Vivos los queremos ©

"Son nuestros", 
"son de todos", 
"somos ellos".
"Vivos los queremos". 

Quizá sólo es que somos,
todos: ellos y nosotros. 
Quizá siempre hemos sido
pero apenas lo sabemos.
Quizá estamos, a penas, siendo.

Seamos honestos:
antes no eran nuestros, 
ni de todos; eran de ellos.

¡Hace tanto son ausencia que,
a pesar de nuestros dichos,
ellos siguen siendo de ellos!

Nosotros, tan distintos: completos,
sin el alma cercenada por un hijo
que está y no está, ni vivo ni muerto.

Han sido ellos como un bosquejo,
sin terminar de ser para nosotros,
los que irrumpieron para decirnos
que vamos juntos, que vamos siendo.

Somos honestos:
nos asomamos a su dolor,
queremos, de veras, hacerlo nuestro.

¡Es tan profundo el abismo, tan negro, 
que a pesar de los intentos, nosotros caminamos
por el borde del endiablado sufrimiento!

¿Cuánto pesa la ausencia cuando es de uno?,
¿cuánto nos pesa a nosotros la que cargan ellos?
Son de ellos, aunque sean de todos, incluso nuestros.

Yo no puedo imaginar, ni por un momento,
el dolor de quienes cavan buscando muertos. 
No sé qué es pisar la tierra roja sobre fosas en un cerro.
¿Cómo puedo yo escribir lo indecible si es sólo de ellos?

Quizá sólo es que somos,
todos: ellos y nosotros.
Quizá siempre hemos sido
pero apenas lo sabemos.
Quizá estamos, a penas, siendo.

Son de ellos.
Son de todos.
Son nuestros y, sí,
vivos los queremos.









Astillas ©

Una no se hace de astillas queriendo, aparecen de pronto, ya dentro; ni siquiera se tiene la oportunidad de mirarlas a tiempo, se sienten el día menos pensado y no siempre sabemos de dónde provienen. Es cierto, una astilla pocas veces es un asunto grave: podemos vivir con ella, acostumbrarnos a darle el espacio que reclama, ir por la vida modificando las posturas con tal de no tocar el pedazo que la aloja; vamos dolidos, con una herida mínima que hacemos nuestra a fuerza de tolerarla. Sabemos que algún día dejará de dolernos, y sí, así pasa: el cuerpo sabe limitar el espacio invadido, la astilla será expulsada en algún momento, si acaso estará por años entre las células que la arropan cuando insiste en quedarse, pero años no es "siempre", vendrá el destierro. 

Yo me hice de una astilla en la playa; años vivió conmigo, su refugio estuvo en mi talón izquierdo. No era una astilla cualquiera, se desprendió de un vidrio que me cortó el pie; a pesar de que limpié la herida, el dolor me impidió hacerlo a fondo y esa pequeña viruta cristalina se hundió entre la carne que sangraba. La dejé estar, más por cobarde que por sabiduría: no estaba dispuesta a abrir la herida para sacarla, ya bastante me dolía. Aprendí a caminar saltando sobre un pie y después, poco a poco, conforme sanaba, a apoyarme sobre ambas piernas sin que el talón de la astilla tocara ninguna superficie. Luego, ni falta hace decirlo, me acostumbré al dolor que en realidad ya era mínimo. Aquella astilla podía sentirse bajo la piel y pronto la convertí en una suerte de "herida de guerra": era el recuerdo de un tiempo largo y en suma feliz en que anduve descalza casi todo el tiempo, no sólo sobre la arena, por las calles con adoquines e incluso de pavimento: vivía junto al mar y había renunciado a los zapatos. Al final, no sé si el pequeñísimo fragmento de vidrio que ya era parte de mi memoria salió o entró de lleno, pero dejó de ser posible sentirla en mi talón, aunque, ya lo ven, aún la recuerdo.
   
