Sin título y sin rumbo ©


Decanto la savia-veneno:
no todas las plantas son buenas, 
las hay con las hojas en punta.

De canto coloco las letras:
no toda palabra ilumina,
las hay que son todas penumbra.

De canto me lleno los labios:
no todo silencio es preciso,
los hay que son real precipicio.

Me canto y te canto en conjunto:
que somos ni buenos ni malos,
tenemos las sombras perdidas.

Afilo la punta de mi hoja:
soy planta con savia benigna,
de puntas enfrento la vida.

Escribo la letra imprecisa,
postergo el silencio sin prisa:
de hablar formaría acantilado.

Atrapo la sombra en un llano,
debajo de un árbol sereno
que un día frutal se hizo aldeano.

El pez de mi canto no canta,
resbala el instante, lo baja,
tan río es el pez como el agua.

Las olas que miro me miran:
de espejos he hecho mi balsa,
despojos de aquél desencuentro.

No soy ni el navío, ni sus armas,
mercante es la flota del alma:
doy, das, toma y daca.

No busques sentido en los versos,
que el rumbo han errado hace tiempo:
¿quién dijo "escribiendo me encuentro?


 

 

Batalla naval ©

Debimos darnos las coordenadas pero no lo hicimos porque el extravío nos conmovía. Era más emocionante buscar a ciegas, como cuando niños jugamos a adivinar el sitio exacto donde ubicaste los barquitos en un tablero que yo no veía: una letra y un número, ¿recuerdas?, si atinaba a la posición me hacía de tu flota que, decías, no era cualquiera. "Batalla naval", te gustaba el nombrecito y lo adjetivabas entusiasmado mientras yo me moría de pena: no me hacía gracia ganarte, ni en el juego ni en la vida.   

El territorio del desencuentro es vasto, por eso yo estaba lejos, frente a un mar sin navíos, cuando decidiste ahorcarte; ¿lo decidiste?, me sigo preguntando. Ya no éramos niños: yo había renunciado a vaciar los foquitos de las series navideñas para dejarte dentro de ellos diminutos mensajes y tú llevabas años sin conseguir objetos raros que yo coleccionaba; habíamos crecido, tú más que yo. Éramos amigos pero parecíamos hermanos: no dejamos nunca de pelearnos, tampoco de firmar la paz, literal, y literariamente porque también escribíamos juntos.

¿Por qué te mataste?, pregunto por no dejar de hacerlo pero la verdad es que el silencio de tu muerte fue cubierto por mis muy razonables explicaciones hace mucho tiempo: esquizofrenia, dijo alguien, pero no, no fue aquel delirio el que te mató sino tu enorme deseo por no ser quien habías sido. ¿Por qué semanas antes me dijiste que lo harías, si nunca antes me decías algo que yo pudiera considerar una certeza? ¡Qué cabrón!, sabías que no te creería...

Para mí no te moriste en ese momento, de pronto dejaste de estar: tu funeral fue mientras yo tomaba el sol y seguramente un par de cervezas. Cuando volví de viaje habían pasado muchos días, así que me costó matarte: te volví sólo ausencia, una indeterminada, sin mucho sentido, para siempre pero en mi cabeza quién sabe. De alguna manera te agradezco la distancia que me permitiste, que me ahorraras el velorio y los detalles dolorosos. De cualquier forma me dijeron más de lo que debían: el cordón de las cortinas, tu oficina en fin de semana, la camisa azul con pequeñas flores, tu mano izquierda que olvidaron meter dentro de la sábana que te cubría.

No me sentí culpable por haberte dicho que si querías matarte lo hicieras, me alegra incluso no haberte creído y darte esa respuesta, de lo contrario las cosas habrían sido muy distintas pero no en lo fundamental: muerto estarías igual, nunca me hiciste caso. ¿Y si vivieras?, me pregunto de vez en cuando. Te imagino guapo como eras, pero más, más guapo porque estoy segura que el tiempo te favorecería. Si supieras: lo que duele a los 26 no duele más pasados los 30, incluso antes es posible sanar ciertas heridas o, mejor aún, vivir feliz a pesar de ellas. Mírame a mí, pensándote sin dolor a pesar de que te me volviste ausencia.

Durante mucho tiempo me costó dormir tranquila, temía volverme loca y atentar, como tú, contra mi vida. Me enojé contigo, sí, no puedes culparme por eso: me quitaste al cómplice que tenía cuando era niña y muchos años después me hiciste falta, cuando ya tenía la edad en que tú moriste y a mí la vida me pasaba por encima. Recuerdo haberme sentido desvalida, hacerme un ovillo y revivir cómo te consolaba cuando de noche ibas a mi cuarto a decirme que escuchabas pasos: "shhh, ya, no pasa nada, acuéstate a mi lado, no viene nadie, tranquilo". "Ya, no pasa nada", me decía a mí cuando sentí que yo también podía matarme y tú no estabas para acostarme a tu lado, me lo debías.

Me sigues haciendo falta, aunque ahora te contaría de la alegría. ¡Qué cabrón!, dejaste que se fueran contigo nuestras risas, eran muchísimas, imagina cuántas más habríamos sumado. Te quería, supongo que te quiero todavía, pero hace tanto no estás que no sé si te querría igual. Nunca he ido al nicho donde pusieron tus cenizas; ni lo haré, yo sí te aviso de mis planes tal como hacía cuando vivías. Alguna gracia tiene que estés dentro de una iglesia, eras ateo aunque a veces con tu abuela fingieras: ahora estás con las cenizas de ella y supongo que si te pienso de algún modo vivo tendría que reírme contigo porque sigues fingiendo. 

No estás, ya lo sé. Lo que no sé es por qué hoy me ha dado por escribir como si me leyeras: no estoy triste, dejé de estar enojada, aunque no olvido los detalles no me demoro en ellos, bueno, sólo en uno: la tortuga, ¿te acuerdas?, la tortuga de peluche que te llevabas de mi casa cada que podías, cuando no me daba cuenta, la tortuga que yo regresaba de la tuya cuando te distraías. ¡Qué cabrón!, te mataste cuando tenías la bendita tortuga tú... Intenté por varios medios recuperarla, era lo único que podía querer conservar de ti, y de mí porque mía era... Nadie me dio razón de ella. ¡Ríete!, sé que lo harías si supieras que cuando todos hablaban de ti en medio del dolor, del vivo espanto, yo encontraba formas ridículas para preguntar por la tortuga de la que nadie sabía.

Esta noche, por razones desconocidas, un poquito de delirio se ha colado en este estudio y me dio por recordarte, por escribirte, por traerte de nuevo acá aunque no escucho tus pasos (¡y ni te atrevas!), aunque ni así te acercas. Disculparás que deje esta carta inconclusa, pero así dejaste la vida... ¡Qué cabrón!, te mataste y así te queremos todavía. ¡Olvídalo!, no te daré las coordenadas, te extravié en el vasto territorio del desencuentro, estás muy lejos. Mi gusto por conservar objetos raros no ha disminuído: tengo uno de tus barquitos, es verde; por momentos lo miro, sólo cuando me acuerdo y muero de pena por haberte ganado, sí, en el juego y en la vida. 

El cántaro ©




El cántaro no se rompió: 
estaba roto desde antes.

El cántaro y sus fisuras,
estaban ahí enterradas.
El río por ahí pasaba,
de paso iba con su agua.

En llanto rompió el río.
El cántaro no bebía.
El cántaro no cantó.
El río lloró de rabia. 

Ninguno iba ni venía.
Fue y vino no más la vida, 
la vida que viene y va,
que canta con rota arcilla.






