Minificciones políticamente incorrectas y otros saurios ©


Se escuchó un fuerte estruendo, la onda expansiva terminó en segundos con los vidrios de las construcciones muchos kilómetros a la redonda. Quienes se atrevieron a mirar hacia el cielo vieron bolas de fuego que lo surcaban, oraron como si en la estela de aquellos ardientes aerolitos viniera más de uno de los jinetes del Apocalipsis. En los cráteres que formó el impacto de los fragmentos de lo que, en las noticias vieron, fue un meteorito, comenzaron a nacer crías de dinosaurio.



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Yoani Sánchez, la bloggera disidente, salió de Cuba; vino a denunciar que el régimen de su país mata de hambre a la gente: "a veces no hay más que algunas viandas que el gobierno te da por la libreta", dijo mientras la niña que extendía a su lado la mano se preguntaba qué tenía de malo su cuaderno que a ella no le daba de comer.

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"Corte en el suministro de agua en Iztapalapa", leyó atento el encabezado en el periódico y corrió a cerrar la llave de la regadera que dejó abierta desde la mañana.

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"Si la vida te da limones...", comenzó a escuchar cómo su madre hablaba; sintonizó la estación de radio y oyó "sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas"... "será que son de las agrias", contestó.

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Cuando despertó, supo que toda la vida había estado dormida; se lo dijo Tito acariciando su lomo saurio.   

La última misiva ©

¡Qué bonito era recibir cartas!, de esas que venían dentro de un sobre, con timbres postales, manuscritas. 

Si en mi infancia tuve algún amigo imaginario, entrando a la adolescencia tuve uno a distancia. Tendría al rededor de trece años cuando descubrí en las últimas secciones del Segunda Mano el mensaje de un chico español que deseaba tener amigos por correspondencia. 

Ese día me demoré más de lo acostumbrado en la papelería de la esquina; elegí sobres de colores, y un bolígrafo de tinta sepia y punto fino que se volvió mi preferido. 

Me gustaba escribir a mano, pero no sabía hacerlo en las hojas adornadas que adoraba, necesité siempre que fueran cuadriculadas para que mis letras no se inclinaran más de lo debido; desde entonces se me daban las pendientes, cruzaba el papel sin darme cuenta formando un abismo. 

Por eso, a mi amigo allende el Atlántico, le enviaba mis cartas en hojas que arrancaba de mi cuaderno, pero siempre agregué como regalo alguna sin palabras de aquellas que tenían en los bordes enredaderas. Supongo ahora que al destinatario le habrá parecido extraño encontrar dentro de los sobres una hoja sin texto, pero nunca me preguntó nada.

Era curioso eso del "amigo epistolar", así le nombraba mi madre que observaba divertida el empeño con que yo podía pasar horas escribiéndole a un perfecto desconocido que, página tras página, me contaba de su vida a cambio de que yo le contara de la mía; aunque no teníamos la más mínima intención de algún día visitarnos en nuestros lejanos países, yo solía terminar las cartas diciéndole "aquí tiene su casa". 

Las cosas entonces eran distintas: no había "redes sociales" y lo virtual tenía un significado diferente; a nadie se le ocurría que el intercambio de tinta fuera preámbulo de algo más. El asunto era escribir y saber, algunas semanas después, que aquellas palabras habían sido leídas por alguien que contestaba a ellas. No importaba lo que las cartas decían, sino escribir y tener un lector cautivo que siempre alabaría cualquier cosa escrita.

Durante años fui conservando los timbres postales de aquel distante amigo, las cartas también; un día dejamos de escribirnos, no sé quién de los dos envió la última misiva, pero recuerdo que no hubo reclamos ni el menor llamado a reanudar aquello. 

Supongo que ambos encontramos la escritura en otros sitios. Yo decidí hacerlo para mí en un Diario al que llamé Nardo, un pequeño librito encuadernado en azul al que amé indeciblemente; tenía una cerradura dorada y del mismo color eran las letras que en la portada anunciaban Mi querido diario. 