Hay palabras que son mucho peores que las astillas: si no te detienes a sacarlas se irán encarnando, guareciéndose debajo del alma o en algún pliegue de ella; en esos casos, lo mejor es abrir de un tajo, sin miramientos, aunque duela, erradicarlas de una vez. Las palabras que hieren lo destruyen todo a su paso, son huéspedes que terminan con la casa completa. No basta con cojear un rato: el recuerdo de ellas es como gangrena, mejor olvidar una vez que se han desterrado. No son fragmentos de vidrio o madera, son filosas puntas de dagas en manos inexpertas; es fácil voltearlas hacia quien las empuña. Con la misma saña que alimenta sus deseos, hay dejar que entren profundo entre sus vísceras, porque no merece compasión quien se arma sin experiencia: por mí que se desangren, yo sólo estoy dispuesta a renguear un poco cuando la molestia la provoca un brillante vidrio sobre la arena.  

El recuento de los sueños ©

Me ha dado por tener pesadillas. No son pesadillas lúcidas: de ellas no recuerdo más que las sensaciones. Por ejemplo, si sueño con cuervos lo sé porque despierto sintiendo en el hombro el roce aterciopelado de las alas negras. No me pregunte usted cómo es que sé que son pájaros de ese color y no de algún otro; para eso no tengo explicaciones y tampoco deseo hurgar más de los debido en mi inconsciente.

Si despierta tengo pensamientos más bien complejos, dormida siempre he sido un total enredo. Tengo la impresión de que sueño poco, pero se sabe que eso es debido a que le damos demasiado crédito a la memoria: no es que no soñemos, es que no recordamos que lo hemos hecho. 

El asunto es que yo últimamente sólo recuerdo las sensaciones que me dejan los sueños. Ahora que lo pienso, quizá no son pesadillas, pero esa memoria sensorial me asusta un poco, será por eso que digo que tuve un mal sueño. Esta noche, por ejemplo, hice dormida una sopa de albahaca, lo sé porque en los dedos me quedó el tacto de las hojas que desmenuzaba; quizá no era una pesadilla...

Conservo el recuerdo de un sueño que tuve de niña: sobre el mar, literalmente encima del agua, de las olas, había una feria de papel. Las pistas redondas se comunicaban entre sí por puentes y en cada una de ellas había un juego diferente: la rueda de la fortuna, las sillas voladoras, el carrusel... Yo iba de una a otra pista caminando sobre aquellos puentes que las unían. De pronto, estando justo en el medio de una de esas endebles estructuras, del agua y hacía mí salió un tiburón con las fauces abiertas. El escualo estaba dibujado sobre papel con crayolas... Desperté consternada.

De adolescente soñé mi funeral, pero en esa ocasión no me sentí asustada, todo lo contrario: nunca me había sentido tan serena. No sé cómo es que morí en aquel sueño, pero no había muerto sola y estaba junto al mar: dos ataúdes en la playa lo confirmaban. Era de noche y ahí estábamos los fallecidos, rodeados de antorchas; el firmamento estaba lleno de estrellas, no hacía frío y nadie lloraba.

Luego vinieron un par de sueños que hoy recuerdo sonriendo. En el primero sólo sentía una comezón insoportable en el cuerpo, me estaba convirtiendo en un jícuri. Para entonces yo no había ido al desierto, sabía lo que eran los peyotes pero no había comido uno. Fue mucho después que consumí aquella rosa de fuego, durante un viaje que retengo en la memoria igual que los sueños: a pedazos, más sensación que imagen. El segundo sueño de aquella época tuvo también que ver con una transformación: me hacía líquida, supongo que fui agua (algo de eso me quedó; me vivo río, mar o estero con frecuencia).

