Inmarcesible ©


Escribo "ojalá te parta un rayo" y es el rayo el que se parte entre mis letras deshojadas. No termino de escribir cuando ya tengo la corteza con fisuras; tiemblo, y el temblor con sacar a superficie mis raíces amenaza. No termino de escribir cuando ya mi tronco se desgaja. No termino de escribir y soy ya este árbol de ramas deshabitadas: huyeron todos, pájaros e insectos, incluso aquella ardilla dejó en las prisas sus provisiones olvidadas; huiría yo también, pero soy la tinta, las letras, la invocación, el rayo, soy el árbol, su raíz, su corteza calcinada.

"Soy ceniza"; escribo la sentencia, le doy vuelta afilada como espada. ¡Qué manera de morir es ésta, con las letras atoradas en la tráquea! Me arrepiento al instante, borro, me desdigo de lo escrito, me describo: "rescoldo", resucitada; no he de morir antes de tiempo, mucho menos en defensa propia. No soy suicida ni en pensamiento ni en obra, mucho menos de palabra. Si el rayo aquél me ha dejado malherida, pronunciaré cada brote hasta mirarme verde esmeralda, con las hojas en su sitio y la corteza suturada; horadaré la tierra bajo mis raíces y, quién sabe, a veces hasta flores dan las palabras.

La letra es huella derridiana: es el recuerdo, su ausencia y la propia marca; es la herida, la sangre, la sutura, la piel ya sana. La letra es lo mismo fuego que agua, ceniza-arcilla, barro mortuorio, fango, cerámica (otra vez quemada); es el humo lo inasible porque es viento que se rompe en llamarada. Algo se va, pero algo queda: yo con mis letras inmarcecibles, con el amor que te tengo y me tengo, a prueba de fuego, de rayos que se invocan. Ya lo sabes: soy el agua, no el árbol. 

Lo que es difícil es inscribirme tinta en la superficie, por eso escribo en las orillas y, a veces, me confundo, me siento el árbol que partió un rayo; me doy entonces en la partida y me asumo escombro renegrido, humo y espanto. Pero mis textos son inocuos, no hacen daño a nadie, sólo a mí (en ellos me desangro). Aun así, tampoco es cierto que pierda mucha de la savia que imagino: ya lo ves, aquí sigo, con todo y la pesadilla arbórea, juntando los pedazos, ¡como si los tuviera!, ¡como si fueran míos aquellos cuarzos! Soy el agua, ya lo he dicho: si el viento no puede juntarse, el agua no puede romperse, en todo caso por un momento me estanco; es cuando escribo "ojalá me parta un rayo".

El rayo se parte entre mis letras deshojadas. Va de nuevo: la corteza se fisura, las raíces se levantan; huyen todos. Huyo yo de mí, sin provisiones pero con alas (sí, de insectos y de pájaros), con la memoria de los meandros, con el recuerdo de las rocas por las que paso, con la frescura de quien bebe siendo la sed y la sal misma que la ha provocado. Escribo "conjuro": me desalo. A la deriva me las arreglo para llevar conmigo las cenizas (haré un cuenco con su barro) y una sola brasa, fragmento incendiario que ha de prender las velas en la guarida. A buen recaudo mis letras líquidas no se marchitan; tampoco el amor que siento, por ti y por mí, a prueba de fuego en esta partida.

Sin descifrar ©

Confieso que he volado más de una vez en el preciso espacio entre el cielo y el mar; así supe que nacemos con alas aunque a veces no nos las encontremos. Solemos imaginar que nuestra parte alada es similar a la de un ave (mal de los ángeles), con plumas blancas y grandes que un día se fincaron sobre la espalda. 

Las alas pueden ser tan endebles como las de un insecto, pequeñitas, y tan rápidas que incluso cueste verlas. Las alas pueden ser más que un par y no estar sobre la espalda sino en cualquier otro lugar: yo me las he visto en el ombligo, detrás de las orejas, en los talones y entre el cabello. Las alas pueden también cambiar de lugar: si ayer encontraste alguna sobre el vientre, hoy puede hallarse en la punta de la nariz o en el dedo medio del pie izquierdo. Las alas son difíciles de atrapar.

