Menstruo ©

Hace tiempo me pidieron que escribiera sobre la menstruación, sobre la mía, pero yo poco tengo que decir en exclusiva: como la mayoría de las mujeres, llevo conmigo dolores enigmáticos, misteriosos, llenos de algo que se siente como vacío. Las mujeres los traemos en los ojos, en la manos, en los vientres, en las piernas, en los senos, sobre nuestras espaldas. No, no cargamos el mundo, vamos junto a él. Eso, señores, suele ser un tanto doloroso. 

La vida femenina es marcadamente cíclica: para nosotras no hay cambios que pasen desapercibidos, todos y cada uno llegan con su cuota de dolor. Pero no crea usted que sufrimos la vida o que vamos por ella agobiadas por lo que nos duele. No, es sólo que vamos junto a ella. 

Para nosotras, la luna llena no es lo mismo que la nueva; alguna de ellas coincidirá con las mareas de nuestros cuerpos: sabemos bien cuándo crecemos y cuándo menguamos; sabemos también que ni crecer es por sí mismo bueno, ni menguar es por sí mismo malo. Es, sólo es, nosotras sólo somos, incluso si no estamos.

Las mujeres vivimos el dolor de una manera distinta. Hay poca tragedia en ello: de tan frecuente deja de ser noticia. Para nosotras, cada mes, durante la mayor parte de nuestras vidas, el dolor se asienta como podría acurrucarse un cachorro adormilado junto a su madre. No es un dolor que alerta, no indica enfermedad ni peligro, es sólo la señal de que vamos de la mano con la vida, de que vivimos, de que estamos, de que somos.

Es un dolor entrañable, de entraña, sí, pero también del alma que en las mujeres suele ser colectiva: desde antes, de más antes que el antes, las brujas han llenado nuestros días sangrantes con infusiones y semillas. Nada hay más sublime que la menarca de una chica acompañada de su madre; en un dos por tres, aparecen las bolsas de agua caliente con manzanilla para asistir a la hija adolorida que le recuerda lo mucho que está viva. No hace falta, el dolor pasará como baja la marea, igual.

Menstruar es como tener en casa un fantasma que aparece cada mes para tomar el desayuno con nosotras: nada hará que pase desapercibido, no intentaremos correrlo, puede incluso alegrarnos la visita; le dedicaremos el tiempo: viene a recordarnos algo que no es posible escribir, un secreto vital que todas las mujeres conocemos pero de la que ninguna sabe la manera de compartirlo.

Las mujeres menstruantes somos un misterio, llenas de algo que se siente como vacío. La sombra de aquel dolor seguirá en las manos, en los ojos, en los senos, en los vientres, sobre las espaldas, en las piernas que nos sirven para andar junto al mundo; se mantendrá ahí cuando no haya más meses de menstruo, porque el mundo es el cachorro que se acurruca junto a nosotras hasta el final de nuestras vidas; eso, señores, suele ser un tanto doloroso.