Escribir ©

Recolectar las palabras igual que los pájaros cuando adornan su nido. Se trata de volar en franco desafío al vértigo, mirando detenidamente el vacío entre una y la tierra, entre una y las rocas, entre una y los ríos que de lejos parecen largas cintas de plata, entre una y la hirviente laguna de un volcán que se niega a mostrarse extinto, que humea azul lechoso, bruma-espuma. 

Se trata de tirarse en picada cuando oteando distinguimos al pie de una palmera la joya que amenaza con partirse en medio de la marea, ir por ella aunque el viento vaya en contra y las alas se nos plieguen alizadas contra el cuerpo que siente frío, que se acalambra. Se trata de volvernos pico y garras precisas, fuertes pero delicados, capaces de tomar el esqueleto seco de un pequeño crustáceo verde y negro, quizá naranja. 

Se trata de no tocar el piso de agua, de no estrellarnos contra la dureza de la emoción que ahoga, de no dejar por ahí las vísceras, de no entintar con nuestra sangre aquél pedazo de mundo que miramos desde arriba y que al bajar se volvió más grande, amenazante incluso derruido. Se trata de ir a ras y a contracorriente al mismo tiempo y para eso no sirve tratar, sólo hay que hacerlo. Se trata de acercarnos a la muerte estando tan vivos y a la vida cuando muertos nos creemos. 

Remontar la ola de aire no es más sencillo, se trata de volver a las alturas y siempre arriba hace más frío; a veces se congela aquella letra que pende de nuestros garfios ateridos, pesa mucho más de lo previsto. Se trata de cargar con los tesoros que se hacen baúl cerrado a plomo en el camino. Se trata de surcar en vuelo de alto senderismo, donde no hay rumbo, ni mapa, ni tierra, ni lago, ni roca; se trata de volar en el vacío. Arriba sólo somos el cielo y nuestro abismo.

Volver a aquella rama que nos sirve de entrepiso es el triunfo de quien vuela en busca de sí mismo; no, la incursión no culmina con el descubrimiento, nada descubrimos. Se trata de inventarnos, de adornar el vacío que somos incluso cuando no volamos, se trata de mirar con alegría y hacernos por un tiempo nido, ahí, entre una y la mañana que se asoma, entre una que es hoja y savia, entre una y las palabras. Escribir, de eso se trata.   
 

Eper


Implotar ©


Alguna vez estuve entera, creo, al menos así lo parecía; quizá es sólo que entonces no me fijaba en las fisuras con la misma atención que hoy me demandan. Supongamos que estuve entera (sea que lo haya estado o no, ahora estoy cierta de que voy rota). Supongamos que estuve entera, decía, el asunto es que en este momento y desde hace mucho tiempo no lo estoy, o sí, pero no como una pieza. Podría decir que estoy restaurada, pero la verdad es que hablar de restauración es un tanto soberbio y una vil mentira: nunca he sabido unir mis pedazos de manera que parezca que no hubo daño; se me notan las uniones y no siempre he recuperado todos los fragmentos, así que el resultado está lejos de ser perfecto, pero tengo defensa y es que no he pretendido jamás ser perfecta.

Restaurada, dije porque no encuentro mejor manera de describir el territorio accidentado en el que me he ido convirtiendo a fuerza de deslaves. Paciencia sí he tenido y la virtud de cargar con mi tierra de vuelta hasta la cima, no siempre con toda, pero sí con la mayor parte. Eso explica que haya en mí cúmulos imprevistos en el camino, tan sorprendentes que hasta yo que los conozco caigo de bruces de pronto si no me fijo por dónde ando ese día; y es que sí, no todos los días habito de mí el mismo lado: a veces amanezco chueca, me levanto con el pie equivocado, ando cojeando tarde y noche, todo el tiempo, hasta que vuelvo a acostarme.

Decía también que en otros tiempos no me miraba las partes gastadas, ni las rotas, mucho menos aquellas que fueron robadas (porque sí, hurtos han habido, varios, más de los debidos quizá). Hace no tanto noté que no era la pieza entera que creía: iba cambiando, quizá desde el primer día de mi existencia, pero no me enteraba de ello, no lo pensaba. Tampoco es que lo piense mucho ahora, pero es que no hay manera de que pase desapercibida la transformación cuando es necesario detenerse a levantar lo caído, a entablillar lo fracturado, a dar un par de puntos a la parte que se desprende. En fin, llega un momento en que buena parte de nuestro tiempo lo pasamos encontrándonos las heridas y haciendo un recuento de las cicatrices; también, claro está, acariciando nuestras partes sanas, esas que todavía son sensibles.

Recuerdo con claridad el día exacto en que supe que se avecinaba esta labor cotidiana de revisarme palmo a palmo para rescatar lo que haya quedado en el camino y seguir, mal que bien, entera... Aunque rota; remendada, con reparaciones a modo. Ese día era uno de tantos días de un duelo más largo de lo aconsejable: restaba ya varios kilos de lo que había sido mi cuerpo, procuraba restablecer las horas de la comida y las de sueño (pues mucho no comer y no dormir no habían sido de ayuda); me sentía frágil, desarmada, me costaba mirar el sol tanto como mirar la luna (de hecho no veía nada que no fueran mis manos por horas). Estaba fuera de casa (algo inusual en ese tiempo), alguien me había convencido de salir y yo esperaba, más que sentada rendida, en los escalones de la entrada al edificio donde me refugiaba (no sé de qué porque no llovía, no sentía fuerza para dar un paso más allá estando sola, creo que me refugiaba del mundo). Como no solía mirar allende mi propio cuerpo porque me sentía mareada, comencé a observar un mechón de mi cabello con el que jugaba: ¡ahí estaba!, ¡una cana!, ¡mi primera cana!

Ayer amanecí de lado; para no seguir cojeando me puse hoy a escribir sobre el mapa deslavado. No, se equivoca usted: no sigue a continuación el discurso de una mujer que pelea con el paso de los años, que se tiñe el pelo, que se entristece pensando en el tiempo que pasa por sus manos, por su cara. No, se equivoca usted: no es que no note desde entonces las siguientes canas, las arrugas, las líneas de expresión, las curvas de un cuerpo que deja de ser joven; noto todos los cambios y no siempre me gustan, pero los celebro. Sí, no se equivoca usted, hablo de celebrarlos como se celebra un cumpleaños, el mío que se aproxima, con alegría, al menos en mi caso. Alguna vez estuve entera, creo, supongamos que lo he estado, pero me prefiero rota, así, en mi versión mal restaurada: pongo atención al mundo ahora más que a mi manos, miro de frente; sé que ese día, con esa cana, comprendí que iniciaba por fin el camino de quien sería y soy, de quien iré siendo. Implotar no es una tragedia, todo lo contrario.

Inmarcesible ©


Escribo "ojalá te parta un rayo" y es el rayo el que se parte entre mis letras deshojadas. No termino de escribir cuando ya tengo la corteza con fisuras; tiemblo, y el temblor con sacar a superficie mis raíces amenaza. No termino de escribir cuando ya mi tronco se desgaja. No termino de escribir y soy ya este árbol de ramas deshabitadas: huyeron todos, pájaros e insectos, incluso aquella ardilla dejó en las prisas sus provisiones olvidadas; huiría yo también, pero soy la tinta, las letras, la invocación, el rayo, soy el árbol, su raíz, su corteza calcinada.