Por supuesto, a mi hermano mayor le tocó en suerte violar mi privacidad de aún niña, encontró la llave junto con el libro y se armó el drama consiguiente cuando, a la hora de la comida, él contó entre risas mi amor secreto por un chico mayor al que todas amábamos sin decirlo. Nunca lo dijimos, ninguna, nos limitábamos a pasar con nuestro uniforme de la Secundaria por donde él vivía todas las tardes; él ni nos miraba, pero cada día iba a parar su nombre rodeado de corazones a nuestros respectivos diarios (lo supe porque varias hicimos tal confesión en el "chismógrafo" de la escuela).

Hace unos días encontré su nombre en aquel diario. Sus cartas no, quizá terminaron en la basura durante alguna de las múltiples mudanzas, es difícil cargar con todo, usted comprenderá, espero que lo haga; los timbres los guarda todavía mi hermano: poco tiempo después de que dejamos de escribirnos, se volvió coleccionista de tales objetos y yo se los dí para que los colocara en el álbum que para él fue una especie de diario, creo, sigue en su librero como si fuera algo muy preciado.

Lo raro es que en mi diario su nombre estaba escrito por usted, quiero decir que la letra era la suya, también la tinta verde con la que escribía y que recuerdo claramente. No me lo explico, usted y yo no nos hemos visto ni en fotografía y de aquellas cartas que nos enviábamos han pasado más de veinte años.

Me sorprendió ver su nombre por usted manuscrito, pero más asombro me ha causado notar que cada día usted toma una nueva hoja del mismo y deja en ella nuevas cartas, escritas por encima de lo por mí hace tanto escrito.

La lectura se me dificulta: usted sigue teniendo una linda letra, redonda y bien alineada, pero se confunde con frecuencia entre los riscos de la mía, a veces se pierde por completo, sobre todo donde hay alguno de aquellos corazones (coloreado por dentro con crayones) para el chico que vivía cerca de mi escuela y que, de paso le cuento, se volvió funcionario de gobierno y es un gordo insufrible al que no sé cómo pudimos dedicarle tantos suspiros las estudiantes, arremagándonos las faldas para ver si así un día volteaba a vernos.

El asunto es que yo sé que usted trata de decirme algo y no acabo de entenderlo. Por eso dejo dentro del librito azul este mensaje, junto con una hoja blanca de bordes ilustrados en la que usted podrá, si así lo quiere, escribirme una última misiva (la llave, ya lo sabe, está dentro de la cerradura). También sé que usted es de calidad fantasma, no sé si ello le permite visitar tierras lejanas, pero aquí, como siempre, tiene su casa.

