sensación de estar velando a alguien desconocido, la rareza de saber que más que alguien es algo: el cuerpo vacío, la ausencia de vida, eso que llaman muerte. En defensa de lo vivo me propuse hace unos días reunir en mi memoria (y en este texto) los recuerdos que conservo de mi abuelo, de su vida, de quien era y sigue siendo la persona más amada en mi historia, la única con la que me confieso para seguir comulgando si por casualidad un día me encuentro dentro de una iglesia cuando se están repartiendo hostias a las que vuelve dulces el sabor de la transgresión secreta. A mi abuelo no le hubiera gustado eso, tenía sus cosas: era católico en serio, pero también el ser humano más bondadoso sobre la Tierra.