"Soy ceniza"; escribo la sentencia, le doy vuelta afilada como espada. ¡Qué manera de morir es ésta, con las letras atoradas en la tráquea! Me arrepiento al instante, borro, me desdigo de lo escrito, me describo: "rescoldo", resucitada; no he de morir antes de tiempo, mucho menos en defensa propia. No soy suicida ni en pensamiento ni en obra, mucho menos de palabra. Si el rayo aquél me ha dejado malherida, pronunciaré cada brote hasta mirarme verde esmeralda, con las hojas en su sitio y la corteza suturada; horadaré la tierra bajo mis raíces y, quién sabe, a veces hasta flores dan las palabras.

La letra es huella derridiana: es el recuerdo, su ausencia y la propia marca; es la herida, la sangre, la sutura, la piel ya sana. La letra es lo mismo fuego que agua, ceniza-arcilla, barro mortuorio, fango, cerámica (otra vez quemada); es el humo lo inasible porque es viento que se rompe en llamarada. Algo se va, pero algo queda: yo con mis letras inmarcecibles, con el amor que te tengo y me tengo, a prueba de fuego, de rayos que se invocan. Ya lo sabes: soy el agua, no el árbol. 

Lo que es difícil es inscribirme tinta en la superficie, por eso escribo en las orillas y, a veces, me confundo, me siento el árbol que partió un rayo; me doy entonces en la partida y me asumo escombro renegrido, humo y espanto. Pero mis textos son inocuos, no hacen daño a nadie, sólo a mí (en ellos me desangro). Aun así, tampoco es cierto que pierda mucha de la savia que imagino: ya lo ves, aquí sigo, con todo y la pesadilla arbórea, juntando los pedazos, ¡como si los tuviera!, ¡como si fueran míos aquellos cuarzos! Soy el agua, ya lo he dicho: si el viento no puede juntarse, el agua no puede romperse, en todo caso por un momento me estanco; es cuando escribo "ojalá me parta un rayo".

El rayo se parte entre mis letras deshojadas. Va de nuevo: la corteza se fisura, las raíces se levantan; huyen todos. Huyo yo de mí, sin provisiones pero con alas (sí, de insectos y de pájaros), con la memoria de los meandros, con el recuerdo de las rocas por las que paso, con la frescura de quien bebe siendo la sed y la sal misma que la ha provocado. Escribo "conjuro": me desalo. A la deriva me las arreglo para llevar conmigo las cenizas (haré un cuenco con su barro) y una sola brasa, fragmento incendiario que ha de prender las velas en la guarida. A buen recaudo mis letras líquidas no se marchitan; tampoco el amor que siento, por ti y por mí, a prueba de fuego en esta partida.

Sin descifrar ©

Confieso que he volado más de una vez en el preciso espacio entre el cielo y el mar; así supe que nacemos con alas aunque a veces no nos las encontremos. Solemos imaginar que nuestra parte alada es similar a la de un ave (mal de los ángeles), con plumas blancas y grandes que un día se fincaron sobre la espalda. 

Las alas pueden ser tan endebles como las de un insecto, pequeñitas, y tan rápidas que incluso cueste verlas. Las alas pueden ser más que un par y no estar sobre la espalda sino en cualquier otro lugar: yo me las he visto en el ombligo, detrás de las orejas, en los talones y entre el cabello. Las alas pueden también cambiar de lugar: si ayer encontraste alguna sobre el vientre, hoy puede hallarse en la punta de la nariz o en el dedo medio del pie izquierdo. Las alas son difíciles de atrapar.

Confieso que he llevado la música en los pies a pesar de que no bailo y si bailo lo hago muy mal. No son mis nervios, con todo y que en ellos están las cuerdas: si camino tintineo, quedaron en mí los sonidos de aquellos cascabeles que traje durante años incrustados en los tobillos. Me gustaba ese cencerro tan propio y eficaz: lograba que mis pérdidas no fueran fatales, aunque mucho me he perdido y alguna vez de modo casi fatal. Los cascabeles son difíciles de conservar.

Confieso que he albergado dentro de mí más de un vidrio, "astilla" los nombré uno por uno y observé con atención las rutas que siguieron en mi interior cada vez que entró alguno. Dibujé el mapa de mis afluentes cristalinos por los que aún navego. Del costal de suave tela donde guardo las runas de arcilla, una noche saqué un cuarzo rutilado que me mostró aquel mapa celestino, entonces dejé de remar, aprendí a dejar que me lleven las corrientes. Tengo esperanza de así algún día encontrarme mar. Los vidrios son difíciles de hallar.

Confieso que he masticado con paciencia grumos de arena, polvo, lodo, barro y sal. He caído tantas veces, siempre de lleno, de bruces, y tantas veces me ha costado volver a caminar, que aprendí a degustar las tierras: más que por el color, las distingo por su aroma, por las texturas, por el tiempo y la manera en que se aferran a la lengua antes de que termine de salivar. Según cueste morder, luego de una jornada caníbal-gea, predigo con certeza el momento exacto en que me he de levantar (y no, no son tres días, son siempre más). Los grumos son difíciles de descifrar.

Confieso que he guardado piedras debajo de mi almohada, a modo de acicate y con la esperanza de dejar de soñar. Todo intento ha sido en vano: amanezco pegada al techo, más ligera que nunca, con la piedra en la mano y el rabo del último sueño agitándose sobre mi frente, con las patitas aferradas a mis mejillas, a punto de ronronear. Las piedras son difíciles de amarrar.

Confieso que tengo alas esparcidas por el cuerpo, que compongo música al caminar, que tengo de vidrio los ríos internos, grumos varios en cada molar. Confieso sobre todo que guardo piedras y que ni así he podido dejar de volar. 

Confieso que es difícil atrapar alas de insecto, que lo es también no perder los cascabeles, que los vidrios se me esconden, que los grumos dicen poco y que las piedras, ¡esas piedras! no se pueden amarrar. 

Confieso que hoy mastico alas, guardo lodo, busco cascabeles, escribo con los vidrios, me inscribo con las piedras. 

Confieso que soy todo eso y nada, mar que no se conserva, hallado, sin atrapar, libre de marras, en olas contra las piedras. Mar de alas, de sal, que lleva, que trae: 
alas, 
arena, 
vidrios, 
piedras, 
cascabeles quizá. 

Confieso: 
runas de lodo seco, 
mapa y cuarzo; 
el rutilado de mi existencia, 
a la deriva, sobre mis sueños. 

Sin descifrar.  

Lienzo ©

Acá no hay medias tintas, incluso si el pulpo es medio pulpo, incluso si perdí en la batalla más de tres tentáculos. Me pienso a pedazos, mirarme entera sería demasiado: nunca hay que mirarse de cuerpo completo; esos espejos que nos reflejan así deberían estar prohibidos: uno se quiere a pedazos y así queremos a los demás, por partes, no es cierto aquello de que el conjunto es lo que cuenta.

El Universo es demasiado grande como para mirarlo todo; imaginar su vastedad puede ser una experiencia incluso aterradora. No soy el Universo, ni tú lo eres, ni nadie puede serlo, pero de algún modo somos el pedazo más complejo del Universo, el que se piensa; ¡carajo, cuánto pensamos! 

Sólo en un sueño me he visto cada milímetro: desnuda entré en el agua de un lago ancestral al pie de una montaña, salí de ahí con la piel bordada; toda yo hecha de hilos de lana, colorida, así fui alguna vez. No te miento, hace tiempo que tengo algunas partes deshilachadas, sobre todo en las orillas me he desgastado. En este ir y venir que significa ser sobre todo agua, han hecho falta algunos remiendos. 

Nunca he descansado lo suficiente como para haber reparado las partes rotas con cuidado, tampoco me he distinguido por saber hacer bastillas perfectas, pero lo peor es que no me ha preocupado que se me vean las costuras por fuera: no hace falta poner mucha atención para encontrar en mí los pedazos unidos a prisa, sin mucho arte. Aunque, ¿quién sabe?, las fibras vegetales tienen su gracia y yo me he remendado siempre con ellas.

