Memorias crónicas (cuarta parte)©

Aquella mañana desperté con el tiempo exacto para tomarme un café en el centro de San Cristóbal. Solía escatimar a la ciudad el resto del nombre -de Las Casas- porque se había vuelto para mí un sitio cotidiano; ahí comenzaba y terminaba el día de lunes a viernes pero nunca me fue tan familiar como para llamarle San Cris, quizá porque pasaba la mayor parte del tiempo en Chenalhó (al que le quité el San Pedro desde el primer momento). 

Vi a lo lejos la ambulancia en la que me llevaban a Chenalhó diariamente. Logré pedir la cuenta y pagarla antes de que llegara al punto en donde debían recogerme. Caminé hacía el punto de reunión todavía con el último sorbo de café en la boca: me supo más amargo de lo habitual, supongo que debido a que se cruzó con el recuerdo de que llegando tendría que enfrentarme a la colocación de la urna de votación en la clínica.

Como lo supuse, no terminé de bajar de la ambulancia en la puerta de la clínica en Chenalhó cuando ya llegaban hasta el mismo lugar quienes pondrían la urna. Si bien había pensado en eso buena parte de la noche, no encontré la estrategia mediante la cual llevaría a cabo mi personal resistencia. Tuve que improvisar, abrir la brecha conforme avanzaba sobre ella.

-Buenos días-, me escuché decir al tiempo que encontraba la forma de no poner más atención de la debida en la urna. No quería que se me notara preocupada.

-Buenas-, contestó uno de los hombres que la traía. 

Pensé que yo no era la única que escatimaba palabras cotidianas. "¡Ahí está!", me dije, "escatimar" era la clave. Escatimaría mi ayuda y la de la gente a mi cargo (los integrantes de la brigada médica).

-¿Dónde podemos poner la urna, doctora?- se dirigió a mí el mismo hombre que a medias me había saludado.

Tuve la tentación de decirle que yo no era "doctora", que era antropóloga, pero eso implicaría largas explicaciones de esas que a nadie importan y no son pedidas. Sentí además que hacer esa acotación me delataría: "acusación manifiesta", terminé el dicho en mi cabeza y guardé el resto de mis pensamientos.

-Al fondo, por favor.

Percibí en mi interlocutor un dejo de molestia. No sé si era mi paranoia, pero él miraba a la entrada y eso me pareció suficiente indicio de que esperaba colocar la urna en el lugar más visible. Por eso continúe hablando yo, atajando de manera preventiva su desacuerdo.

-Le diría que la pusieran en la entrada pero, ¿sabe?, la gente se queda en la puerta esperando la consulta y puede dificultarse que voten porque estarían todos ahí sin dejar pasar.

No quedé conforme con mi aventurada explicación, para mí no tenía lógica, pero al parecer para él la tuvo porque de inmediato entró hasta el fondo del cuarto que era la "sala de espera" junto con los otros dos hombres que lo acompañaban y que se dispusieron a armar la urna que quedó sobre una mesa junto con las papeletas para los votos.

Enseguida salieron despidiéndose amablemente y recordándonos que volverían por la urna con los votos emitidos antes de que cayera la tarde. Me sorprendió que nadie se quedara a vigilar el proceso de votación. Por un momento se me ocurrió que podría tachar los votos en contra de su intención, pero inferí que ellos confiaban en que los trabajadores de la clínica se ocuparían de hacerla de vigilantes, y quizá no se equivocaban al confiar en ellos... aunque sí al confiar en mí. 

Yo, en cambio, no confié a nadie mi intención de boicotear, aunque pasivamente, la votación. Pensando en cómo lo haría sin ponerme en riesgo agarré una de las boletas y leí una sola de las preguntas, la principal: "¿Está usted de acuerdo con la distensión del conflicto?". "Ya la hice", pensé con una sonrisa que se escapó de mí de tanta gracia que me hizo la palabra por ellos elegida. "Distensión", repetí un par de veces para mí, en voz muy baja y segura de que nadie me veía. Dejé la papeleta en su lugar y comencé a urdir el plan.