Confieso que he llevado la música en los pies a pesar de que no bailo y si bailo lo hago muy mal. No son mis nervios, con todo y que en ellos están las cuerdas: si camino tintineo, quedaron en mí los sonidos de aquellos cascabeles que traje durante años incrustados en los tobillos. Me gustaba ese cencerro tan propio y eficaz: lograba que mis pérdidas no fueran fatales, aunque mucho me he perdido y alguna vez de modo casi fatal. Los cascabeles son difíciles de conservar.

Confieso que he albergado dentro de mí más de un vidrio, "astilla" los nombré uno por uno y observé con atención las rutas que siguieron en mi interior cada vez que entró alguno. Dibujé el mapa de mis afluentes cristalinos por los que aún navego. Del costal de suave tela donde guardo las runas de arcilla, una noche saqué un cuarzo rutilado que me mostró aquel mapa celestino, entonces dejé de remar, aprendí a dejar que me lleven las corrientes. Tengo esperanza de así algún día encontrarme mar. Los vidrios son difíciles de hallar.

Confieso que he masticado con paciencia grumos de arena, polvo, lodo, barro y sal. He caído tantas veces, siempre de lleno, de bruces, y tantas veces me ha costado volver a caminar, que aprendí a degustar las tierras: más que por el color, las distingo por su aroma, por las texturas, por el tiempo y la manera en que se aferran a la lengua antes de que termine de salivar. Según cueste morder, luego de una jornada caníbal-gea, predigo con certeza el momento exacto en que me he de levantar (y no, no son tres días, son siempre más). Los grumos son difíciles de descifrar.

Confieso que he guardado piedras debajo de mi almohada, a modo de acicate y con la esperanza de dejar de soñar. Todo intento ha sido en vano: amanezco pegada al techo, más ligera que nunca, con la piedra en la mano y el rabo del último sueño agitándose sobre mi frente, con las patitas aferradas a mis mejillas, a punto de ronronear. Las piedras son difíciles de amarrar.

Confieso que tengo alas esparcidas por el cuerpo, que compongo música al caminar, que tengo de vidrio los ríos internos, grumos varios en cada molar. Confieso sobre todo que guardo piedras y que ni así he podido dejar de volar. 

Confieso que es difícil atrapar alas de insecto, que lo es también no perder los cascabeles, que los vidrios se me esconden, que los grumos dicen poco y que las piedras, ¡esas piedras! no se pueden amarrar. 

Confieso que hoy mastico alas, guardo lodo, busco cascabeles, escribo con los vidrios, me inscribo con las piedras. 

Confieso que soy todo eso y nada, mar que no se conserva, hallado, sin atrapar, libre de marras, en olas contra las piedras. Mar de alas, de sal, que lleva, que trae: 
alas, 
arena, 
vidrios, 
piedras, 
cascabeles quizá. 

Confieso: 
runas de lodo seco, 
mapa y cuarzo; 
el rutilado de mi existencia, 
a la deriva, sobre mis sueños. 

Sin descifrar.  

Lienzo ©

Acá no hay medias tintas, incluso si el pulpo es medio pulpo, incluso si perdí en la batalla más de tres tentáculos. Me pienso a pedazos, mirarme entera sería demasiado: nunca hay que mirarse de cuerpo completo; esos espejos que nos reflejan así deberían estar prohibidos: uno se quiere a pedazos y así queremos a los demás, por partes, no es cierto aquello de que el conjunto es lo que cuenta.

El Universo es demasiado grande como para mirarlo todo; imaginar su vastedad puede ser una experiencia incluso aterradora. No soy el Universo, ni tú lo eres, ni nadie puede serlo, pero de algún modo somos el pedazo más complejo del Universo, el que se piensa; ¡carajo, cuánto pensamos! 

