Memorias crónicas (Tercera parte)©

-¿Has visto algún zapato?- me preguntó una periodista estadounidense que rondaba por Chenalhó y se presentó en la clínica del lugar donde yo intentaba organizar algunas cosas.

-¿Un zapato?

-Sí, un zapatista.

-¿Les dicen zapatos?

-Es una manera graciosa de llamarlos.

-Ya veo. No, no he visto ningún zapatista. 

La verdad es que el diálogo me dejó perpleja. Los siguientes días entendí aquello de "los zapatos": no era una forma graciosa de referirse a los integrantes del e-zeta-ele-ene, sino una muy despectiva acostumbrada por quienes se consideraban sus contrarios, algo frecuente en la cabecera municipal de Chenalhó que era primordialmente priista. 

Es cierto también que yo nunca había visto a un zapatista, al menos no sabiendo que lo era. A los zapatistas los vi muchos años después, en la Escuela Nacional de Antropología, cuando se hospedaron ahí en 2001 y fui a dejar alimentos. Recuerdo muy bien que me reía pensando que los estudiantes que resguardaban a los zapatistas parecían todos comandantes: no había manera de acercarse casi ni a la entrada, y la verdad es que no lo intenté. Si vi a un zapatista fue porque al irme un hombre con pasamontañas estaba cerca de la reja por la que pasé cuando ya me iba; la pipa me confirmó que era un zapatista, el más famoso de ellos, el más mediático: Marcos.

Unas horas después regresó la periodista a la clínica. No venía sola, acompañaba ella al presidente municipal junto con otros tres hombres. Estaban ahí para avisarnos que al día siguiente se haría una consulta y que en la clínica pondrían una urna para que la gente votara. No tenía idea de qué consulta hablaban, pero de inmediato explicaron que se preguntaría si las personas estaban o no de acuerdo con la distensión del conflicto. El presidente municipal dijo "distensión del conflicto" con dificultad, era evidente que el vocabulario que usaba le era extraño, una frase institucional aprendida ese mismo día, lo más probable es que al recibir la instrucción que nos comunicaba.

Como hacía todos los días, por la tarde regresé junto con los médicos y las enfermeras en una ambulancia a San Cristóbal de Las Casas. No podíamos quedarnos a dormir en ningún otro sitio porque en tal caso la institución que nos empleaba no se haría responsable de nuestra seguridad. Esa era la misma razón que daban para enviarme a Chiapas los lunes y regresarme los viernes, y también para enviarme en avión de Tuxtla a San Cristóbal, un gasto en hospedaje y traslados que me parecía excesivo e innecesario, sobre todo cuando las ambulancias estaban prácticamente desvalijadas y en las clínicas hacían falta hasta gasas.

Me habría gustado intercambiar opiniones con los otros miembros de las brigadas sobre la consulta de la que nos habían informado, pero no podía hablar abiertamente con nadie sobre mi simpatía por el e-zeta-ele-ene sin ponerme en riesgo. Por fortuna lo intuí desde el primer día. A fin de cuentas el ISSSTE no deja de ser una institución gubernamental. Que las brigadas médicas hacían una labor que pretendía legitimar las acciones de gobierno fue algo que pensé mucho después, no sin sentirme confundida: eso de que de buenas intenciones está empedrado el Infierno no es una idea sencilla cuando se es tan joven como yo lo era.

Esa noche en el noticiero vi lo de la famosa consulta, y si bien era ingenua no lo era hasta la desmesura, así que tuve claro que la intención era que el gobierno pudiera decir que la mayor parte de la población indígena en Chiapas estaba inconforme con el levantamiento zapatista. Harían por eso una votación, con boletas en las que únicamente se preguntaría si el votante estaba o no de acuerdo con "la distensión del conflicto". Me dormí pensando que la mentada palabrita "distensión" ocultaba una mucho más contundente: "represión". 