Aurora  


¡Qué manera de besarse en otoño! ©


No fue difícil seguirlos: se distraían el uno al otro lo suficiente como para que mi presencia (y cualquier presencia en realidad) les pasara por completo inadvertida. Salieron de la estación de Metro Auditorio, iban tomados de la mano. Pude haberlo planeado, pero la verdad es que mi decisión fue instantánea, tan rápida que hasta a mí me tomó por sorpresa. Tampoco es que tuviera alguna cosa mejor que hacer: esperaba y tendría que seguir haciéndolo por casi cincuenta minutos más, los mismos que llegué adelantada a la cita por la que me encontraba allí (tengo un serio problema con la relación tiempo-distancia y si me he vuelto “puntual” es porque exagero la previsión, de modo que no es extraña para mí la espera).
Cuando pasaron frente a mí, ahora abrazándose por la cintura, me atreví a hacer un cálculo rápidamente: podría ir tras aquella pareja treinta minutos y volver a tiempo para mi cita. Lo anterior evidencia el problema que he mencionado, pues lo lógico es pensar que si he de caminar treinta minutos de ida, sería necesaria la misma cantidad de tiempo para regresar al punto de partida; por fortuna, la intuición no computa de la misma manera y esta vez no fallé: no hubo treinta minutos de caminata, sino diez, más veinte de espera, ahora colectiva, todos en fila para ingresar al Teatro de la Danza.
Con la finalidad de observarlos mejor, y en vista de que yo no ingresaría a ver el espectáculo de flamenco que se anunciaba, me senté sobre los escalones del edificio que quedaba aproximadamente a un metro del costado izquierdo de aquella expectante hilera. Reparé entonces en su vestimenta, los dos de negro y ese azul tan chocante de las falsas turquesas: azul el traje sastre de ella y los aretes, negros la camisa, los zapatos y las medias; negro el traje de él y los zapatos, azul la camisa y el pañuelo que sobresalía apenas por encima del bolsillo frontal del saco.
Siempre he creído que los zapatos, cuando se miran con atención, dicen por dónde se ha caminado; no sé por qué en los de él vi oficinas sin alfombras y escritorios apilados, mientras que en los de ella, será por las coquetas cintas alrededor de los tobillos que los sostenían y por los músculos marcados de las pantorrillas, vi escenarios con duela y rastros de bailarinas. Tan distintos me parecían, que imaginé entre ellos un reencuentro de tipo reunión de compañeros de Secundaria, cuarenta años después: llegaron ambos a la cita con la vida desvencijada, lo suficiente como para valorar de una manera distinta la relación de no tuvieron a los 13 años (a ella él la parecía tan soso, a él la más loca de todas las cabras).
Como el resto de los compañeritos nunca llegaron, acompañaron el café del Saborns con los relatos de su vida: siguió estudiando ballet hasta que ingresó a la Normal, quería ser maestra, “siempre me gustaron los niños, pero me dejaron de gustar”. No quiso tener hijos, decisión que terminó en divorcio 14 años después de que se casó “de blanco, como debía ser”; formó parte del grupo de danza folclórica de la Normal y terminó como maestra de baile, “¡vieras qué bonito es el huapango!”. Él siguió los pasos de su padre, “Contaduría, en la UNAM, luego, cuando él falleció, me hice cargo del minisúper, sí, ese mismo, el que atendía mi papá”; se casó en Michoacán, en Maravatío, “la foto nos la tomaron en el kiosko de la plaza que está bien bonito”, tuvo tres hijos con su difunta esposa, “murió hace dos años… los hombres no sabemos estar solos y mis hijos están en sus cosas”. Él no sabía, ella no quería, hélos aquí.
Volviendo de mis especulaciones, pensé en sacar del bolso un libro para fingir que leía, pero la verdad es que no era necesario hacerlo: ellos seguían absortos en el universo de dos que habitaban y el resto de la gente, como yo ahora, los observaba. De reojo, con expresión asombrada, haciendo muecas de desagrado, sonriendo divertidos o francamente escandalizados, todos los mirábamos, mientras ellos se besaban con urgencia, profundamente, como si los dos cuerpos se hubieran vuelto bocas, sin ojos, sin manos, sin pies, dos lenguas trenzadas por varios minutos que nos dejaron a todos inmóviles frente a la peculiar danza para la que no compramos boleto; ritual de cobras en celo… fuera de temporada.
“¡Qué manera de besarse en otoño!”, pensé, no sólo porque el día anterior oficialmente se había terminado la primavera, sino porque a aquella pareja la rondaba el invierno. Cuando dejaron de ser sólo labios,  reparé en los cuerpos ajados: en las manos (morenas las del él, las de ella tan blancas) de piel delgada, frágil, con la textura de las hojas de lechuga que pasaron la helada; en los rostros marcados como mapas hechos a lápiz; en las arrugas alrededor de los ojos (azules los de ella, los de él tan verdes) y en el violeta de la media luna que bajo ellos menguaba; en el cabello encanecido de ambos (el de él alisado a fuerza de gel, el de ella coronado por un frondoso aplique de largos rizos también plateados). Un par de viejos enamorados en tiempos de hojas secas, de aceras doradas, como jacarandás sin flores, vaina pura, bellísimas ramas que en lugar de secarse, huérfanas de brote, se hicieron savia.

