De cabeza ©

He dicho "el mundo está al revés", pero soy yo la que suele tener la cabeza puesta donde deben ir los pies.

Esta historia, por ejemplo, no comienza por el principio sino por su parte media, un día de abril; antes estuvo el final. En mi defensa quiero decir que no me había buscado porque desconocía que tenía que hacerlo; si después recorrí múltiples senderos fue porque aquella mañana comprendí que yo iba por la vida sin tener paradero, que me había extraviado hacía mucho tiempo. 

Tampoco sé ahora si logré encontrarme, quizá sólo he ido construyendo eso que a veces pienso que soy o que he sido. Si me ponen a elegir, soy yo y las que me inventan; es en las contradicciones donde pueda tal vez un día encontrarme. Quizá la búsqueda sea el problema. Durante un tiempo me observé detenida, hoy procuro mirarme en movimiento; el resultado, ¡claro está!, es un desastre. Pero me niego a que sea esa la conclusión, incluso me rehúso a concluir esto que soy. No puede haber un recuento, entre otras cosas porque mi memoria es selectiva: olvido fechas, rostros y nombres con facilidad; lo malo es que no existe un criterio para hacerlo.

Intento comprender, entre más me esfuerzo más se escapan las razones. Estoy llena de sentimientos sin nombre, carentes de procedencia conocida: ayer soñé que enviaba cartas sin remitente pidiendo a quien las recibiera (¡como si pudieran los ausentes recibir algo!) que enviaran otras con el mismo sinsentido de las mías que iban en blanco. Supongo que ese sueño es mi manera de pedir a las partes que me constituyen que acudan y me integren; así, hecha pedazos, cuesta reconocerme.

El final que antecedió al principio fue uno silente: había optado por callar. Las palabras siempre han sido un problema para mí, no encuentro en ellas nunca el tamaño adecuado, el matiz correcto; siempre dicen algo que no es con exactitud lo que quiero decir. Se alargan los discursos en el vacío; es como si mi decir estuviera alojado en los diminutos espacios vacíos, delimitados por las líneas de las letras. En la O, por ejemplo, esto es muy claro: lo indecible queda al centro; en la L va por los costados.

De cualquier forma, aquel silencio deliberado no impidió que todo terminara a la orilla de un abismo. Quizá por eso ahora no puedo callar; aunque no logre decir, siempre lo intento, muchas veces por escrito. Eso es peor: los sinsentidos se empeñan en ser leídos, a pesar de su estafa. Usted, lector, sabrá que no he dicho nada o, lo más probable, se irá con la certeza de que he dicho lo que a usted le hace falta leer. Si se detiene a pensarlo, quizá concluya como yo que esto es una desgracia: escucharnos no sirve para nada.

Ahora mismo fallo al querer decir eso que está en medio de este rodeo; ahí, entre las líneas, a los costados o en el centro de cada letra que he tecleado. Tal vez lo mío es pintura erróneamente escrita, pero no soy diestra con los pinceles... Ni siquiera me atrevo a comprar un lienzo. ¿Para qué?, estará eso que se me escapa en los lugares que no he pintado: por detrás del cuadro, en el marco, incluso en los cuadros que nunca pinte. Es posible que la escultura sea una mejor manera: no sería la pieza en sí, en ella estarían las huellas que, quizá, denunciarían cuán errático suele ser mi camino. Pero no, yo escribo, es lo que sé hacer (¿bien o mal?, esa es otra historia).

Decía: una mañana de un abril que no fue cualquiera, a través de la ventana descubrí a lo lejos una mancha color púrpura entre los edificios: era el jacarandá florecido. Había estado ahí todos los meses anteriores, siendo sólo vaina y ramas; yo no reparaba en él entonces, ni en él ni en nada: me dolía... y cuando una se duele va agigantándose el YO de tal manera que nada más cabe en la vida, aunque en realidad se esté fuera de ella... de la vida, digo, de la vida que no es propia... no es de nadie. Cuando una se duele, es una la que se mantiene siendo ramas y vaina, raíces y tronco... Así, descolorida, porque incluso las heridas se secan y dejan de notarse.

¿Cómo fue que mirar el conjunto de aquellas flores azul-moradas me condujo a llorar otra mañana entera, meses más tarde, frente a un glaciar? La respuesta sería digna de ser pretexto para escribir un libro de autoayuda. Me lo han dicho, incluso me lo han propuesto, pero eso de la superación personal que no supera lo personal no se me da con alegría. Ya se sabe que esas cosas deben ser dichas sonriendo; yo, cuando escribo, estoy tan ocupada intentando descifrar lo que he querido decir que tengo poca disposición para elegir mejores muecas. ¿Qué le vamos a hacer?, ¿de cuánta ayuda puedo ser?... 

Terminaré de contar esta historia; en realidad es muy sencilla, lo difícil es escribirla. Es difícil escribir, por ejemplo, "El dolor que por años me atravesó era rabia contenida, la rabia de los cobardes. Yo era cobarde, lo era como lo son las semillas que se esconden dentro de un vaina ennegrecida hasta morir, que no caen nunca del árbol para hundirse en la tierra y parirse a sí mismas". Es difícil escribir, por ejemplo, "El día que miré los colores de las flores que daba aquel árbol, sentí que debía caminar cerca del fin del mundo y lo hice, lo hice meses más tarde. Fui con toda la rabia de los cobardes, dispuesta a reclamar al mundo en sus orillas la falta que yo no le hacía". Es difícil escribir, sin rodeos, otra vez por ejemplo, "Escuché el estruendo del hielo inmenso que se rehúsa a deshacerse en calma bajo el sol y mejor cae, roto y asimétrico. Quedé sin palabras, sin reclamos, por primera vez en mucho tiempo fuera de mí, con la atención puesta en el lugar exacto donde aquel pesado témpano se había hundido".

Es difícil describir, más incluso que escribir, cómo eso que parecía el naufragio absoluto, ¡agua dentro del agua!, emergió casi intacto, apareció en la superficie y estuve a punto de gritar "¡Milagro!", pero lloré, como lloran los cobardes que están a punto de dejar de serlo, a mares, a ríos, a témpanos que giran navegando. De eso se trataba, lo supe, de eso y no de la rabia contenida, no de inmolarse en silencio; de eso, de escribir, aunque fuera dando rodeos, de dibujar los contornos del vacío entre las letras. De eso se trata, de caminar con la cabeza donde van los pies y decir, ahora sí entre risas, "he dicho el mundo está al revés" Soy yo, soy yo quien no encuentra las palabras, soy yo quien no dice nada; soy yo que ya no soy cobarde, que no estoy concluida, que así, hecha pedazos, me reconozco en tus fragmentos, que renuncio a agigantar las letras que me nombran. 

Escribo porque sí, por la alegría de ser artífice de esta farsa donde leyéndome te buscas. No, la historia del glaciar no es una de autoayuda; si crees que has entiendo todo no has entendido nada. Esta historia comenzó en el medio y no concluye: el principio es una vaina de jacarandá, el final no existe. Ni cabeza ni pies, ni derecho ni al revés; lo que hay aquí es la nada, la inmensa nada que se mira en el centro del YO que te acompaña. Ni cicatriz ni herida, ni víctima ni victimaria. ¿Raíz?, quizá: un día, el día que las pinte, el día que las esculpa, el día que deje de haber tinta, el día que se nos terminen las palabras.