Sabía que no podría oponerme a que se colocara la urna en la clínica y mucho menos mostrarme inconforme abiertamente. Sabía también que no podría hacer gran cosa para evitar algo que me rebasa por completo, la represión del gobierno vendría de cualquier forma. Pero yo no estaba dispuesta a ser partícipe de eso, no podría evitarlo pero aunque fuera sólo para mi conciencia encontraría la manera de no ayudar; no hacer también es resistencia. Ya vería cómo: caminos para salirse de la vía principal siempre hay, y si no hay camino se hace vereda.

Memorias crónicas (Segunda parte)©

La idea de realizar mi tesis sobre los sueños de las tejedoras tz'utuhiles se fue diluyendo con los años. Me había alcanzado un golpe de realidad en cuanto manifesté esta idea en mi casa: "¿Y de dónde sacarás el dinero para hacer varias temporadas de campo en Guatemala? Para hacer toda una investigación requieres de varias visitas y no es barato eso de andar cruzando a cada rato la mitad de este país, la frontera, y otro buen trecho de otro país", señaló mi madre que es experta en colocar los pies de cualquiera sobre la tierra. "Además, ya estás en el último semestre y más te vale comenzar a hacer la tesis, no tienes tiempo para andar tan lejos", arremetió con la estocada definitiva. Aquel semestre lo pasé imaginando temas de investigación:

-Haré mi tesis sobre algo de la comunidad gay.

-¿Eres gay?- preguntó mi madre con genuina curiosidad y ninguna preocupación.

-No, pero sí los amigos con los que luego me voy de fiesta y puede ser un tema interesante. No sé, pienso que estudiar las redes de apoyo con las que cuentan...

-Lo que quieres es la fiesta, hijita.

-La verdad sí.

-No vas a hacer gran cosa. Y para seguir de fiesta no necesitas inventarte una investigación.


Como casi siempre, mi madre tenía razón. Dejó de parecerme buena idea lo de estudiar algo con relación a la comunidad gay, no porque no sea interesante y necesario sino porque en realidad mis amigos fiesteros no ayudarían mucho a que terminara la tesis: no los veo tomando en serio mis entrevistas y por eso mismo los quiero. 

Se me ocurrió después que podría hacer la tesis sobre la comunidad italiana en Puerto Escondido. La respuesta de mi madre fue una de esas miradas que lo dicen todo: si con los amigos que iba cada fin de semana a los antros gay de la ciudad no haría una tesis, mucho menos la haría en Puerto Escondido y rodeada de italianos. 

Había pasado los años de Licenciatura con un ejemplar del periódico La Jornada en las manos, era en sus páginas donde leía los comunicados del e-zeta-ele-ene y las andanzas de aquel entrañable escarabajo llamado Don Durito de La Lacandona; era fan, al grado de comprar los libros de Marcos cuando se editaron. Un par de mis compañeras hacían su tesis sobre Los Caracoles, las comunidades autónomas que comenzaban a formarse en Chiapas. Yo me había puesto práctica y terminé haciendo una investigación en el pueblo de mi abuelo sobre un tema que entonces no me entusiasmaba, aunque fue donde inició mi interés por la antropología médica. 

Título en mano tuve otra de mis ocurrencias: me iría a estudiar Literatura a Bogotá, al Instituto Caro y Cuervo. Por supuesto, había un colombiano de por medio, uno con el que hoy agradezco muchísimo que no prospera la relación. Pero no fue por eso que no me fui a Colombia, sino porque mi padre consideró que era pésima idea ir a estudiar a un país que en ese momento vivía la pesadilla de la violencia ligada al narcotráfico, aunque años después la superaríamos con creces en México.

No recuerdo bien cómo fue la conversación con mi padre, pero sí que en un momento, con la intención de que no me dijera más, argumenté que no me quedaría en México porque no tenía trabajo para quedarme y en Colombia podía estudiar becada. Práctico y realista, como es mi padre, al día siguiente me llamó para decirme que por la tarde tenía yo una cita de trabajo con un funcionario del ISSSTE. El romance con el colombiano iba en picada, así que no me resistí mucho: obtener el empleo era un buen pretexto para no irme sin tener que confesar a mi madre lo que ella sabía, o sea que el colombiano era la razón ocurrente y que no había realmente ninguna otra para cumplir ese plan. 

