Un dos tres... por mí ©

A mí, dos mas dos, nunca me sumaron cuatro: prefiero los cuentos a las cuentas y de éstas últimas me es imposible hablar sin tejer collares imaginarios. 

Aprendí a sumar y con esfuerzo resto, tengo una tendencia innata a la adición, me desconciertan los descuentos; incluso aquellos que deberían alegrarme, me dejan en la boca el sabor de la falta y entonces todo se complica porque pienso en Lacan o en la ortográfica ausencia que es el silencio.

De multiplicar me interesaron las tablas, inicio de barcas, de las divisiones recuerdo sólo las casas; cuando me hablaron de la raíz cuadrada, dibujé en el cuaderno un cubo de papa.

No es broma: los números y yo tenemos mala relación. Ni hablar de las fracciones que, si mal no recuerdo, antes se llamaban quebrados, ¡claro!, no había manera de que yo dejara de ver en ellos cimas y simas, lo único que aprendí en aquella clase fue la diferencia entre ambas palabras, me preocuparon los vértices que seguramente hacían, aunque en la pizarra estuvieran las cifras diagonalmente dispuestas.

Era tal mi conflicto con la numeralia, que tuve pesadillas con las fórmulas: despertaba agitada gritando "hay que cambiarle el signo a la ecuación", ¡misterio!, sigo sin entender por qué lo más se hacía menos. Alguien intentó obtener de mí un poco de simpatía por las matemáticas diciéndome que estaban implicadas en la música; entonces renuncié al Sol, elegí seguir en la Luna.

No hubo manera, los cálculos me enferman. Pasé de milagro cada curso en el que hubiera dígitos, incluso le tuve aversión a la física y a la química. El pleito se agravó antes de ingresar a la Universidad, llegó al punto (casi final) de mi formación académica: debía todas las materias que se ocupaban de las cifras, ¡ya decía yo que eso de andar restando deja deudas! No aprobé, ¡me aprobaron!: junta de maestros que contrastaron mis fallos numerológicos con el "excelente desempeño de la alumna en las demás clases", ¡bendito sea el sentido común que a veces sí cuenta!

Lo confieso: entre los motivos que me hicieron elegir estudiar Antropología, estuvo la idea de que era territorio libre de números. En cierto sentido me equivoqué: a veces, por los rumbos sociales se asoma la estadística y yo sigo creyendo que la vida no se promedia (tasa de natalidad: 1.5 niños, ¡medio infante por familia!).

No sé por qué no estudié Literatura, pero parece que fue un acierto porque sigo necesitando escribir. En cuanto a los números, ahora los uso para dormir: cuando tengo insomnio, pienso en cifras, sólo números, porque si cuento ovejas empiezo a inventarme una historia.     

Metáforas ©



Escribo "arroyo" y transcurro despacio: agarrada de las orillas soy apenas un hilo de agua entre el barro, dibujo el camino para quien me siga, reviso las metáforas. 

Tanto fue el cántaro al agua que se hizo tormenta: llueve la vida, moja las piedras. Hay una roca en forma de corazón; el hueco en su centro no resistió hacerse laguna, con los bordes vegetales se viste de musgo y respira.

Cuando te toca te pones, aunque haya que dibujar nuevos rumbos en las manos: modificar el mandato de Fatum requiere mucha tinta. Puedo decir que la vida es como el papel en blanco; a veces se escurre sin querer un abismo negro, entonces hay que conseguir plata líquida y seguir empeñando la palabra.

Entre ayer y hoy se forma un estero, instante-cuenco lleno de mar, lleno de río, lleno de río, lleno de mar, lleno, tan lleno que se hace llano, llano tan llano que ya no está. Pero aquí estamos, recogiendo la neblina que es aliento: alentando, todo es tiempo.

Dije sí y sigo afirmando, porque no cabe duda que el amor lo merezco, lo doy y lo recibo, como siempre, como nunca, como se da la mañana luego de la noche oscura, aunque a veces el sol haga que lloren los ojos: no estoy triste, sólo amanezco despacio. 

La rama ©

El verano pasado creció un árbol en la cornisa del edificio. A pesar de que hundió las raíces lo más que pudo, horadando el techo en busca de algo más que cemento y yeso, sólo alcanzó a hacerse rama; una sola, bífida. Como horquilla leñosa que recoge el cabello del día se mantiene ahí, cadáver, no conserva las hojas.

Hace un par de semanas comenzó a llover; en la esquina de la sala se formó una gotera: clack, clack, se escuchaba con precisión de relojero, clack, clack, insistía en caer el agua sobre la maceta. Supervisamos el techo: no había nada que explicara la lluvia por dentro. 

Pocos días después cayó un pedazo de yeso, dejó desnudo el cemento; asomaron por el hueco las raíces, las más pequeñas, hilachos vegetales sin vida conduciendo el agua con precisión, como si lloraran la ausencia que antes les causara la muerte.

Aunque muerta, resultó ser cauce la rama. Clack, clack, se sigue escuchando en la sala; dejamos de regar la planta de la maceta: mejor que por ahora viva bajo el pedazo de cielo, regaló de aquel árbol que se hizo agüacero. 

Cuando lleguen las secas, habrá que componer el techo, pero no arrancaremos las raíces que nos hacen arcilla: polvo fuimos, no será en polvo que nos convertiremos.

El huésped ©

A Gwenn Aelle, por el exorcismo de la palabra.  

Dicen los tzeltales que bajo nuestros pies habita el alma del mundo; la esencia de todo, incluyéndonos, descansa de cabeza, invertida: Ch´ulel.

Hay que perderse en aquella geografía subterránea para localizar nuestros sitios, sobre todo aquellos que sirven de refugio al huésped más incómodo, el que llegó sin invitación de madrugada, cuando abrimos las puertas pensando que se trataba de salir a bailar en el bosque soñado.

El miedo se coló para conquistarnos, fue recortando el espíritu como papel picado. Al principio, fincó en terrenos reducidos: un hueco acá, dos muros más allá; despertábamos con un ligero sobresalto, "será que el día está nublado", pensamos.

De tarde, iba desatando el lienzo de la sombra, sentíamos con claridad los hilos sueltos por detrás del ombligo. En el sendero, sólo una frase: "no pasa nada". Pero pasa que nada pasa, ¡sería mejor que algo pasara! Las palabras no tienen brazos para agarrarnos, nos dieron flores, queríamos árbol, con ramas fuertes de donde asirnos: de ahí al abismo.

Después nos arrebató el sueño, la noche se pobló de ruidos extraños; dejamos de escribir porque la tinta se secaba antes de tiempo, era imposible plasmar la última letra que podría salvarnos: el amor se hizo amo, nosotros espacio en blanco, esclavos.

Pero en el fondo no hay sitio para dos: "el miedo o yo", dijimos viendo el mapa hidrográfico que habíamos formado. Las aguas son nuestras, llovemos encima de sus terrenos hasta anegarlos; huye, se refugia en un rincón y nosotros construimos la barca.

Navegamos hasta descubrir las orillas de los meandros, la quietud de los esteros, las olas que regresan, la luz que se filtra, ¡el inicio donde empezó el fin! Nos hacemos cascada.

En la última cueva queda el huésped, nos mira subir por las paredes del acantilado; cuando gruñe, le mostramos las garras afiladas, ¡que recuerde de quién son estos parajes!, aunque de cabeza nos hayamos olvidado. Escribimos porque nuestros sitios son sagrados.