Si al inicio en mi piel el estambre dibujaba flores y pájaros, con el tiempo fui cosiendo sobre ellos ojos y corazones de henequén. Me dio también por recoger en el camino objetos que añado al lienzo en el que me he convertido: penden de mí milagritos de cobre, caracoles blancos y pequeñísimos cascabeles de plata que el mar y el desierto han dispuesto al rededor de mis pies.

Fuera de mí hay poco, al menos pocas cosas que me importe conservar; debo decir que si esas cosas están en un altar es porque no he encontrado el modo de unirlas a mi atuendo: piedras, velas, cuarzos, ángeles, promesas anudadas a un santo que quedaron perdidas en mudanzas ajenas; trocitos de carbón y de palo santo, plumas, una tupa antigua del Perú, un espejo de obsidiana; tierra que absorbió la sangre más revolucionaria, un péndulo de metal y una esfera de cristal que parece agua.

Las runas y el Tarot están en otro sitio de mí y de mi casa. No es que sea vidente: en los oráculos me da por buscar palabras, metáforas que sirvan para hablar de lo que no se habla, un idioma distinto, quizá aquél que hablaba mi abuela, tan desconocido que de ella sólo ha quedado el nombre, Louise, y un par de recuerdos no del todo claros entre mi gente que prefiere no recordarla: sus ojos de gacela y el tornado que sembró siempre a su paso la desgracia.

No hay espejo justo, mucho menos cuando el único que en verdad nos refleja son los otros, tan dados a devolver la imagen de lo más terrible que nos habita. Los otros frente a mí han sido siempre una suerte de traductores poco hábiles que, en nombre de la belleza, reescriben lo que leen de manera inexacta: colocan una flor ahí donde está la herida... ¡Y de la herida no hablan!, aunque se desangre, aunque luego quieran recoger la tierra ensangrentada.

Si del alma son los ojos espejo, no hay que pensarle mucho: su reflejo no es el propio, es el del otro que te mira sin saber que en tu mirada lo desalmas. Por eso es que nos vemos a pedazos y nos queremos, así, del mismo modo, por partes, sin conjuntos que valgan. Mejor, entonces, nos representamos, con piedras, con caracoles, con altares y con cuarzos. 

No preguntes qué tiene que ver conmigo el carbón y el palo santo, están demasiado cerca de esa parte de mí que no es vivible, donde el río es profundo y se ensancha. No preguntes por los santos perdidos con sus promesas, ni por los ángeles que fueron por alguien abandonados. No preguntes por las piedras, ni por los caracoles. 

Quédate conmigo en la orilla de los milagros, de los cascabeles de plata y de los cuarzos, son esos los presentes que dispuse para ti porque no hacen daño. Del abismo poco comparto, sólo aquella chacra que ya he plantado, donde crecen las hierbas curativas, donde hay salvia y romero, buganvilias y amaranto. Lo demás está, por ahora, deshabitado.

Soy yo mi casa, con tapias y muros, con el techo desvencijado, con el piso que no termino de arreglar porque me ha importado más el huerto que se llueve tanto. Soy yo este lienzo-mapa, territorio que adorno para ti, para que en este espejo no te mires nunca sin el alma, si es que un día en él te miras entero y no por partes.

¿El corazón? ©

Dicen que se siente con el corazón, que el corazón late a penas, pero yo tengo alojados los sentires en distintas partes. 

Bajo el esternón, por ejemplo, es donde se me acuesta la tristeza. La mía es una tristeza pequeñita: aunque a veces escarba profundo no es más grande que un gatito de semanas, tiene las uñas afiladas pero frágiles, cuando muerde lo hace despacito; si olvido acariciarla, resentida se desplaza hasta llegar a la hondura entre dos costillas, casi siempre en mi costado izquierdo, donde se refugia de mí dolida. 


El enojo es más demandante: reclama su espacio en el estómago, para él no hay caricia que valga, si le permito instalarse más de tres días, encontrará el modo de no permitirme probar bocado. "Aquí no come nadie", lo escucho decir desde su cueva que son mis vísceras. No hay modo, lo único que sirve es echarlo afuera, no siempre de la mejor manera. El enojo no tiene habitaciones dentro, aunque él quisiera; si va a estar, que esté donde le toca, de guardián en la puerta. 

Las patas de la angustia son un tormento, a pesar de que es cobarde, por lo que con ella no hay afrenta, cada que se mueve raspa, como las tenazas de un crustáceo hirviendo vivo dentro del caldero que llevo entre el pecho y la espalda. Ya se sabe que yo soy océano interno, no hay forma de evitar aguas profundas y es ahí, entre las rocas de más difícil acceso, donde la pariente de langostas ha hecho un nido; mejor dejarla quieta.

La ansiedad no tiene garras, pero pesa como pesa el futuro mismo si se piensa; yo la cargo a horcajadas sobre la cadera, aunque por momentos la meso suave sobre mis piernas. Igual duele, a fuerza de dejarse estar es peso muerto y los muertos, no es noticia, siempre pesan más que los vivos. De tanto llevarla, me he acostumbrado al dolor en las muñecas, en la espalda y en los tobillos, casi podría decir que en todo el esqueleto.

La alegría es más dispersa y, por supuesto, liviana; ha nacido con alas, camina poco y mucho revolotea. Está de más decir que es bienvenida, aunque no hay para ella un aposento porque sé que le gusta habitarme entera; va de aquí para allá, se afana en cada pieza, coloca en su sitio a las demás bestias, ligerita se hace agua siempre fresca, lava y lava, lava penas, deja tendidos los dolores al sol donde inevitablemente se secan.

¿El corazón?, el corazón me late; lo mismo contento que triste, no me ha dejado sin sangre. El corazón me importa, pero no más que el ombligo que donde me hago parte y parte, no más que los riñones, que el bazo y que los intestinos, no más que el hígado y los pulmones. El amor me entra de lleno y lo practico con cualquiera de mis partes, incluso si van dolidas son todas yo y no sé de qué otro modo fragmentarme.

Justo ahí ©

Digamos que con el tiempo llueve más adentro que afuera, pero también es cierto que dejamos de temer a las tormentas: hemos sobrevivido a tantas de ellas que ya sabemos que no pasa de andar mojados y de tener que aprender a lidiar con el frío de los huesos. 

Será por eso que hace tanto dejé de usar sombrillas: no me cubro ni del agua ni del sol, ambos me habitan, se cuelan por las fisuras que el tiempo y sus humanos pasando por la vida van dejando justo en el costado que más hemos cuidado... Justo ahí.

Justo ahí, repito, y la indignación comienza a invadirme: los otros, esos seres que deseamos conocer porque alguien nos dijo que en ellos estaba quienes en verdad somos, son como termitas: acaban con todo, horadan impunemente las heridas, no importa cuánto les supliques, cuánto les pidas que respeten la única habitación que has reservado para ti; entrarán justo ahí y lo harán sin el menor cuidado... Justo ahí, ¡carajo!

Si al colarse por la cerradura, luego de serruchar todos los candados, encuentran en ese sitio alguna esquina reparada, se dirigirán a ella para destruir lo poco que armaste reuniendo fragmentos, cuando creías que así algo de ti se sostendría en pie... Será esa esquina su preferida para mirarte a los ojos mientras deshacen tu mínima, ínfima, obra... Justo ahí.