Soy pésima para las operaciones matemáticas, pero hábil para hacer análisis rápidos en situaciones desesperadas: fue claro desde que leí esa pregunta que no era una que pudieran entender con claridad los votantes, no sólo por el uso de una palabra ajena a la mayoría de las personas que se quería que votaran, también porque en el municipio de Chenalhó hay una buena cantidad de gente analfabeta y otro tanto es monolingüe, hablantes de tzeltal, razón por la que formaba parte indispensable de la brigada médica una traductora, oriunda del lugar que hacía las veces de enfermera.

-Desde la semana pasada estamos con que hay que ir a los parajes para atender a la gente que no viene a la clínica, ¿por qué no lo hacemos hoy?-, pregunté a los integrantes de la brigada. 

-Pero, ¿quién se queda acá?, preguntó el pasante de medicina que atendía esa clínica desde hacía casi un año. No podemos cerrar, está la urna.

-No, claro que no, hoy no puede quedarse cerrada la clínica, la gente va a venir a votar -confirmé ocultando las ganas de que desapareciera la urna... y hasta la clínica si hacía falta.- Puede quedarse usted y me voy yo con la enfermera. No necesitamos más que ubicar a las personas que requieran atención para tener el registro y volver otro día. Si hubiera alguien con alguna emergencia podemos traerle en la ambulancia o trasladarle directamente al hospital. 

El pasante quedó un tanto pensativo. No era cualquier cosa quedarse solo en la clínica. Tendría que hacer más trabajo del que le correspondía. Yo sabía que eso no le hacía ninguna gracia porque  no perdía oportunidad de quejarse por tener que cumplir con sus labores como pasante en esa clínica, comentaba que era mucho el trabajo y poco el sueldo. Me apresuré a seguir convenciéndolo, no quería darle tiempo para pensar, se lo escatimaría. 

-Lo único es que se quedaría sin la ayuda de la enfermera para traducir, pero usted más o menos se las arregla con tzeltal, ¿no? A mí me han dicho que usted lo habla un poco y lo entiende. ¡No sabe cómo lo envidio por eso!, tan bonito que es hablar otras lenguas, ¡yo nunca he podido!- apunté la ego y di en el blanco, el halago certero se volvió en su rostro sonrisa.

-Está bien. Me quedo yo. Pero no podré cuidar la urna, voy a estar recibiendo a la gente y tomando los signos clínicos porque se va la enfermera, además pues daré consulta. 

"De eso se trata", pensé. Aunque no tenía idea de cuál sería el resultado de dejar la urna a su suerte y temía que se la robaran porque nos harían responsables del extravío, me convencí de que podríamos decir que no nos la encargaron, que no sabíamos que había que cuidarla y que tuvimos que ir a registrar a la gente de los parajes porque hacía tiempo que necesitábamos hacerlo.

-Sí, no se preocupe, nadie se va a llevar la urna -contesté- usted no tiene que hacer nada más que lo acaba de decir que hará. Si alguien le pide ayuda para votar, dígales que no puede porque lo dejamos solo en la clínica y las consultas son prioridad.

 Que se robaran la urna era una posibilidad, la que yo deseaba. Pero también era posible que ahí quedara y la recogieran por la tarde con los votos. Esta segunda opción significaba para mí una derrota personal. A pesar de prepararme todo el día mientras estuvimos en los parajes para asumir que había perdido si ese era el caso, sentí que el estómago se me estrechó de súbito cuando al regresar vi la urna en el mismo sitio donde la habían dejado por la mañana. Fingiendo mi desconcierto pregunté al pasante si habían dicho a qué hora pasarían a recoger las boletas.

-No han de tardar... Ojalá, porque nosotros tenemos que irnos. No nos vamos a quedar acá más tiempo. Ya casi nos toca irnos.