Diminuta e instantánea ©


Nació alrededor de una hora después de una tormenta, torrencial y oblicua, que entró de lleno por la ventana y mojó la alfombra de la habitación. En medio de la mancha húmeda apareció un diminuto brote vegetal; el pequeñísimo filamento enroscado le recordó la lengua de un camaleón y se sintió contenta al pensar que quizá por debajo de la alfombra nacía el bosque donde vio aquel bicho verde brillante cuando era niña.
No terminó de imaginar cuando el brote se desenvolvió con rapidez y en cuestión de minutos pudo distinguir en él una planta con tallos, hojas y un capullo, uno solo que se hizo flor de pétalos violáceos y pistilos del color del sol. Como era de suponerse, en dos parpadeos la planta se secó; había muerto y de la humedad en la alfombra no quedaba el menor rastro.
Varios días intentó repetir la experiencia: regaba el pedazo de alfombra como si de una maceta se tratara. Consiguió una fina capa de humus que al principio le pareció prometedora, pero que después encontró no sólo inútil sino incluso peligrosa. Desistió. Desde entonces deja la ventana abierta: espera que alguna tormenta, torrencial y oblicua, vuelva a dejar en su alfombra la semilla de una flor diminuta e instantánea.

El rincón ©


Si no fuera porque está lloviendo, escribiría ahora mismo en aquel lugar, el sitio que prefiero de mi casa. Sucede que sobre él hay una gotera, pequeña cascada casera que lejos de agobiarme me hace sentir feliz. Podría, pienso en este momento, sentarme bajo el agua con mi sombrilla transparente-con-estrellas-blancas, de cuarenta pesos, adquirida en un semáforo tan esquina como mi rincón, pero es complicado escribir al tiempo que la sostengo. En fin, que no, que me quedo en el dormitorio y desde acá me obligo a recordar ese espacio que esta noche me es prohibido por causas de afluente mayor. No es la primera vez que hago tinta a propósito de ese lugar, escribí algo al respecto cuando el rincón se vio colonizado por un árbol:

El verano pasado creció un árbol en la cornisa del edificio. A pesar de que hundió las raíces lo más que pudo, horadando el techo en busca de algo que no fuera cemento y yeso, sólo alcanzó a hacerse rama; una sola, bífida. Como horquilla leñosa que recoge el cabello del día, se mantiene ahí, cadáver, no conserva las hojas. Hace un par de semanas comenzó a llover; en la esquina de la sala se formó una gotera: clac, clac, se escuchaba con precisión de relojero, clac, clac, insistía en caer el agua sobre la maceta. Supervisamos el techo: no había nada que explicara la lluvia por dentro. Pocos días después cayó un pedazo de yeso, dejó desnudo el cemento; asomaron por el hueco las raíces, las más pequeñas, hilachos vegetales sin vida conduciendo el agua con precisión, como si lloraran la ausencia que antes les causara la muerte. Aunque difunta, resultó ser cauce la rama. Clac, clac, se sigue escuchando en la sala; dejamos de regar la planta de la maceta: mejor que por ahora viva bajo el pedazo de cielo, regaló de aquel árbol que formó aguacero. 