Sólo en un sueño me he visto cada milímetro: desnuda entré en el agua de un lago ancestral al pie de una montaña, salí de ahí con la piel bordada; toda yo hecha de hilos de lana, colorida, así fui alguna vez. No te miento, hace tiempo que tengo algunas partes deshilachadas, sobre todo en las orillas me he desgastado. En este ir y venir que significa ser sobre todo agua, han hecho falta algunos remiendos. 

Nunca he descansado lo suficiente como para haber reparado las partes rotas con cuidado, tampoco me he distinguido por saber hacer bastillas perfectas, pero lo peor es que no me ha preocupado que se me vean las costuras por fuera: no hace falta poner mucha atención para encontrar en mí los pedazos unidos a prisa, sin mucho arte. Aunque, ¿quién sabe?, las fibras vegetales tienen su gracia y yo me he remendado siempre con ellas.

Si al inicio en mi piel el estambre dibujaba flores y pájaros, con el tiempo fui cosiendo sobre ellos ojos y corazones de henequén. Me dio también por recoger en el camino objetos que añado al lienzo en el que me he convertido: penden de mí milagritos de cobre, caracoles blancos y pequeñísimos cascabeles de plata que el mar y el desierto han dispuesto al rededor de mis pies.

Fuera de mí hay poco, al menos pocas cosas que me importe conservar; debo decir que si esas cosas están en un altar es porque no he encontrado el modo de unirlas a mi atuendo: piedras, velas, cuarzos, ángeles, promesas anudadas a un santo que quedaron perdidas en mudanzas ajenas; trocitos de carbón y de palo santo, plumas, una tupa antigua del Perú, un espejo de obsidiana; tierra que absorbió la sangre más revolucionaria, un péndulo de metal y una esfera de cristal que parece agua.

Las runas y el Tarot están en otro sitio de mí y de mi casa. No es que sea vidente: en los oráculos me da por buscar palabras, metáforas que sirvan para hablar de lo que no se habla, un idioma distinto, quizá aquél que hablaba mi abuela, tan desconocido que de ella sólo ha quedado el nombre, Louise, y un par de recuerdos no del todo claros entre mi gente que prefiere no recordarla: sus ojos de gacela y el tornado que sembró siempre a su paso la desgracia.

No hay espejo justo, mucho menos cuando el único que en verdad nos refleja son los otros, tan dados a devolver la imagen de lo más terrible que nos habita. Los otros frente a mí han sido siempre una suerte de traductores poco hábiles que, en nombre de la belleza, reescriben lo que leen de manera inexacta: colocan una flor ahí donde está la herida... ¡Y de la herida no hablan!, aunque se desangre, aunque luego quieran recoger la tierra ensangrentada.

Si del alma son los ojos espejo, no hay que pensarle mucho: su reflejo no es el propio, es el del otro que te mira sin saber que en tu mirada lo desalmas. Por eso es que nos vemos a pedazos y nos queremos, así, del mismo modo, por partes, sin conjuntos que valgan. Mejor, entonces, nos representamos, con piedras, con caracoles, con altares y con cuarzos. 

No preguntes qué tiene que ver conmigo el carbón y el palo santo, están demasiado cerca de esa parte de mí que no es vivible, donde el río es profundo y se ensancha. No preguntes por los santos perdidos con sus promesas, ni por los ángeles que fueron por alguien abandonados. No preguntes por las piedras, ni por los caracoles. 

Quédate conmigo en la orilla de los milagros, de los cascabeles de plata y de los cuarzos, son esos los presentes que dispuse para ti porque no hacen daño. Del abismo poco comparto, sólo aquella chacra que ya he plantado, donde crecen las hierbas curativas, donde hay salvia y romero, buganvilias y amaranto. Lo demás está, por ahora, deshabitado.

Soy yo mi casa, con tapias y muros, con el techo desvencijado, con el piso que no termino de arreglar porque me ha importado más el huerto que se llueve tanto. Soy yo este lienzo-mapa, territorio que adorno para ti, para que en este espejo no te mires nunca sin el alma, si es que un día en él te miras entero y no por partes.