Asentí con la cabeza para no dar pie a que comenzara a quejarse, por enésima vez, de lo mucho que trabajaba por un sueldo miserable. Lo que me irritaba no era realmente que se quejara sino que tenía razón: el derecho inalienable a la queja es humano, aunque a otros fastidie por no poder hacer nada. Si yo no había podido evitar que en la clínica se llevara a cabo una consulta a todas luces amañada, menos podía arreglar sus condiciones laborales. Su habitual molestia no encontró salida en mi silencio, de modo que con tal de romper el suyo (que era obvio le incomodaba más que el mío) dejó caer un nuevo comentario.

 -Si no llegan a tiempo igual podemos irnos.

-Me encantaría, pero eso sí no podemos hacerlo. Tenemos que cerrar cuando se hayan llevado los votos.

-¿Cuáles votos?

-Pues los de la urna.

-Será la urna y las papeletas, votos no hay.

-¿Cómo que no hay votos?

-No, mire usted, la urna está vacía. Nadie votó.

Me acerqué a la urna y constaté que estaba vacía. Por poco y no logro ocultar la alegría. Rondaba ya los bordes del triunfo, que hacía mío porque igual me habría apoderado yo sola de la derrota, cuando el pasante me hizo notar que mis artimañas no eran la causa.

-Ahora que estamos nada más usted y yo -me dijo al tiempo que se cercioraba de que el chofer y la enfermera estaban afuera junto a la ambulancia- le voy a confesar algo: tampoco yo quería que les saliera lo de la votación.

Era innecesario defenderme, pero tampoco estaba dispuesta a confesarme, al menos no de manera explícita, así que me atuve a otorgar callando una respuesta precisa y contesté con otra pregunta:

-¿Usted evitó que votaran?

-No, claro que no.

-¿Entonces?

-Nada más no les pedí que votaran, de hacerlo hubieran votado los que vinieron a consulta. Aunque no sé cómo porque muchos no saben leer.

-Menos en español- comenté.

-¡Y menos palabras como esa de distinción!

-Distensión- corregí involuntariamente.

-Eso, ¡imagínese!, si ni yo sé bien qué es...

-Pues sí- respondí. Tenía la intención de explicarle el significado de la palabra pero me interrumpió.

-Pero, ¿sabe qué?, yo sabía que ni se iban a acercar a la urna.

-¿Sí?, ¿porque no están de acuerdo?

-No. Por algo más simple: acá no se acuerdan cosas así, votando. La gente está acostumbrada a las asambleas donde participan como grupo. Para ellos eso de votar cada uno no existe, sus votos son colectivos. Incluso cuando hay elecciones se ponen antes de acuerdo en asamblea.

 -Debería ser antropólogo.

-¡Ni dios lo mande! Como médico me pagan mal y trabajo mucho, pero aprendo... ¡hasta antropología! La verdad es que me quejo mucho pero lo que quiero es seguir trabajando acá cuando me titule, ya me encariñe con la gente.

-¿Y se va a seguir quejando?, pregunté como broma.

-¡Claro!, es mi derecho, pues.

-Así es: el derecho inalienable a la queja es humano.

-¡Esa está buena!, luego me explica qué es inalenable porque ya vienen por la urna.

"Inalienable", alcancé a decir antes de que en la puerta de pararan los encargados de recoger la urna. Con una seña les indiqué que podían pasar por ella. Lo hicieron sin mostrar sorpresa de que estuviera vacía.

-¿Está vacía?- me deleité preguntando lo evidente.

-Sí. Pasó con muchas, no sabemos por qué.

-Buenas tardes- dijeron al mismo tiempo los tres hombres desde la puerta cuando ya se iban.

-Buenas-, el pasante y yo escatimamos en conjunto parte de la despedida. Consolidamos la complicidad con una mirada: habíamos hecho ¡nada! A veces de eso se trata, de no abrir los caminos y andar por donde otros anduvieron antes.

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