Acudí a la cita. Llegué puntual. La secretaria del funcionario me pidió que esperara. Esperé una hora. Como el funcionario no llegaba decidí marcharme. Le dije a la secretaria que me iba y que por favor le dijera al señor que lo estuve esperando. La secretaria me miró con sorpresa. Tiempo después entendí que no era usual que alguien que iba a pedir trabajo no esperara por horas, incluso por días, a un funcionario: vi muchas veces en el mismo sillón donde yo había estado sentada a personas con la esperanza de poder concretar una cita, escuché muchas veces cómo aquella secretaria les decía que el doctor no había llegado mientras él se escabullía de las oficinas por un elevador que no era visible desde la antesala...

En cuanto llegué a mi casa sonó el teléfono: la secretaria del funcionario llamaba para pedirme por favor que volviera, que el doctor ya había llegado y me esperaría. Regresé. El funcionario me miraba divertido, le hacía gracia que yo me hubiera ido. Para él eso era muestra de que yo no era "como los demás", siempre dispuestos a casi cualquier cosa por obtener su ayuda. Confieso que yo ni idea tenía de los usos y costumbres de la burocracia gubernamental, si me fui fue porque jamás imaginé que hacerlo era una afrenta, una que curiosamente me beneficiaba. Desde entonces sé que las personas con poder desprecian a quienes les hacen loas y que algunos respetan a quienes se niegan a rendir esos tributos simbólicos.

-Eres antropóloga, ¿verdad?

-Sí.

-No creo que te guste mucho estar en una oficina.

-Pues, no, me parece que no es algo que pueda gustarme.

-¿Qué se te ocurre que puede hacer un antropólogo en el ISSSTE?

-Antropología médica.

-¿Y eso qué es?

Me extendí en la explicación. Supongo que lo hice bien porque lo siguiente fue una propuesta concreta:

-¿Estás enterada de lo que sucedió en Acteal?

-Sí, claro.

Vaya que estaba enterada. Enterada e indignada. El horror, la saña, los detalles escabrosos de lo sucedido a miembros de Las Abejas me había tenido en vilo por varios días. Recuerdo que me impactaron mucho los testimonios de los sobrevivientes; uno de ellos nunca lo olvidaré: "a las mujeres embarazadas les abrieron el vientre, gritaban que no había que dejar semilla".

-A raíz de eso hay mucha población desplazada de sus lugares de origen en Los Altos de Chiapas. La Secretaría de Salud ha dispuesto brigadas médicas para atender a esa población. El ISSSTE enviará algunas brigadas, sería bueno tener una antropóloga que acompañe a los médicos y los asesore en cuestiones culturales. Trabajarías allá, ¿qué te parece?


Me pareció muy bien . Mi primer trabajo en forma hizo que durante casi un año viajara todos los lunes a San Cristóbal de Las Casas y regresara a la Ciudad de México todos los viernes, cada día entre semana lo vivía en algún poblado de Los Altos de Chiapas y terminaba con un buen café. ¿Podía pedir más?

Las experiencias junto a las brigadas médicas contrastaron siempre con la hermosura de los bosques neblinosos de Chiapas; la miseria es horrible incluso donde hay bellos paisajes. Sí, sí podía pedir más: quería (y aún quiero) un país distinto; creía (y durante mucho tiempo lo creí) que el e-zeta-ele-ene podía cambiarlo. 

Imagen tomada de: https://www.cityexpress.com/blog/un-viaje-al-corazon-del-bosque-de-niebla-chiapas

Memorias crónicas (Primera parte)©


Crucé la frontera el 1 de enero a media tarde. Había terminado una de las primeras prácticas de campo que hice siendo estudiante de la Licenciatura de Etnología. Regresaba a casa sin más que el dinero para pagar un café y algún pan, una noche en el hostal y el boleto del avión que me devolvería a la mañana siguiente a la Ciudad de México. 


Había pasado un mes en Guatemala, a orillas del Lago Atitlán que incluso años después siguió apareciendo en mis sueños con las aguas bordadas. Pensaba en la posibilidad de hacer mi tesis sobre los sueños que aseguran tener las tejedoras tz'utuhiles de San Pedro y que luego plasman en maravillosos textiles.



