Tránsito lunar ©

El escenario es blanco; al centro, un hombre desnudo con la piel teñida del mismo color coloca agujas en sus extremidades, las clava directo sobre las venas, desvía el cauce de sus ríos vitales. Hecho un ovillo espera a desangrarse, lo hace con serenidad, calma que de tan profunda hiere por sí misma, anuncia el resto del espectáculo:  ninfa de pétalos semiabiertos, flotará inmóvil sobre una laguna carmín. Hermoso, adjtivé al instante, estética de lo inefable.

Años después comencé a escribir de un modo distinto: ya no bastaron las palabras dichas, quería descubrir aquellas ocultas en los silencios, arrancar el subtexto que se multiplica sin remedio tras las sombras, quitar los diques que las contienen, dejarlas caer en cascadas infinitas. Pensé hacer con los fragmentos de lo no enunciado un vitral de fractales, viviría tras él para mirar el desorden colorido del mundo. 

Pesimo hábito. Desde entonces el corazón no para de traducir legüas ajenas, lanza como dardos interpretaciones, erradas las más de las veces se enrutan en el peor de los caminos: la sinrazón, el azar sin h intermedia que cargue los dados para que caigan del lado de la certeza y no se queden girando sobre el vértice que alimenta la esperanza, mal de los humanos que hicimos tormento por el deseo perverso de prolongar la agonía. Sí, quitémosle el crédito a Nietzsche, al fin que ha muerto: no vendrá a cobrarnos las letras.

Me atrapó la luna. El  Loco de cabeza camina distraído hacia el abismo, lleva en la mano una flor que no abrirá para amortigüar la caída porque es como la ninfa: sabe de superficies, de barcas vegetales, no de simas que se abren igual que los muslos femeninos cuando no han parido y son vacío que late rodeado de entrañas.

El útero de Selene recuerda la posibilidad; fuera del único refugio en el que guarecerse, con la memoria de lo que no alcanzó a acontecer se va imprimiendo una huella: es la ausencia que acecha, que nos ronda mientras miramos con angustia la puerta del olvido cerrada.

Habitar las calles de las aldeas de la noche convierte el infierno en hoguera: igual consume, sólo que más lento. Colocamos el fuego al centro de un bosque nocturno donde esperar a las brujas. Ofrendas de sangre logran que la tristeza se haga recuerdo, nostalgia sacra, manto suave donde se dibuja el rostro de nuestros muertos: igual mata, sólo que más lento.

Entonces la muerte se vuelve poesía, canto de amor que arrulla los últimos instantes del que agoniza deliberadamente, acurrucado al centro de un escenario blanco, causa perdida de la estética de lo inefable; manía de los esperanzados que escriben desde las cámaras de tortura porque insisten en decir lo que ni siquiera sabemos si se dijo: es silencio, ¡deberiamos aprender a guardarlo!

A los lunáticos nos gustan las flores, pero en penumbras no crecen. A su llegada, los más afortunados tuvieron algunos ramos en jarras, ahora conservan los pétalos secos dentro de cofres de azulejo, si los tocan se rompen, evitan hacerlo: bastante tienen con las fisuras del alma.

Los demás selenitas seguimos inventando arroyos de tinta y sangre para hacernos planta que respira por un segundo, ¡hay vida!, decimos con el último aliento, volvemos a transcurrir medio muertos sobre el rastro de quienes vivieron de día y se vuelven recuerdo. La condena es el tránsito del satélite que no sabe mantenerse lleno, que nos borra del mundo sin memoria. Nosotros no dejamos huella, sólo somos luna nueva.   

Huella ©

De Derrida a Lispector, el trazo de la herida: presencia ausente del instante-ya.

Desde la huella hasta la falta: despierto en el diván de Jacques: con sueños nuevos se construyen las letras para el olvido, así borro, me ree(in)scribo.

Fue se hace limbo, ir es quedarse, las despedidas son como los buenos criminales: borran las huellas; cuando faltan, el rastro se hace abismo, fosa que de tan común deja entrever las osamentas. Entonces nos preocupamos por las firmas, por los motivos, buscamos a los autores-asesinos, ¿quién marcó el destino? Hay que escribir sobre las evidencias para borrarlas. Vivos llegamos y vivos nos vamos, dejando solos a los muertos. 

Te informo: la huella está, aunque anuncie lo que falta, ilusionista delatora tira la vida y esconde la mano. Es que éste es un crimen, ¿sabes?, o lo fue, pero sigue siendo, porque no por pasar no queda: hay marcas, recuerdo del diminuto pie marcado sobre el corazón que late con dificultad, pesa la ausencia de aquel instante que fue como pudo y en el ser dejó de poder. 