Si, por el contrario, lo que encuentran es escombro y derribo, la hazaña de estos seres emparentados con las hadas, tan jodidas aunque aladas, serán aun más cruel: comenzarán por crear figuras fantásticas con tus pedazos, te las regalarán sonrientes y cuando al fin te convenzan de que ha sido un hermoso presente, darán con él contra el piso y contra tus paredes... Justo ahí, donde comenzabas a creer que creando podría inaugurarse un pasaje medianamente habitable.

Pero digamos también que con el tiempo las ruinas adquieren valía, que nos acostumbramos a vivir con los muros derruidos, que comenzamos a dejar de poner en pie lo que, ahora sabemos, nació caído; nadie llega el mundo erguido, está sobrevalorado eso de levantarse cuando nos caemos. Esto, quiero decir la Vida, se trata de andar por el piso, de saber movernos incluso cuando nos dejan lisiados, de sabernos plenos a pesar de ir perdiendo cachos sobre el pavimento... Justo ahí.

El asunto es que no importa cuántas termitas sacien su hambre dentro de nuestros desvencijados cuerpos, porque no es al final que seremos polvo: polvo vamos cada día siendo. Justo ahí, donde los malos bichos se empeñan en volvernos carnaza, un poco de agua y nos hacemos de arcilla... Por eso que con el tiempo dejamos de temer a las tormentas y ya no nos cubrimos, ni del agua ni del sol... 

Dejamos entonces que las piedras se cubran de helechos, renunciamos a la civilización y lo mucho que nos devasta, nos volvemos termitas en la selva, dormimos a placer sobre el lomo hirsuto de un pequeño perezoso y, justo ahí, escuchamos el agua caer... Dentro de nosotros llueve, y llueve a cántaros, tenemos frío en los huesos, andamos mojados... Nos secamos al sol, justo ahí donde tiene sentido ya no tener cuartos propios, donde se trata de ser  por completo deshabitados y tener el corazón de polvo humedecido, de tierra.

De la luz el reflejo ©


Quienes hemos nacido con la Luna entre el pecho y el ombligo conocemos muy bien los eclipses perpetuos; en nuestro caso, el alumbramiento es posterior al parto que tiene lugar en el centro de un costado oscuro del que no salimos hasta varios años después, cuando de tanto nombrarnos acudimos al encuentro de aquellos que solar tienen el plexo. Las penumbras nos definen a partir de aquella primera incursión fuera de nuestro sitio de nacimiento; a pesar de que desde entonces habitamos el mundo desde el mismo espacio en que viven los hijos del Sol, los lunáticos tenemos preferencia por las sombras, por eso nuestras casas tienen luces tenues y solemos abrir las cortinas de noche.

Prescindimos también de los espejos, la imagen que devuelven es siempre para nosotros ilusoria e imperfecta. Cuando deseamos mirarnos completos ubicamos nuestra sombra en algún sitio, pero ni así conseguimos vernos a cabalidad: siempre hay un pedazo que se esconde bajo los pies. Esta peculiar manera de encontrarnos en un reflejo oscuro tiene sus particularidades: a veces nos hallamos más pequeños, aunque otras somos tan largos como nuestros deseos; la peor parte es cuando, al filo del medio día, las sombras desaparecen y no hay manera de vernos.

Dadas estas circunstancias, parece lógico entender que nos cueste relacionarnos con el mundo diurno, en exceso habitado, con transeúntes por todos lados que, sin querer o queriendo, nos pisan las sombras. Sin embargo esto no es lógico para quienes viven de mañana tan contentos: si le dijéramos al vecino, "oiga, usted, ¿sería tan amable de dejar de pisarme la sombra?", nos devolverían por respuesta una mirada desconcertada; evitamos la situación porque es difícil explicar que nacimos de noche, incluso de día, con la Luna entre el ombligo y el pecho.

El silencio es también todo un tema para nosotros: lo necesitamos como si de agua para beber se tratara. El ruido nos desequilibra, sufrimos en serio, aunque con el tiempo nos hemos conformado con atenuar un poco los sonidos. Esto explica (para nosotros, por supuesto) que no seamos dados a la compañía, que busquemos permanecer el mayor tiempo posible en lugares tranquilos, con poca gente, de preferencia con una sola persona: nosotros mismos.

Ya no digamos la prisa, atroz e insoportable para quienes no podemos andar rápido. Caminamos pendientes de nuestra sombra, por momentos la perdemos y quedamos paralizados porque ella nos indica el rumbo; no tenemos mapas, ni brújulas que nos sirvan: si la sombra está a nuestro costado caminaremos, si va por delante lo haremos un poco más a prisa, pero si se empeña en ir atrás nuestro detendremos el paso y pensaremos un par de veces si vale la pena correr el riesgo de que nos miren, otra vez desconcertados, caminando en reversa. Ni falta hace decir que a medio día nos encontrarán sentados e inmóviles en cualquier acera.

Tenemos dificultades, está dicho, pero también tenemos algunas ventajas, la más notoria no es poca cosa: nos es fácil amar de ustedes el lado oscuro sin temerlo y, aún mejor, incursionar en espacios internos es para nosotros la invitación perfecta. Lo malo es que a ustedes eso les da miedo, es poco frecuente que nos permitan dar un paseo por aquellos pagos de sí mismos que desconocen. Cuando acceden, sea por descuido o porque decidieron hacer un esfuerzo, tenemos que andar con extrema cautela: un comentario fuera de lugar y nos echarán con violencia, como lo hacen con un perro que muestra las fauces porque sintió en ustedes el miedo. 

"¿Ya viste la tumba que te construiste tras el esternón?", diremos nosotros entusiasmados: ¡hemos dado con el sitio exacto donde hay que escavar para poner en libertad el dolor que está enquistado! Nos disponemos a la disección para aliviarlos, estamos contentos, pero ustedes no lo están, ustedes se sienten invadidos, lo que hallamos es lo que ocultaban con tanto esmero. Sólo cuando la Vida los ha dejado extenuados aceptan destapar aquello, entonces nos quieren cerca y para eso estamos; acompañamos en silencio, sin prisa, en la penumbra, mostrándoles que es posible caminar en reversa, desandando. 

Aunque nos atormentan los días de sol, el ruido, la gente, las calles, no tenemos miedo cuando se trata de meterse en el medio de sus sueños: hemos nacido con la Luna entre el pecho y el ombligo, sabemos de eclipses, porque tenemos uno siempre con nosotros, uno que es perpetuo. Regalamos sombras como flores oscuras: ¡qué sería de la luz sin su reflejo! 




























Letras honestas©

Escribir para inventar realidades que sean más gratas que las vividas no es lo mío. Yo no escribo para maquillar el rostro de esa parte del mundo que nació y se conserva fea; el maquillaje no hace milagros y estoy segura de que el intento terminaría en un rostro aún más feo, distorsionado, patético, ridículo, como las mejillas bermellón y las sombras azules de las señoras malas de los cuentos.

No sé pintar, pero si supiera hacerlo, estoy cierta de que mis cuadros no contendrían paisajes luminosos y calmos, no porque yo viva a expensas de la oscuridad ni porque crea que en la vida no hay lindos momentos; la Vida me encanta, pero me fastidia con frecuencia el Mundo que sobre ella construimos, suelen dolerme muchas cosas, pero sobre todo me duele mi incapacidad para modificar aquello que no me gusta. 

Quisiera, sí, lo confieso, no tener que poner atención a lo que no es la vida misma o, mejor, a lo que de humano tiene la pobre Vida.  Me frustra ser llamada con urgencia para ocuparme de lo que algunos seres dañinos hacen y que no baste con ser una buena persona para no hallarlos en algún punto del camino. Me enoja escuchar que hay que saber cuidarse, ¡que hay que cuidarse!, estar alerta, tener presente que habrá siempre quien devuelva golpes aunque una no los merezca. ¿Quién ha dicho que se tiene únicamente lo merecido?