Hacer trabajo de campo en una localidad donde más de la mitad de sus habitantes habían sido asesinados no fue fácil. Las fotografías de hombres y mujeres en las paredes del palacio de gobierno local daban testimonio de las masacres que llevaron a los sanpedrinos a sacar al ejército de su poblado y a hacerse cargo ellos mismos de su seguridad. 



Las tejedoras con sus telares amoldados a la cintura hilaban lo que habían soñado: patrones coloridos, trazos del universo y sus confines. Me sentaba cerca para observar su trabajo y pescar al vuelo los fragmentos en español que me lanzaban mientras entre ellas hablaban en su idioma. A veces me parecía difícil distinguir los hilos entre sus manos de los que se asomaban por trechos entre sus trenzas.



Mezclaba yo junto a aquellas hilanderas los sueños y las telas, como si la lana proviniera de algún lugar en su interior; de algún modo era así: se hacía hebra en su cabeza mientras dormían, bajaba después a las entrañas para entintarse y sólo cuando eran una misma criatura tejedora y telar los hilos de colores aparecían entre sus manos. 



Maximon, el Santo que se fugó de la Iglesia estaba por todas partes. De noche sobre todo, me aseguraban. Hay que andar con cuidado porque Maximon tiene muchas mañas, fuma y bebe, “y si te mira canché y colocha te le puedes antojar”. Un carpintero me regaló una figura de Maximon, tanto preguntaba yo por él que decidió hacerme uno para que me cuidara. 



-¿Pero cómo me va a cuidar?, de él me dicen puras cosas malas.



-No creas mucho, hace maldades pero también cura. Eso sí, hay que tenerlo en su casa y contento, darle su cigarrito y sus copitas, porque antes de ser santo fue un hombre malo, un ladino.



El resto de las historias me estremecían. San Pedro Atitlán formó parte de lo que hoy se reconoce como genocidio. Pueblo chico, al fin y al cabo, los muertos no eran desconocidos: asesinaron a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, a sus primos, a sus compadres, a sus amigos. Los mataron en la milpa, en la plaza, en la tienda, los mismo de día que de noche, en la tarde, de camino al monte o a su regreso. 



-El ejército nos emboscaba. 



-¿Por qué? 



-Por matarnos. 



-¿Pero por qué razón mataban a la gente?



-Los soldados no necesitan razones. Decían que buscaban guerrilleros pero mataron niños y mujeres. A las mujeres las violaban primero. Mataban parejo, mataban por matar. Hasta que nos juntamos todos y los sacamos del pueblo.



A mi regreso cargaba la mitad de mis cosas porque las de la otra mitad las obsequié a quienes me las habían pedido, pero traía también conmigo esas historias que no eran mías… y pesaban. 



Luego de encontrar hostal para pasar la noche me senté en una cafetería en el centro de Tapachula para cenar ligero porque no alcanzaba para más, ya comería bien en mi casa al día siguiente. Alcancé a pedir un café cuando se me acercó un muchacho, traía una guitarra. 



-¿Te canto algo?



-Te diría que sí, pero no traigo dinero para pagarte, apenas me alcanza para el pan ahora, ya cuando llegue a mi casa comeré algo más. 



-Así ando yo también. No traigo nada. Pero mi casa está bien lejos, soy de Costa Rica, ando sin papeles. Me quiero regresar pero no puedo, no tengo con qué ahora. 



-Un café sí te invito, siéntate



-¿Y tu pan?



-Me alcanza para mi café, otro para ti y el pan lo partimos en dos. 



Siguió una larga charla que a él le sirvió para desahogarse, según me dijo, y a mí para dejar de pensar en los muertos que había del otro lado. 



Por la mañana, cuando salía del hostal para ir al aeropuerto el muchacho de la guitarra estaba en la puerta, me esperaba. 



-“Oye, ayer salió una serenata y me pagaron. ¿Tienes tiempo?, te invito a desayunar y te acompaño al aeropuerto.



-¿Cómo crees? 



-Así nada más, creyendo. Anda, ayer me invitaste un café y yo nadita había comido, acéptame la invitación.