Las clases de matemáticas me hicieron sufrir tanto que a ellas debo la más clara de mis pesadillas: intentaba resolver una ecuación, lloraba. Desperté gritando: "¡tengo que cambiarle el signo!" Ni en sueños pude alguna vez descifrar la lógica de ese lenguaje que sigue siéndome ajeno. Para mí los números son malos augurios, con ellos se ocultan nombres y rostros: cientos de miles de asesinados, decenas de miles de desaparecidos, millones intentando sobrevivir... Pero esto no es un sueño, es mucho peor: las fosas y los cuerpos, las ausencias, la miseria, están aquí mientras estamos despiertos.

Hay un sueño en particular que retengo lejos del olvido en forma deliberada. Es un sueño con versiones y la prueba de que también soñando aprendemos lo importante. La primera vez que lo soñé el final no era uno afortunado. Alguien me llamaba por teléfono y me pedía que saliera de mi casa por la noche para encontrarle en algún sitio lejano. Caminaba yo por calles oscuras cuando vi a lo lejos una camioneta blanca; en la parte trasera tres hombres violaban a una chica y esperaban que yo pasara por ahí para hacer lo mismo. No me detuve, caminé hasta el frente de la camioneta sin reaccionar y no fue difícil atraparme. Como si hubiera quedado pendiente una mejor reacción de mi parte, volví al principio de la historia que soñaba e iba poco a poco modificando cada error: veía la camioneta y corría hacia el otro lado logrando escapar; caminaba por lugares más seguros; no aceptaba salir de casa sola y de noche. Cuando en el sueño supe cuidarme desperté.

Hace poco me reí dormida: soñé que mi madre me regañaba porque en la fotografía del título doctoral yo aparecía con un enorme bigote, más grande que el de Emiliano Zapata. "No tomas en serio nada", me decía mi madre compungida, pero yo me sentía feliz, divertida como niña traviesa. También me siento bien cuando sueño con mi río, uno de plata y cuarzos que me adoptó en Perú; su nombre más conocido es Urubamba, pero yo lo llamo en quechua: Pilpintuquilla (la casa de la luna, para él siempre mi luna llena). Cuando sueño con el río me hablan mis muertos, dos de ellos en particular, los más queridos. Vienen a decirme que aún los quiero, aunque no les perdone que se hayan muerto; tienen razón, por eso no les escribo, sólo los sueño.

Historias clásicas para distraer malos recuerdos ©

Hay días en los que se despiertan primero los malos recuerdos; el resto del cuerpo queda a merced de la memoria y sus compuertas abiertas. La mente tiene tantos accesos que no alcanzan las tapias y los maderos para detener esos pensamientos; son como termitas, excavan sobre las paredes de los mismos huecos, construyen laberintos. 


De poco sirve el hilo de Ariadna: no es una estructura hecha por Dédalo y nuestras incursiones no son las de Teseo. Pero la única manera en que esos insectos corrosivos pueden mantenerse quietos es distraerlos contándonos historias; a ellos les gusta escuchar cómo Minos de Creta se dolía, apuestan la corona de aquel terrenal Rey contra el báculo marino de Poseidón. 

A los diminutos constructores poco les importa Pasifae; es ahí donde se equivocan: fue ella quien domesticó al toro blanco, nadie más que ella ordenaba que su hijo, el precioso Minotauro, fuera alimentado. Cuando les recuerdo que al final Atenas fue libre, los pequeños caníbales lloran como quien presiente el exilio. 

Después de esas lágrimas de éntomos, prometen no morderme nunca más las entrañas si yo cada mañana les cuento una historia; accedo, me cuesta renunciar a su existencia, por eso cierro el pacto, aunque sé que a mí las mil y una noches se me terminan en un par de semanas y un buen día despertaré otra vez demorada. 

Como un árbol ©

"¡Qué altos pueden llegar a ser los árboles!", me descubro pensando mientras observo a través de la ventana uno de los eucaliptos que están sobre la acera; ha crecido en la esquina de mi casa desde que yo era una niña y ahora está al menos dos piso por encima del edificio que le queda más cerca. Es con precisión esa referencia de contraste la que detona ese pensamiento que me hizo sentir, de pronto, un tanto avergonzada: me he vuelto más citadina de lo que siempre he creído ser, es decir, no, no es que no quiera serlo o que no me sienta una más de las habitantes de esta enorme urbe, es sólo que me pregunto si no llevo demasiado tiempo sin observar a mi alrededor con detenimiento. 