Hacer presencia es más que un acto de voluntad: es la obra completa que dejamos entre telones cuando apenas decidía el rumbo, aplaudimos desde nuestras respectivas butacas, cada quien en su esquina, dimos por terminado el asalto. ¡Suerte, mala por definición!: terminó en homicidio, nos espera el velorio, la urna y, ni hablar, el epitafio que será por escrito. 

El herido es más espectáculo cuando aparece en el centro de la encrucijada, obliga al transeúnte a parar por un momento, mientras decide qué camino ha de tomar. De otro modo, tendido sobre la avenida, pasará inadvertido luego de que un mal samaritano haya bajado de la bicicleta para acercarlo a la orilla; que no estorbe es la consigna, que no dificulte con su respiración cansada a la muerte que va por la vida: mejor que expire, la ausencia sólo puede habitar en el olvido.  

Corta azar ©

Cuando no doy una, termino dando dos, tres, cuatro o veinticinco: palos de ciego para el tuerto que se montó en el trono cuando nadie lo veía. ¡Ábrete sésamo!, le dijo al corazón, pero había más de cuarenta ladrones rondando la desdicha, a punto de sumarse a las mil y una madrugadas que pasaron de noche el día.

La hojalata dejó de latir, terminó entre pies: bote pateado porque para rayuela no hay tiza, además ya es octubre: julio se quedó con los que se autodenominan cronopios, ¡vaya!, que por cuentos no paramos, de caminos amarillos me he hartado y ya bastante tenemos con la falta de ojos, como para que nos pongamos a andar sobre un pie.

Esto no es un juego, no penderé sobre un tablón de madera, no me da la gana, el vértigo me lo consigo sola, no hace falta que me pidan tabaco desde otra ventana. No, no soy maga: con trabajo, a veces emulo a las hechiceras, de Cortázar tengo las obras, pero no las he leído completas, será que no quiero recetas, ni para cantar, ni para subir escaleras.   

Como alma que escapa al diablo ©

"¿Y si nos repartimos la ciudad?", pienso mientras espero en el alto frente a la virgen de piedra. Hasta ayer, había logrado no frenar en ese cruce, pero hoy mi alma la llevaba el diablo, lento, como en todos los infiernos. Deberíamos repartirnos la vida, creo, de cualquier forma lo de la ciudad no sirve: yo siempre he andado sin rumbo; cuando se va así, no es raro que termines dando vueltas justo en la glorieta que no querías volver a visitar. Del ángel para allá es tuyo, de ángel para acá también; soy yo la que no encuentra lugar, la que no sabe de victorias aladas, ni de reformas, ni de revoluciones con el corazón dispuesto.

En los últimos años, las fechas se pierden entre cajas; para ser honesta, las dejaría en cualquier esquina. Me da igual, las pérdidas nunca suman: multiplican, dividen. Pienso que el diablo cargó con todo, no debí dejar a Fausto junto a la cama, los pactos en los que se negocia el alma, ya lo sabemos, desalman; mira que arrastrar el alma de un lado a otro no es sencillo, hay que embalarla, volver a escuchar el sonido de la cinta canela, solita y caminando no va a ningún sitio. Es fácil recoger lo que dejan otros cuando no nos importa seguir guardando esqueletos en el armario.

Quizá es mejor eliminar de la existencia a las personas, perdonarles la muerte para que sepan que vivas valen menos que los cadáveres con los que comemos a diario porque todos los días nos servimos de ellos en platos fríos. Así las cosas, habrá que agradecer no ser dignos seres para habitar el mundo de los perdones, no haber pasado las pruebas, no dar el ancho, mucho menos el largo, no formar parte de la próxima reunión anarquista:. Café, ¿para cuántos?, sólo para los que comprendemos el mundo de los revolucionarios; té de tila para la niña que ha perdido la fe, que se volvió descreída, que no sabe que haremos un cambio, así, a fuerza de mirarnos a los ojos desde las heridas que nos hemos causado, porque las mantenemos abiertas, la cosa es ver sangre.

Habrá que repartirnos el tiempo: la mitad del futuro cada uno porque no nos queda otra, el pasado entero para ti, el presente también. El rumbo es algo que sólo se ve cuando está el alto, yo conduzco rápido ahora, paso de largo cada que puedo para que deje de llevarme el diablo, me importa un bledo si la virgen de piedra mira al sur, al norte o a los lados; ya no miro nada, las heridas que me he hecho no dibujan mapas, están unas sobre otras, son palabras, inexactas, imperfectas, no pasan las pruebas, se diluyen, quizá se quedan, ahí donde el crimen no se consumó porque me perdonaron la muerte, junto al té de tila que no sirvió para mantener la calma y un texto sin leer que lo decía todo.





