La tirada de Ícaro ©

Me gusta el brillo plata de la hierba mojada; diminutos espejos de pirita en polvo, agoreros reflejan el instante en que la próxima gota caerá. Huele a tierra que se hace lodo. Despiertan las raíces.

Cuando llueve, me siento existencialmente acompañada: somos muchos los despojados del Paraíso; los nuestros se hacen cera, los de ellos agua. Tendidos o húmedos, todos, absolutamente todos, somos fragmento de ala.

Para descender, hace falta pasar un tiempo en las alturas; caer es condición ineludible de quienes se elevan: los milagros inician en el firmamento, como mórula aérea, pero no existen sin haber tocado el suelo.

Nasciturus, germen de vida que será únicamente después de probar el amargo sabor del abismo interno, los hijos de Ícaro se encuentran entre el polvo; no es cierto que volverán pasado un tiempo: estamos aquí. En este caso, al principio no fue el verbo, sino un par de alas quemadas. Es cierto que sólo con la lluvia aparecen los restos, las plumas desperdigadas; buscamos entonces el pabilo de algodón que se enreda, será necesario para aluzar el alma. A falta de velas, tiramos las cartas.

Sin título ©

Incluso sin querer, me llevo entre las letras la mañana.

Hay días en que no sé qué escribir, pero no puedo dejar de hacerlo; como espectro de tinta que se baña, voy deambulando por la casa dejando huellas en la alfombra que parecieran no decir nada, pero dicen, siguen diciendo... y yo que no digo nada.

Intento entonces pensar en cosas que no son palabras: la urna de mis cenizas, el árbol de raíz-caricia, el cielo al que no llego porque me cuesta poco robarle la mayúscula, la hoja en blanco que se hace negra (incendio-cueva).

Las imágenes se cimbran, tiemblan sólo un instante antes de incrustrarse en los moldes de las letras. Estoy condenada; debí aprender a pintar, quizá en un lienzo sea posible no mostrar lo que se calla.