Tampoco se espere de mí la búsqueda de letras sangrantes, el deliberado dolor que se muestra exponiendo como en un mostrador de carnicería las vísceras. No pretendo hablar de gusanos que horadan corazones, de flores negras y muertas, de tumbas o cuervos que presagian el destino, no me visto de negro, ni es el luto el que distingue a mis textos. Cuando me duele, me duelo, pero me sé también viva, alegre, valiente aunque siempre con algo de miedo, fuerte aunque nunca sin lágrimas de por medio. 

Escribo, entonces, para diluir sobre papeles aquello que perturba mi estancia en esta vida, para decir lo que en la batalla, nunca elegida pero siempre afrontada, no podría asentarse ni con la firma de un pacto pacífico, pues no hay paz sin dignidad ni justicia; los convenios son tratos entre personas de buena lid y cuando alguien te declara la guerra sin motivo no merece un ápice de confianza. Aunque sea un lugar común he de decirlo: soy guerrera y si me buscan me encuentran, pero no soy del tipo de combatiente que gusta de armar tácticas o estrategias; si por mí fuera no aceptaría los desafíos, respondo a ellos sólo cuando se trata de una defensa, porque no queda de otra, porque en este mundo, ni modo, ¡hay que cuidarse!

Soy soberbia, también hay que decirlo, sin embargo admito las pérdidas, sé bien que en toda batalla hay heridas de ambos lados; las por mí infligidas son casi siempre en defensa propia, aunque no por ello considero que no son graves, lo son, tienen que serlo, no siento culpa alguna por ello. No niego tampoco las heridas que yo me llevo, eso es quizá lo que desconcierta: admito mi sufrimiento y sé que para un adversario es motivo de goce saberlo, pero la alegría de triunfos tan endebles no perdura y, al final, es víctima sólo quien quiere serlo; yo no lo soy, nunca.

Para escribir hay que saber mentir o ser brutalmente honesto, elegir entre la fantasía de verdades a medias que construyen hermosos laberintos llenos de cedros o la confesión compleja de que no siempre estamos para días soleados, de que a veces hay que rendirse ante la evidencia de que hemos llorado frente a una pared azul que, no obstante, con lágrimas, con rabia, con dolor e indignados, como sea, pintamos nuevamente de blanco. No se llora por la pared, claro está, sino por lo que en ella hay contenida, por las mentiras, por los golpes cuando no teníamos arriba la guardia debido a que no sabíamos que de eso se trataba, por la vileza de quienes dan a cambio de los bienes recibidos puros males.

Escribo, y escribo que he llorado, que me he sentido traicionada, que de hecho me traicionaron, que sí, que me ha dolido; no dejaré de decirlo en nombre del ego enmascarado, por más que al final haya ganado la pelea es cierto que me han chingado, porque aquí, ya se sabe, quien pega primero pega dos veces... y yo ni cuenta me di de que se avecinaba el primer golpe. Pero escribo también que no importa cuánto he llorado: aquí estoy, como estaré siempre, sin negar las heridas pero sanando. 

Las heridas fatales las lleva usted, usted que será siempre incapaz de recibir sin dañar a quien algo bueno le haya dado; al final, es usted quien va sangrando, es usted quien maquilla del mundo eso que no tiene arreglo, que es tan feo, distorsionado, patético y ridículo, como las señoras malas de los cuentos, quienes invariablemente terminan con los huesos roídos por los cuervos, en tumbas con flores negras y muertas: murió con el corazón horadado por los gusanos que acá, gracias a la alquimia de las letras honestas, también en polvo se convirtieron. Descanse en paz; yo, aquí, sigo escribiendo.    

Vivos los queremos ©

"Son nuestros", 
"son de todos", 
"somos ellos".
"Vivos los queremos". 

Quizá sólo es que somos,
todos: ellos y nosotros. 
Quizá siempre hemos sido
pero apenas lo sabemos.
Quizá estamos, a penas, siendo.

Seamos honestos:
antes no eran nuestros, 
ni de todos; eran de ellos.

¡Hace tanto son ausencia que,
a pesar de nuestros dichos,
ellos siguen siendo de ellos!

Nosotros, tan distintos: completos,
sin el alma cercenada por un hijo
que está y no está, ni vivo ni muerto.

Han sido ellos como un bosquejo,
sin terminar de ser para nosotros,
los que irrumpieron para decirnos
que vamos juntos, que vamos siendo.

Somos honestos:
nos asomamos a su dolor,
queremos, de veras, hacerlo nuestro.

¡Es tan profundo el abismo, tan negro, 
que a pesar de los intentos, nosotros caminamos
por el borde del endiablado sufrimiento!

¿Cuánto pesa la ausencia cuando es de uno?,
¿cuánto nos pesa a nosotros la que cargan ellos?
Son de ellos, aunque sean de todos, incluso nuestros.

Yo no puedo imaginar, ni por un momento,
el dolor de quienes cavan buscando muertos. 
No sé qué es pisar la tierra roja sobre fosas en un cerro.
¿Cómo puedo yo escribir lo indecible si es sólo de ellos?

Quizá sólo es que somos,
todos: ellos y nosotros.
Quizá siempre hemos sido
pero apenas lo sabemos.
Quizá estamos, a penas, siendo.

Son de ellos.
Son de todos.
Son nuestros y, sí,
vivos los queremos.









Astillas ©

Una no se hace de astillas queriendo, aparecen de pronto, ya dentro; ni siquiera se tiene la oportunidad de mirarlas a tiempo, se sienten el día menos pensado y no siempre sabemos de dónde provienen. Es cierto, una astilla pocas veces es un asunto grave: podemos vivir con ella, acostumbrarnos a darle el espacio que reclama, ir por la vida modificando las posturas con tal de no tocar el pedazo que la aloja; vamos dolidos, con una herida mínima que hacemos nuestra a fuerza de tolerarla. Sabemos que algún día dejará de dolernos, y sí, así pasa: el cuerpo sabe limitar el espacio invadido, la astilla será expulsada en algún momento, si acaso estará por años entre las células que la arropan cuando insiste en quedarse, pero años no es "siempre", vendrá el destierro. 

Yo me hice de una astilla en la playa; años vivió conmigo, su refugio estuvo en mi talón izquierdo. No era una astilla cualquiera, se desprendió de un vidrio que me cortó el pie; a pesar de que limpié la herida, el dolor me impidió hacerlo a fondo y esa pequeña viruta cristalina se hundió entre la carne que sangraba. La dejé estar, más por cobarde que por sabiduría: no estaba dispuesta a abrir la herida para sacarla, ya bastante me dolía. Aprendí a caminar saltando sobre un pie y después, poco a poco, conforme sanaba, a apoyarme sobre ambas piernas sin que el talón de la astilla tocara ninguna superficie. Luego, ni falta hace decirlo, me acostumbré al dolor que en realidad ya era mínimo. Aquella astilla podía sentirse bajo la piel y pronto la convertí en una suerte de "herida de guerra": era el recuerdo de un tiempo largo y en suma feliz en que anduve descalza casi todo el tiempo, no sólo sobre la arena, por las calles con adoquines e incluso de pavimento: vivía junto al mar y había renunciado a los zapatos. Al final, no sé si el pequeñísimo fragmento de vidrio que ya era parte de mi memoria salió o entró de lleno, pero dejó de ser posible sentirla en mi talón, aunque, ya lo ven, aún la recuerdo.
   