-Está bien, pero vamos ya porque tengo que llegar al aeropuerto y ni sé cómo irme. 



-“Yo te llevo y hasta aprovecho para echarme unas cantadas”. 



Así fue: luego de desayunar llegué al aeropuerto en camión y entre canciones con erres arrastradas de un tico ilegal que espero haya podido volver a su casa.



Ya en el avión agarré un periódico. Sólo entonces me sorprendió la noticia con la que el día anterior había despertado el país ese recién nacido 1994: un ejército indígena se había levantado en armas. 



Recuerdo una caricatura: Carlos Salinas de Gortari, entonces Presidente de México, levantaba una copa para brindar por el inicio del Tratado de Libre Comercio; una bala atravesaba la copa. 



El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, el e-zeta-ele-ene, hacía presencia. ¿Quiénes eran?, ¿de dónde habían salido? 



Se me mezclaron las historias sobre indígenas rebeldes y territorios autónomos, San Pedro Atitlán en Guatemala y Los Altos de Chiapas en México. 



Los muertos propios vendrían después, ya no serían el recuerdo de una temporada de campo en un país que no era el mío, comenzaría a encontrarme sus historias sin cruzar fronteras.

Imagen tomada de: http://espirituviajero.com/lago-atitlan-guatemala-corazon-del-pueblo-maya/

Un árbol en las tripas @

Ilustración: "Mujer-árbol" de Stefano Morri.

"No hay que comerse las semillas de las naranjas porque te crece un árbol en las tripas", solían decirme cuando yo era niña. Lejos de asustarme, la posibilidad de albergar dentro de mí un árbol que diera naranjas me entusiasmaba; pronto tuvieron que explicarme la mentira porque desde que me la habían dicho yo ponía especial atención en tragarme las semillas, incluso las juntaba para luego pasármelas con agua como si fueran píldoras.

Me decepcionó saber que en realidad el potencial naranjo era aniquilado al interior de mis entrañas, pero no dejé de pensar que era linda la idea de tener en la panza hojas, ramas, flores y frutos, de llevar por dentro un jardín al que luego en mis letras agregué montañas y acantilados, lagunas, ríos, mares, selvas completas. 

Me pienso siempre resguardando el paisaje que soy, escombrando las cuevas que descubro en alguna de las incursiones tierra adentro: si polvo seré, me digo con frecuencia, he de ser uno lleno de semillas que broten un día cualquiera, cuando ya no esté yo en este mundo, pero quizá sí alguna palabra caída como las flores cuando hay tormenta. 

Me gustaría que mi recuerdo fuera naranja en las tripas de alguien que como yo se negó desde niño a cultivar miedos, que supo tragarse como píldoras los propios para aniquilarlos en un sitio de su interior incierto, que suele irse de excursión tierra adentro, que halla cuevas recién abiertas que escombra antes de sentarse un rato a mirar lo que de sí ha hecho.

Confieso: sigo comiéndome las naranjas con todo y sus semillas, sigo creyendo que no está mal intentar el huerto, incluso cuando de antemano sepa que no es posible; las utopías también dan flores, ramas y hojas, jugosos frutos para el hambriento. 



Si mi casa fuera@

Si como Pita Amor he sido mi casa, he de decir que los techos se me derrumban con frecuencia, que suelo claudicar ante mí, desvencijada cuando la melancolía se apodera de la habitación principal de mi existencia. Pero donde cae el techo, entra el sol y yo sé mirar al cielo. 

¡Métafora jodida!, la casa es lugar común y existir el más habitual de los objetos que la decoran; al final se nos hace la vida ornato: en un descuido terminamos sembrados en un pedazo de poliestireno como las flores de plástico.

Si antes supe hacer de mis heridas el más permanente de mis conocimientos fue porque reconocerme en los pedazos era vital para la construcción a la que todo lo que ha sido devastado a destiempo está obligado. 

No sólo supe encontrarme cada porción lastimada: no eludía el dolor y si el olvido sobre él se había posado sin darme cuenta me daba a la tarea de recordarlo con la mayor precisión posible. Me hice experta: sabía cortar con exactitud sobre la cicatriz sin dejar ni seña, haciendo que fuera la misma herida que tuve antes para verla sangrar del mismo modo en que recién nacida debió sangrase.

