Objetos sin fin y con cabos ©

Para atarme a la vida he recurrido a los objetos sin fin y con cabos que sujetan la existencia.

Durante un tiempo amarré mis tobillos con cascabeles, cada paso que daba era un recuerdo vital: estoy en el mundo, como él, me muevo. Entonces mi piel era salada, vivía junto al mar, con frecuencia lamía el sol de mis rodillas, iba recogiendo con los labios el cordón de la tarde, lo líaba entre mis dedos hasta encontrar un nudo de noche, uno más. Con las hebras que fui juntando tejí las alas, varias veces volé sobre la línea del horizonte mientras me miraba desde la hamaca, surgían así los cantos que aún me acompañan.

Cuando dejé la arena, llevé conmigo sólo un montón de servilletas escritas por ambos lados; como se escribe la historia, la mía iba sin espacios en blanco, acaso alguna mancha de café que trastocaba el rumbo de las letras, hacía bordes con tinta sepia. En la marea de la última mañana se fueron mis cascabeles, el mar fundió con ellos el cencerro que escucho cuando regreso a las orillas.

En el desierto recogí caracoles blancos, hice un collar que até a mi cuello, esqueleto prestado, símbolo de mis propios huesos, tambores graves, diminutos, bailan al ritmo de la tierra. En las olas del cabello enredé estambre de colores, lana cruda teñida por manos viejas que entre sus surcos tomaron un día las mías: ojos húmedos me miraron, cueva parlante, sembró en mi frente las semillas de su aliento.

Las raíces que crecen en mi cadera son acuáticas, jardín de estero, con un sedal lo coseché de madrugada, tiene frutos como estrellas, constelaciones; recién nacidas son azules, se tornan rojas si florecen. Llevo en la mano izquierda lava fría, volcán dormido en el revés de mi palma; si necesito encontrarme el corazón, acerco a mi pecho la marca, siento latir la brasa viva, sigo entonces viviendo.

Sin remitente preciso llegó un jícuri en maceta a mi casa, intenté devolverlo a su hábitat, pero el marakame al que se lo ofrecí dispuso que se quedara, hay que darle dulces para que se sienta contento, para que no extrañe la sombra gobernadora, para que no añore del venado la pata. 

Más tarde aparecieron las runas, barro cocido, signos lejanos, críptica baraja de lodo seco que huele a pinos y araucarias. Luego el hato de arcanos con un loco al frente y el mundo detrás, con la luna apeada a espaldas del sol y una estrella, sólo una, que para el augurio no hacen falta dos.

El cuarzo era rosa, un poco pálido, oval hasta que perdió (no sé cómo) el pedazo más angosto; por la brecha fue naciendo tierra negra, el destino que se parte. Lo dejé irse en la rivera del río blanco, se acostó en el lecho verde que hacía el hueco de una piedra. Pocas horas después, a mis manos vino el cosmos de oro, trasparente rutilado, cristal de roca que condensa en su interior el universo, cura el alma, puedo jurarlo.  

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