Esperanza ©

La esperanza tiene el centro de madera, sangra lento, se deseca sin prisa; húmedo, el rastro cristaliza de afuera hacia adentro, es cicatriz que duele al tacto, atrapa a su paso el recuerdo, lo mantiene vivo, prolonga su fin, resguarda, atesora el sufrimiento.

La esperanza no es verde, ni blanca, ni roja, ni amarilla: tiene el color del anhelo, depende del cristal con que se fundió la mañana incierta en que nos cruzamos con el deseo. Lo habíamos olvidado: el camino era llano, recto, nada indicaba el cambio de rumbo.

Nos encontramos a la vuelta del cementerio, ahí, donde dejamos el retrato de la última vez que sonreímos sabiéndonos solos. No quisimos volver a caminar entre tumbas, por eso corrimos hacia la salida, entre muros, deshojando los árboles a nuestro paso. 

Apareció la esperanza, nos clava las astillas en los dedos cada vez que la tocamos, pule su piel con el dolor; no la echamos de casa, mejor pintamos de blanco sus costados, así volverá a ser húmeda, en su interior el recuerdo tendrá espamos, creeremos entonces que es lo último que muere, a pesar de que antes de que naciera la habíamos matado.

Fractal "Pesadilla": JC Guarneros.

Marea roja ©

Me sumergí en la tina. Sólo cuando separé las rodillas el agua comenzó a entintarse. No sentí miedo: la sangre diluída parece inofensiva; era mejor verla así que escurriendo por mis muslos, roja, intensa, mejor que verla en fragmentos casi negros cuando dejaba de correr por el cauce que se hacía no sé cómo.

Abrí la llave, hundí la cabeza, escuchaba la corriente como si estuviera de nuevo a la orilla de mi río blanco: líquidos que se estrellan en los afilados cuarzos, cantan, rezan, suplican a la vida que renueve el día, le llevan ofrendas, cáscaras de frutos, hojas secas. 

Cerré la llave. Volví a perder la cabeza entre las aguas; es curioso cómo los oidos dejan de escuchar lo de afuera y se abren a los sonidos internos: un fuelle, mi respiración, calma a pesar de todo, o por todo, casi nunca se agita, por el contrario, a veces parece que me olvido de respirar; un latido, mi corazón, ¡víscera pura!, pienso, me reclamo, ¡no siempre se puede dejar la razón!, aunque ella no entienda. 

Regreso. Miro la superficie del agua casi horizontalmente, se estremece, de a poquito, parece viva, respira. No soy yo, mi ritmo es ligeramente más lento, quizá es mi sangre la que se mueve, oculta, ya casi no se ve. La suelto, dejo que se vaya lo que nunca ha sido, escurre por dentro desde mi ombligo, ¡esto es vientre vacío!, pienso, me consuela saber que en los abismos se gesta lo posible, aunque yo no haya anidado más que ausencia.

Subo los pies. Asoman los dedos y la mitad de los empeines, el reflejo los duplica. Pienso en los rumbos, en mi incapacidad para decidir el camino que habré de tomar; soy encrucijada, no es que no siga los senderos, es que las bifurcaciones me acompañan desde que escuché que en el sur las cruces hablan, pienso que hay que oirlas, aunque casi nunca digan nada. Me quedo esperando. Cuando me alejo siento miedo, una tristeza infinita, como si fuera a perder la oportunidad de hablar con ellas.

Me levanto. Recojo las piernas, me abrazo las rodillas. Miro el reflejo de mi cabello en el agua, anémona, quisiera ser una, flotar si me suelto de la vida, seguir las corrientes, sentir mi presencia cuando el sol me alumbre los filamentos. Siento frío en la espalda. Pienso de nuevo en la sangre, ni rastro de ella, está, lo sé porque el agua sigue respirando en círculos, sin ella no se movería, tampoco yo.

Quito el tapón de la bañera. Dejo que el agua se vaya. Tarda, quedo a la espera mirando mis manos que se hacen cuenco, no sé por qué siempre las veo, supongo que busco en sus líneas alguna respuesta, pero no pregunto, los signos de interrogación no deberían existir, mejor las cruces, al menos ellas guardan silencios que no lastiman, nadie espera realmente que hablen.

Por fin. El frío se instala en mi cuerpo, tiemblo. Entre mis pies inicia el remolino, se revuelve el agua que lleva mi sangre, fluye, se va, me deja. Permito su partida, aunque haya sido sólo posibilidad, vacío, pérdida, ausencia; la nada se gesta desde el rojo, diluída marea.