No derrumbé los muros, no es mi estilo, los recorrí con paciencia quirúrgica y actué en consecuencia. Pasé las palmas de mis manos por cada pared hasta notar cambios en la temperatura. Aprendí a escuchar el murmullo del agua fuera de cause de las tuberías dañadas. Encontré no pocas madrigueras y logré hacer huecos sin comprometer estructuras. Coloqué trampas y capturé mis miedos.  

Del cascajo levanté ruinas, "éstas que ves", diría Jorge Ibargüengoitia. No hay sitio alguno en mí del que me arrepienta, incluso encontré gusto a mostrar de lleno las cicatrices, al fin y al cabo hay vestigios cuyo valor nos representa. 

Luego me dio por alumbrar cada espacio, dolido o no: es bueno que esté clara la diferencia, conocerse palmo a palmo, no dejar para después el lugar que se niega a ser visto, alumbrarlo hasta el punto de enceguecerlo.

Si la casa está bien, lo que sigue es el patio; tierra y semillas, agua cada tanto. Una casa con plantas da cabida sin pretextos a la alegría. ¿Quiere saber si estoy bien?, ¡míreme cultivando!, ¿quién podría ser su casa entristecida si se volvió de madera y está florecida?  

Lechuza@

Tener un pájaro herido dentro del corazón puede ser un verdadero calvario: como trae las alas quebradas recuerda que también tiene uñas y se vuelve gato. Tener un gato enfurecido en el corazón, ¡madre mía!, no lo deseo para nadie, en especial no lo deseo para mí que lo traje algún tiempo alebrestado... ¿De dónde salió esa criatura que maúllaba alada, que rasguñaba en dos patas, que me rompía por momentos?, nunca supe si era ave o felino, o las dos cosas.

"¿Qué te duele?", me preguntaba; desde el otro lado del espejo respondía con un maullido y el crujir de las plumas que se me habían resecado. Me dolían las patas del gato y el pico del pájaro, me asustaba la furia de ambos cuando eran uno en ella, me enojaba no saber de dónde provenía esa fauna rara y funesta.

Me arme de valor y un día hice el reto: "entonces, ¿qué?", me dije frente al espejo. Respondí con certeza inusual: "¡ya verás!, descubriré cada palmo de mí hasta encontrarte para mirarte de frente, ¡así sea necesario volverme jirones!; te llamo pájaro o gato porque de ti escucho algo que se les parece, pero nada se ve, no me encuentro los bigotes ni el canto". 

Nada hay más difícil que mirarnos la sombra: aluzamos el rincón donde se esconde, camaleón de partículas luminosas; para verla hay que aprender a mirar de noche, como los gatos, y a tomar con las garras presas escurridizas, como las aves nocturnas. Por eso me sostuve en el insomnio con disciplina cuando tuve que rearmarme: cometí rapiña y me hice lechuza.

Las cosas de mi abuelo (sexta parte)©

Mis tiempos de niña están llenos de sabores, todos ellos ligados al dulce recuerdo de mi abuelo. Las personas que lo conocieron aseguran que mi abuelo era tan bueno como el pan; y sí, lo era, pero no como cualquier pan: su bondad era como el pan rústico de su pueblo, con olor a leña, de textura suave pero no liviana, de sabores fuertes más que delicados.

Incluso luego de años de vivir en la ciudad mi abuelo no dejó de ser un hombre de campo. Por eso para él la virtud de la comida estaba en que fuera nutricia, un buen alimento para el cuerpo más allá del placer que, sin embargo, él encontraba en verdad gustoso cuando comía. ¡Nunca he visto a nadie comer con tanta alegría como a mi abuelo!

Para mi abuelo no había peor traición que la del engaño culinario: el pan de caja comercial le parecía una estafa malévola, solía aprisionarlo entre los dedos milímetro a milímetro hasta dejarlo tan delgado como una hostia; decía entonces con real indignación: "¡puro aire!, pan de nada". El café instantáneo era criticado sin falta en caso de aparecer sobre la mesa: "Noescafé, debería llamarse esta agua de calcetín", sentenciaba con decepción.