Sé que los árboles pueden ser enormes, los he visto muchas veces en los bosques y en las selvas. Si aquel día pensé eso no es por desconocimiento, sino por andar con la cabeza en otras cosas, en todas esas que no existen más que ahí dentro: en mi cabeza; fue por estar distraída, ocupada en preocuparme. Tampoco es una tragedia, digo, a todos nos pasa, la prisa tiene ese efecto: se observa poco y se piensa mucho más de lo debido.

Me gustan los árboles, me gusta ese árbol en particular, quizá porque está desafiando todas las normas de esta ciudad. Me sorprende que no haya corrido todavía con la mala suerte de otros eucaliptos que crecen sobre las aceras: vienen una mañana y los talan, así, sin más; dicen que no son árboles adecuados para estar en las ciudades, que sus raíces crecen horizontales y van dañando las estructuras de los edificios que tienen cerca. Su mala suerte comenzó cuando alguien decidió plantar alguno de ellos donde no debía... Así somos los humanos: un día plantamos sin pensar y otro día talamos de igual modo. Eso me pone triste. Somos crueles.

Por fortuna también es cierto que en este país gobierna la indolencia. Digo por fortuna sólo en este caso, pues es la indolencia la que ha permitido a mi árbol crecer al punto de ser mucho más alto que los edificios y eso, aunque al final termine quién sabe en qué tragedia (sea que que lo talen, sea que se desplome un día en que el viento lo agite con violencia), no deja de ser maravilloso: el recuerdo de que la naturaleza, sin tanto aspaviento, nos supera. 

Y es que los árboles no sólo desafían la altura creciendo tanto, también lo hacen plantándose solitos en sitios altos: justo arriba de donde estaba sentada cuando miraba el eucalipto hubo hace tiempo una gotera; el agua caía desde las raíces de una rama que creció en una fisura del techo, árbol en potencia en busca de su propio acantilado. Yo habría estado feliz de vivir con un árbol, hecho aunque no derecho, sobre mi cabeza. Por eso tardé más de un año en reparar el techo... Arrancar la rama con todo y sus raíces fue lo más difícil, estaba bien afianzada, no sólo a la estructura, también yo le servía de sustento: a veces soy así, como un árbol.    

  

Anfibia ©

Me detengo por un momento en esta curva, justo donde empieza la ilusión de que la vida (la mía, pero podría ser cualquier otra o la Vida misma) va recorriendo un camino más o menos en línea recta: si hemos de hablar de finales y comienzos, concédanme el placer de hacerlo a mi modo (al fin y al cabo no tengo otro que pueda por ahora ofrecer), desde este pequeñísimo espacio que marca la cima de la curva en que me he posado para pensar y decir sobre la espiral completa en el que estoy inmersa (yo y cada ser que viva, así sea de modos insospechados).

No soy simple, ¿quién podría serlo si ha renunciado a la tentación de mantenerse en las superficies? No, no tiene mérito, no vaya a pensar usted que está leyendo la malograda biografía (al menos un fragmento) de una heroína: cada vez que he caído lo he hecho sin mi consentimiento, a la fuerza, obligada por las circunstancias... Y por una parte mía (lo confieso) que se abisma con suma facilidad. Hay que decirlo: no escribo de caídas que puedan ser "cualquier caída", esas no son más que ligeros recordatorios de que somos homínidos puestos de pie para andar erguidos (¡vaya osadía más ociosa!) Tampoco es que haya recuperado fuerzas para salir del fondo: la única virtud que me corresponde en tales hechos es la de una curiosa paciencia para curarme las heridas, no dejo que alguna quede abierta, no me muestro al mundo sangrando, al menos no de muerte.