Cuando lleguen las secas, me prometía entonces, repararé el techo sin arrancar las raíces que nos hacen arcilla, “polvo fuimos, no será en polvo que nos convertiremos”, me dije. La verdad es que arribó un nuevo verano, con el sol vinieron algunos cambios: moví la maceta a la esquina de enfrente, ahí donde la sombra la resguardara y en su lugar coloqué un puff rojo-de-textura-suave, tan gota como la lluvia nacida en cautiverio que acecha en mi rincón; ahí es donde me siento a leer, obviamente cuando no está lloviendo.
El sitio que prefiero de mi casa es un fragmento; quiero decir que no es una pieza completa, sino un pedazo de la estancia. Como buen rincón, hace esquina; el vértice lo forman el muro principal de la sala y el lado izquierdo del ventanal. No es raro que prefiera la ubicación hacia el Sur, ni que una de las paredes sea transparente: algo afuera me llama, no lo suficiente como para desear estar del otro lado, pero sí con el afán de quien atisba el mundo con frecuencia. Cuando me siento ahí, recargo la espalda en el último tramo de la pared que es blanca y mi costado derecho se limita con el final del sillón más grande de la sala, de- tres-plazas-rojo desde que cambiamos el tapiz original tan desecho como los retazos de vida que quedaban poco antes de la penúltima mudanza. Frente a mí, lo suficientemente cerca como para tocarlo con los pies si me estiro, queda el perfil de un mueble difícil de clasificar: una suerte de cómoda larga con puertas corredizas,  recubierta por completo con mosaicos de madera, herencia obligada de mi madre que no supo qué hacer con ella.
La “cómoda”, incluso vista de lado, me recuerda el andar de mi familia materna: al fin son gitanos, en cada mudanza llevan consigo la caravana completa. Eso es exactamente lo que pasó cuando era niña: llegamos a Ciudad de México trayendo hasta el último de los objetos que amueblaban una casa enorme en Zacatecas y los metimos en un espacio mucho más pequeño, para luego repartirlos entre los tres departamentos que ocupamos con los años mi madre, mi hermano y yo. Así, aquellos muebles de “marquesita” (“un estilo de carpintería precioso que ya no se hace”, diría mi madre) dejaron de hacer conjunto y andan dispersos: en la casa materna el comedor, con todo y trinchador, los sillones y la mesa de centro; en la de mi hermano el escritorio y una mesa para jugar ajedrez (sí, adivinaron, con los cuadros del tablero hechos en madera de dos tonos distintos); en mi casa, la bendita cómoda aquella que no hace honor a su nombre y la cantina (“cuidado y se deshagan de ellos”, sentencia mi madre, lo que explica por qué los seguimos teniendo, aunque dejamos a las polillas la tarea, si es que un día se animan, porque mi madre tiene razón: “son de una madera que todo lo resiste”).
Adentro de la “cómoda-preciosa-y-resistente-que-ya-no-se-hace” y que hay que mantener como herencia mientras las polillas sigan renuentes porque no es tan nada como algo ese pinche mueble, hay pocas cosas, muy pocas: velas e inciensos: Arriba, en el centro, el altar, o algo que yo llamo de esa manera: un contenedor cuadrado de madera negra lleno con piedras y caracoles (de mar, de río y de desierto) que he recogido en mis andares (tengo algo de los gitanos y sus caravanas); un espejo redondo de obsidiana sobresale del pedregal y sobre él se sostiene una tupa antigua que traje del Perú. En el centro de todo aquello coloqué una pelota de madera (perfectamente redonda a pesar de haber sido hecha con navaja por un jovencito rarámuri que me la regaló luego de que su equipo ganara la carrera en la que fue usada) y un pequeño plato de madera (intercambiado por tres collares de chaquira en el córima que entablamos Kandra y yo en la Sierra Tarahumara).
Ahí, en ese altar, cuando hay luna llena, dejo “serenando” el cuarzo del tamaño exacto de la mitad de mi palma que me acompaña, de-nueve-cortes-rutilado-con-vetas-de-oro, diminuta galaxia tan caracola pétrea como los espirales sonoros del Urubamba. Ahí, en ese altar, a veces pongo una veladora blanca y un vaso con agua para mis muertos; enseñanza de mi abuelo paterno que no era gitano, pero igual iba en caravana: lo acompañaban sus difuntos, sin pesar, como yo ahora lo llevo. El rincón, como verán, conduce a muchos sitios porque es entrada: desde él lo mismo se observa la sala o una acera por fortuna arbolada, que el terreno de los sueños y el camino de los muertos, ambos bienvenidos siempre en esta casa.