Nada más llegar al arco que anuncia la entrada al "Relicario de amor" que es para sus paisanos Santa Ana Tianguistengo, el pueblo de mi abuelo, nos hacía bajar del camión para comprar en la primera tienda una fruta de horno. Las galletitas de maíz espolvoreadas con azúcar se amontonaban dentro de una cristalera sobre el mostrador, eran extraídas con sumo cuidado por el dependiente con ayuda de una pinza para pan y puestas sobre un cuadro de papel estraza. Cuando cada quien tenía la preciada golosina en su poder echábamos a andar rumbo a la casa que nos esperaba para alojarnos. 

No concibo hasta la fecha esa caminata sin la compañía en el paladar de la masa grumosa de aquellas galletas; sólo entonces podíamos sentir que habíamos llegado y yo olvidarme del mareo que me provocaban las múltiples curvas de la carretera, a pesar del limón que mi abuelo me hacía comer durante el viaje, a pesar del juego en el que me aventuraba guiada por mi abuelo: "mira bien lejos, hasta el último árbol, así no te mareas".

En su pueblo, mi abuelo visitaba casas como se visitan iglesias, religiosamente aparecíamos en cada una de las de sus parientes. En otro lado he contado que mi abuelo solía llevar plantas medicinales a la gente de su pueblo, pero hace falta decir que, a cambio, él y nosotros recibíamos viandas diversas. No había vino de consagrar pero eramos bendecidos por el aguardiente de mora y por la mezcla divina de queso, masa y azúcar de los "cielitos".

Por las mañanas, mi abuelo no perdonaba un buen café con leche, los huevos revueltos con pemuches (flores del colorín) y un par de enchiladas bañadas en salsa de chile guajillo y con queso fresco por encima. Hacia la tarde, su guiso favorito era el pollo con xala (pipián de semillas de calabaza) con frijoles de surco aderezados con hojas de aguacate, todo eso acompañado de tortillas hechas a mano, salsa de molcajete y las suculentas gorditas de alverjón con hierbabuena. En la noche no podían faltar los tamales. 

Los jueves, día de plaza en Tianguistengo, el festín era obligado. Si hacía calor, íbamos en busca de quien vendiera axocol (agua de piloncillo con hojas de naranjo y maíz); bien frío curaba hasta el alma. No había poder humano que hiciera que mi abuelo renunciara a comer una segunda porción de zacahuil (el enorme tamal de la huasteca, de maíz martajado y cocido en horno con leña). Mi abuelo le hacía los honores a su pueblo comiendo.

En la Ciudad de México, de mi abuelo tengo otros sabores en la punta de la lengua: el de las gomitas de regalíz, el de los caramelos anisados y el del ruibarbo; no concibo el tipeo de los escribanos de la Plaza de Santo Domingo sin recordar a lo que sabía la cerveza de raíz. Mi querido abuelo era como un mago nutricio: de sus bolsillos aparecían dulces, frutas y semillas. Ofrecía las golosinas como quien aparece un conejo del fondo del sombrero, con la misma expresión expectante de la felicidad que en mí produciría: "te traje un higo", decía, y yo saltaba literalmente de alegría. Heredé de él la costumbre de meter en mi bolsa alimentos extraños (ahora mismo un dulce de camote hizo estragos dentro de ella) y brindarlos como el bien, sin mirar a quién.     


Mientras haya flores ©

He visto volar mi sombrero a ras de piso en la calle más larga del fin del mundo. Corrí tras él, por supuesto, y por supuesto también corrieron detrás de mí las risas de un grupo de chicos que hacían de mi ridículo el más preciado de sus tesoros.

Para mí esos días fueron de poca alegría, me invadía una tristeza profunda que había logrado meter en la maleta con toda la intención de dejarla por ahí perdida. Por eso el sombrero era tan importante, iba a perder lo que me quedaba luego de haberme perdido yo.