He caído tantas veces que, eso sí, tengo un interior bien acondicionado, agradable, una suerte de sala de recuperación para personas como yo, complejas y también complicadas. Con el tiempo me hice de un par de branquias: el interior tiene agua, mucha, a menos que se trate de algún desierto, pero eso sólo sucede a quienes caen con poca frecuencia y por esos parajes ya ni pasan; como yo me visito cada que caigo y caigo tan seguido, tengo de todo para sobrevivir en modo acuático (balsas, aletas y escafandras). Las branquias sin duda son mucho mejores aquí adentro, pero desde que las tengo se me dificultan las incursiones fuera de mí; de cualquier modo las practico lo más que puedo (tampoco es que me parezca buena idea dejar el mundo de afuera, amo mucho de lo que en él vive junto conmigo, amo a las personas, sí, aunque sean ellas las que suelen fortalecer mi deseo de volver al fondo).

Víctima no soy, tampoco lo pretendo, ¿qué clase de pretensión puede ser esa?, ¿víctima de quién, para qué? No entiendo esa manera de habitarse, como ciudad ocupada por voluntades que no son propias: eso es como estar pagando alquiler toda la vida; yo prefiero andar sin techo que sin mí. No, no es que no puedan herirme otras personas (pueden, lo han hecho, lo hacen), es que al final las heridas me las abro sola. No, tampoco quiero ser soberbia, tan pagada de mí misma que parezca que digo que ni para hacerme daño sirven los demás, es más complejo que eso: es que para lo que otras personas sirven (y no cabe duda que lo hacen bien) es para lo que no puedo darme sola por completo, para amarme, para alegrarme, para vivirme... Lastimarme es algo que sé hacer tan bien que.. eso: no hay quien me haya superado en la tarea por ahora... Y, bueno, tampoco es que esté buscando quién lo haga, conmigo tengo. Por cierto: gracias, pero no.

El año que dimos por terminado ayer tuve que aprender algo nuevo, nuevo y paradójico: debo comprender que no estoy sola. No es que lo haya estado antes, no es que no sepa cómo estarlo; todo lo contrario: lo que no he sabido bien cómo hacer es dejar de estar sola, conmigo, con mis heridas reparadas. ¡Qué difícil puede ser entender que no se está solo cuando nos hemos hecho al hábito de dejarnos caer hasta nuestros fondos para curarnos y volver ya no tan maltrechos! Es fácil compartir la alegría (aunque ahora se tienda a no ser generosos con ella o, peor aún, aunque ahora se pretenda inventarla a cada rato como si se pudiera). No, no es cierto, no es fácil compartir la alegría, es más fácil entregarnos los unos a los otros las desdichas, estar cerca de quien sufre para infundirle lo que nos está faltando: valor para mirarnos con minucia donde nunca nos escombramos. Sé brindarme consuelo y lo hago de manera espontánea con los demás, no me cuesta nada; ¡pero cómo me es difícil recibirlo! 

No estoy sola... Eso implica muchas cosas: no estoy sola para llorarme, no estoy sola para sanarme, no estoy sola para cuidarme, no estoy sola para alegrarme; no estoy sola para perdonarme, para herirme ni para herir (esa es la peor parte). No estoy sola porque amo, porque me aman. No estoy sola y, aunque esa compañía haga de mis incursiones Tania-adentro visitas menos inesperadas, sólo puedo agradecer todo lo que aquí no diré (porque de tan dicho no hace falta) y con precisión esto que digo: gracias porque ahora cuando caigo me levanto en la misma superficie, gracias porque voy a mi interior sólo cuando así lo deseo, con serenidad, con calma. Sepa usted que mi torpeza es anfibia: soy lenta sobre los guijarros pero me encanta tocar la arena en la que se convierten y estoy feliz en esta orilla de la espiral donde podemos estar juntos.