Hay palabras que son mucho peores que las astillas: si no te detienes a sacarlas se irán encarnando, guareciéndose debajo del alma o en algún pliegue de ella; en esos casos, lo mejor es abrir de un tajo, sin miramientos, aunque duela, erradicarlas de una vez. Las palabras que hieren lo destruyen todo a su paso, son huéspedes que terminan con la casa completa. No basta con cojear un rato: el recuerdo de ellas es como gangrena, mejor olvidar una vez que se han desterrado. No son fragmentos de vidrio o madera, son filosas puntas de dagas en manos inexpertas; es fácil voltearlas hacia quien las empuña. Con la misma saña que alimenta sus deseos, hay dejar que entren profundo entre sus vísceras, porque no merece compasión quien se arma sin experiencia: por mí que se desangren, yo sólo estoy dispuesta a renguear un poco cuando la molestia la provoca un brillante vidrio sobre la arena.  

El recuento de los sueños ©

Me ha dado por tener pesadillas. No son pesadillas lúcidas: de ellas no recuerdo más que las sensaciones. Por ejemplo, si sueño con cuervos lo sé porque despierto sintiendo en el hombro el roce aterciopelado de las alas negras. No me pregunte usted cómo es que sé que son pájaros de ese color y no de algún otro; para eso no tengo explicaciones y tampoco deseo hurgar más de los debido en mi inconsciente.

Si despierta tengo pensamientos más bien complejos, dormida siempre he sido un total enredo. Tengo la impresión de que sueño poco, pero se sabe que eso es debido a que le damos demasiado crédito a la memoria: no es que no soñemos, es que no recordamos que lo hemos hecho. 

El asunto es que yo últimamente sólo recuerdo las sensaciones que me dejan los sueños. Ahora que lo pienso, quizá no son pesadillas, pero esa memoria sensorial me asusta un poco, será por eso que digo que tuve un mal sueño. Esta noche, por ejemplo, hice dormida una sopa de albahaca, lo sé porque en los dedos me quedó el tacto de las hojas que desmenuzaba; quizá no era una pesadilla...

Conservo el recuerdo de un sueño que tuve de niña: sobre el mar, literalmente encima del agua, de las olas, había una feria de papel. Las pistas redondas se comunicaban entre sí por puentes y en cada una de ellas había un juego diferente: la rueda de la fortuna, las sillas voladoras, el carrusel... Yo iba de una a otra pista caminando sobre aquellos puentes que las unían. De pronto, estando justo en el medio de una de esas endebles estructuras, del agua y hacía mí salió un tiburón con las fauces abiertas. El escualo estaba dibujado sobre papel con crayolas... Desperté consternada.

De adolescente soñé mi funeral, pero en esa ocasión no me sentí asustada, todo lo contrario: nunca me había sentido tan serena. No sé cómo es que morí en aquel sueño, pero no había muerto sola y estaba junto al mar: dos ataúdes en la playa lo confirmaban. Era de noche y ahí estábamos los fallecidos, rodeados de antorchas; el firmamento estaba lleno de estrellas, no hacía frío y nadie lloraba.

Luego vinieron un par de sueños que hoy recuerdo sonriendo. En el primero sólo sentía una comezón insoportable en el cuerpo, me estaba convirtiendo en un jícuri. Para entonces yo no había ido al desierto, sabía lo que eran los peyotes pero no había comido uno. Fue mucho después que consumí aquella rosa de fuego, durante un viaje que retengo en la memoria igual que los sueños: a pedazos, más sensación que imagen. El segundo sueño de aquella época tuvo también que ver con una transformación: me hacía líquida, supongo que fui agua (algo de eso me quedó; me vivo río, mar o estero con frecuencia).

Las clases de matemáticas me hicieron sufrir tanto que a ellas debo la más clara de mis pesadillas: intentaba resolver una ecuación, lloraba. Desperté gritando: "¡tengo que cambiarle el signo!" Ni en sueños pude alguna vez descifrar la lógica de ese lenguaje que sigue siéndome ajeno. Para mí los números son malos augurios, con ellos se ocultan nombres y rostros: cientos de miles de asesinados, decenas de miles de desaparecidos, millones intentando sobrevivir... Pero esto no es un sueño, es mucho peor: las fosas y los cuerpos, las ausencias, la miseria, están aquí mientras estamos despiertos.

Hay un sueño en particular que retengo lejos del olvido en forma deliberada. Es un sueño con versiones y la prueba de que también soñando aprendemos lo importante. La primera vez que lo soñé el final no era uno afortunado. Alguien me llamaba por teléfono y me pedía que saliera de mi casa por la noche para encontrarle en algún sitio lejano. Caminaba yo por calles oscuras cuando vi a lo lejos una camioneta blanca; en la parte trasera tres hombres violaban a una chica y esperaban que yo pasara por ahí para hacer lo mismo. No me detuve, caminé hasta el frente de la camioneta sin reaccionar y no fue difícil atraparme. Como si hubiera quedado pendiente una mejor reacción de mi parte, volví al principio de la historia que soñaba e iba poco a poco modificando cada error: veía la camioneta y corría hacia el otro lado logrando escapar; caminaba por lugares más seguros; no aceptaba salir de casa sola y de noche. Cuando en el sueño supe cuidarme desperté.

Hace poco me reí dormida: soñé que mi madre me regañaba porque en la fotografía del título doctoral yo aparecía con un enorme bigote, más grande que el de Emiliano Zapata. "No tomas en serio nada", me decía mi madre compungida, pero yo me sentía feliz, divertida como niña traviesa. También me siento bien cuando sueño con mi río, uno de plata y cuarzos que me adoptó en Perú; su nombre más conocido es Urubamba, pero yo lo llamo en quechua: Pilpintuquilla (la casa de la luna, para él siempre mi luna llena). Cuando sueño con el río me hablan mis muertos, dos de ellos en particular, los más queridos. Vienen a decirme que aún los quiero, aunque no les perdone que se hayan muerto; tienen razón, por eso no les escribo, sólo los sueño.

Historias clásicas para distraer malos recuerdos ©

Hay días en los que se despiertan primero los malos recuerdos; el resto del cuerpo queda a merced de la memoria y sus compuertas abiertas. La mente tiene tantos accesos que no alcanzan las tapias y los maderos para detener esos pensamientos; son como termitas, excavan sobre las paredes de los mismos huecos, construyen laberintos. 


De poco sirve el hilo de Ariadna: no es una estructura hecha por Dédalo y nuestras incursiones no son las de Teseo. Pero la única manera en que esos insectos corrosivos pueden mantenerse quietos es distraerlos contándonos historias; a ellos les gusta escuchar cómo Minos de Creta se dolía, apuestan la corona de aquel terrenal Rey contra el báculo marino de Poseidón. 

A los diminutos constructores poco les importa Pasifae; es ahí donde se equivocan: fue ella quien domesticó al toro blanco, nadie más que ella ordenaba que su hijo, el precioso Minotauro, fuera alimentado. Cuando les recuerdo que al final Atenas fue libre, los pequeños caníbales lloran como quien presiente el exilio. 

Después de esas lágrimas de éntomos, prometen no morderme nunca más las entrañas si yo cada mañana les cuento una historia; accedo, me cuesta renunciar a su existencia, por eso cierro el pacto, aunque sé que a mí las mil y una noches se me terminan en un par de semanas y un buen día despertaré otra vez demorada. 

Como un árbol ©

"¡Qué altos pueden llegar a ser los árboles!", me descubro pensando mientras observo a través de la ventana uno de los eucaliptos que están sobre la acera; ha crecido en la esquina de mi casa desde que yo era una niña y ahora está al menos dos piso por encima del edificio que le queda más cerca. Es con precisión esa referencia de contraste la que detona ese pensamiento que me hizo sentir, de pronto, un tanto avergonzada: me he vuelto más citadina de lo que siempre he creído ser, es decir, no, no es que no quiera serlo o que no me sienta una más de las habitantes de esta enorme urbe, es sólo que me pregunto si no llevo demasiado tiempo sin observar a mi alrededor con detenimiento. 