¡Un viento fueguino intentaba arrebatarme de la cabeza aquello que la cubría!, ¡sin pedirlo!, ¡a mí que estaba más que dispuesta a dejarle todo!... en su momento, donde yo decidiera, no a media calle porque si fui hasta el final era para no andar dejándome, como solía, a la mitad de todo. 

No era lo único que tenía: ni la tristeza ni el sombrero se dejarían abandonar, ni yo estaba tan extraviada como creía. Pero eso lo supe después, frente a un bloque de nieve compacta que me hizo los honores de mostrarme que hay que caer haciendo estruendo y salir a flote con ligereza (otra historia a medias contada que un día cualquiera reclamará el final feliz de los hielos que navegan).

Aquella caída, a media calle y en pos de un sombrero que no terminaba de aterrizar, encontró su estruendo en las risas que se multiplicaron cuando los chicos reunidos me vieron volver cojeando, con las rodillas sangrantes y en una mano el sombrero maltrecho de mi aún muy viva tristeza. No pude evitarlo, me puse a llorar. Se hizo el silencio. Supongo que hay risas que no se dan bien en las aguas. Sé que me miraban pero yo no los miré.

En ese entonces miraba poco a las personas porque no lograba devolver las sonrisas. Constatarlo hacía más grande mi pena y lloraba, haciendo que la gente se sintiera desvalida por no saber que era yo quien desvalida estaba, que no me herían sus sonrisas, que siempre lloraba, que era yo y el inagotable llanto de una tristeza muy jodida. 

Por no mirar a la cara a aquellos chicos, miré a mi costado y entre lágrimas descubrí que me había sentado en el medio de un maso de tulipanes. Lloré más: apenas podía mantenerme en pie para continuar en la vida y en el intento rompía las flores a mi paso. Saber que dañaba cuando lo último que quería era más daño me hacía sentir desolada, pero también valiente. Me quedaría en el mundo, lo decidí en un instante, en su final anidaría mi principio.

De regreso a casa algo de la tristeza conservaba en el cuerpo, mucha menos, al final dejé la mayor parte junto al sombrero, lo eché por la borda de una pequeña embarcación al mar, justo cuando logré sonreír por la manera en que caminaba un pingüino. Ya no lloraba, pero se prolongaban mis silencios, miraba y sonreía pero me costaba hablar, prefería no hacerlo.

Mi madre me hizo entonces un regalo que yo encontré excéntrico: un florerito de vidrio que se angostaba por el cuello y volvía a ensancharse; había un bulbo reseco sobre él, blanco y redondo, parecía muerto o a punto de estarlo. "Es un jacinto", me dijo al tiempo que ponía agua en el florero y me explicaba que debía mantener el agua sin que tocara el bulbo. "¿Y yo qué hago con esto"?, pregunté extrañada. "Nada, obsérvalo", contestó sin entrar en más detalles.

A los pocos días noté que al bulbo le salían raíces, poco a poco se alargaban para alcanzar el agua que estaba a pocos centímetros de ellos. Comencé a sentir curiosidad y ganas de que no muriera: todos los días acudía a mirar el jacinto y siempre me regalaba algo nuevo; las raíces ya se hundían en el agua y en la parte de arriba crecía una protuberancia verde, un poco pálida. 

Seguí observando, no tardó mucho en hacerse notar planta incipiente, y luego hojas, y más tarde una montoncito de flores diminutas en capullo. Ya no era "el jacinto", era "mi jacinto": no había día que no pensara sonriendo en la posibilidad de atestiguar cómo se abrían las flores. ¡Eran azules! ¡Olían tan rico! ¡Estaba vivo!

Cuando salía a la calle seguía caminando ensimismada y en silencio, miraba al piso. Un día, al pie de un árbol noté que había flores tiradas, miré hacia arriba. ¡Había florecido la jacaranda que desde niña he visto! No cabían de violeta alegría sus ramas.

Dentro de mi casa el jacinto y yo salvábamos la vida, eso ya lo sabía; con la jacaranda supe que la vida estaba aunque yo no la salvara. Solté el pedacito triste que aún me habitaba. Me encontré en los milagros. Mientras haya flores no hay tristeza que la vida valga.