Sé que los árboles pueden ser enormes, los he visto muchas veces en los bosques y en las selvas. Si aquel día pensé eso no es por desconocimiento, sino por andar con la cabeza en otras cosas, en todas esas que no existen más que ahí dentro: en mi cabeza; fue por estar distraída, ocupada en preocuparme. Tampoco es una tragedia, digo, a todos nos pasa, la prisa tiene ese efecto: se observa poco y se piensa mucho más de lo debido.

Me gustan los árboles, me gusta ese árbol en particular, quizá porque está desafiando todas las normas de esta ciudad. Me sorprende que no haya corrido todavía con la mala suerte de otros eucaliptos que crecen sobre las aceras: vienen una mañana y los talan, así, sin más; dicen que no son árboles adecuados para estar en las ciudades, que sus raíces crecen horizontales y van dañando las estructuras de los edificios que tienen cerca. Su mala suerte comenzó cuando alguien decidió plantar alguno de ellos donde no debía... Así somos los humanos: un día plantamos sin pensar y otro día talamos de igual modo. Eso me pone triste. Somos crueles.

Por fortuna también es cierto que en este país gobierna la indolencia. Digo por fortuna sólo en este caso, pues es la indolencia la que ha permitido a mi árbol crecer al punto de ser mucho más alto que los edificios y eso, aunque al final termine quién sabe en qué tragedia (sea que que lo talen, sea que se desplome un día en que el viento lo agite con violencia), no deja de ser maravilloso: el recuerdo de que la naturaleza, sin tanto aspaviento, nos supera. 

Y es que los árboles no sólo desafían la altura creciendo tanto, también lo hacen plantándose solitos en sitios altos: justo arriba de donde estaba sentada cuando miraba el eucalipto hubo hace tiempo una gotera; el agua caía desde las raíces de una rama que creció en una fisura del techo, árbol en potencia en busca de su propio acantilado. Yo habría estado feliz de vivir con un árbol, hecho aunque no derecho, sobre mi cabeza. Por eso tardé más de un año en reparar el techo... Arrancar la rama con todo y sus raíces fue lo más difícil, estaba bien afianzada, no sólo a la estructura, también yo le servía de sustento: a veces soy así, como un árbol.    

  

Anfibia ©

Me detengo por un momento en esta curva, justo donde empieza la ilusión de que la vida (la mía, pero podría ser cualquier otra o la Vida misma) va recorriendo un camino más o menos en línea recta: si hemos de hablar de finales y comienzos, concédanme el placer de hacerlo a mi modo (al fin y al cabo no tengo otro que pueda por ahora ofrecer), desde este pequeñísimo espacio que marca la cima de la curva en que me he posado para pensar y decir sobre la espiral completa en el que estoy inmersa (yo y cada ser que viva, así sea de modos insospechados).

No soy simple, ¿quién podría serlo si ha renunciado a la tentación de mantenerse en las superficies? No, no tiene mérito, no vaya a pensar usted que está leyendo la malograda biografía (al menos un fragmento) de una heroína: cada vez que he caído lo he hecho sin mi consentimiento, a la fuerza, obligada por las circunstancias... Y por una parte mía (lo confieso) que se abisma con suma facilidad. Hay que decirlo: no escribo de caídas que puedan ser "cualquier caída", esas no son más que ligeros recordatorios de que somos homínidos puestos de pie para andar erguidos (¡vaya osadía más ociosa!) Tampoco es que haya recuperado fuerzas para salir del fondo: la única virtud que me corresponde en tales hechos es la de una curiosa paciencia para curarme las heridas, no dejo que alguna quede abierta, no me muestro al mundo sangrando, al menos no de muerte.

He caído tantas veces que, eso sí, tengo un interior bien acondicionado, agradable, una suerte de sala de recuperación para personas como yo, complejas y también complicadas. Con el tiempo me hice de un par de branquias: el interior tiene agua, mucha, a menos que se trate de algún desierto, pero eso sólo sucede a quienes caen con poca frecuencia y por esos parajes ya ni pasan; como yo me visito cada que caigo y caigo tan seguido, tengo de todo para sobrevivir en modo acuático (balsas, aletas y escafandras). Las branquias sin duda son mucho mejores aquí adentro, pero desde que las tengo se me dificultan las incursiones fuera de mí; de cualquier modo las practico lo más que puedo (tampoco es que me parezca buena idea dejar el mundo de afuera, amo mucho de lo que en él vive junto conmigo, amo a las personas, sí, aunque sean ellas las que suelen fortalecer mi deseo de volver al fondo).

Víctima no soy, tampoco lo pretendo, ¿qué clase de pretensión puede ser esa?, ¿víctima de quién, para qué? No entiendo esa manera de habitarse, como ciudad ocupada por voluntades que no son propias: eso es como estar pagando alquiler toda la vida; yo prefiero andar sin techo que sin mí. No, no es que no puedan herirme otras personas (pueden, lo han hecho, lo hacen), es que al final las heridas me las abro sola. No, tampoco quiero ser soberbia, tan pagada de mí misma que parezca que digo que ni para hacerme daño sirven los demás, es más complejo que eso: es que para lo que otras personas sirven (y no cabe duda que lo hacen bien) es para lo que no puedo darme sola por completo, para amarme, para alegrarme, para vivirme... Lastimarme es algo que sé hacer tan bien que.. eso: no hay quien me haya superado en la tarea por ahora... Y, bueno, tampoco es que esté buscando quién lo haga, conmigo tengo. Por cierto: gracias, pero no.

El año que dimos por terminado ayer tuve que aprender algo nuevo, nuevo y paradójico: debo comprender que no estoy sola. No es que lo haya estado antes, no es que no sepa cómo estarlo; todo lo contrario: lo que no he sabido bien cómo hacer es dejar de estar sola, conmigo, con mis heridas reparadas. ¡Qué difícil puede ser entender que no se está solo cuando nos hemos hecho al hábito de dejarnos caer hasta nuestros fondos para curarnos y volver ya no tan maltrechos! Es fácil compartir la alegría (aunque ahora se tienda a no ser generosos con ella o, peor aún, aunque ahora se pretenda inventarla a cada rato como si se pudiera). No, no es cierto, no es fácil compartir la alegría, es más fácil entregarnos los unos a los otros las desdichas, estar cerca de quien sufre para infundirle lo que nos está faltando: valor para mirarnos con minucia donde nunca nos escombramos. Sé brindarme consuelo y lo hago de manera espontánea con los demás, no me cuesta nada; ¡pero cómo me es difícil recibirlo! 

No estoy sola... Eso implica muchas cosas: no estoy sola para llorarme, no estoy sola para sanarme, no estoy sola para cuidarme, no estoy sola para alegrarme; no estoy sola para perdonarme, para herirme ni para herir (esa es la peor parte). No estoy sola porque amo, porque me aman. No estoy sola y, aunque esa compañía haga de mis incursiones Tania-adentro visitas menos inesperadas, sólo puedo agradecer todo lo que aquí no diré (porque de tan dicho no hace falta) y con precisión esto que digo: gracias porque ahora cuando caigo me levanto en la misma superficie, gracias porque voy a mi interior sólo cuando así lo deseo, con serenidad, con calma. Sepa usted que mi torpeza es anfibia: soy lenta sobre los guijarros pero me encanta tocar la arena en la que se convierten y estoy feliz en esta orilla de la espiral donde podemos estar juntos.