Letras divinas ©

A veces recuerdo mi céntrica infancia. La Plaza de Santo Domingo de la mano de mi abuelo, donde decidí un día que ahí nacían las palabras; con sólo siete años, vendí el alma a los escribanos. Desde entonces sangro tinta. 

Todas las tardes prendíamos en la iglesia de aquella plaza una veladora para San Martín de Porres: el santo negro prometía hacer los milagros más blancos. Yo le pedía que resguardará las letras; no sólo el verbo, oraba igual por el sustantivo, por los puntos, por las comas y el ejército de acentos, mis rezos iban, pues, para el sujeto.   

Cuando volvía a casa, sacaba de su estuche la máquina de escribir; era de mi madre, una Olivetti verde seco. Estudiaba minuciosamente cada una de sus partes. Las teclas dejaron de ser equilibristas letrados cuando logré descubrir el engaño: descansaban plácidas sobre los brazos flexionados de los que hacían malabares para caer, ¡milagro!, en la cinta entintada.

Empecé a escribir mucho tiempo después, pero cuando lo hice fui directamente a la máquina: mis primeros textos serían sonoros, como los que se escuchaban en la plaza de mi infancia. Tenía quince años, leía mucho, pero la verdad es que las letras se me daban mal.

Primero, más de cien versos, de amor, claro está. ¡Tan cursis!, con la tentación de la inocencia que convocaba la risa de mi madre... creo que para no llorar. Luego, tres o cuatro años después, le época oscura: adolescente lectora de malditos poetas, enredada en los círculos infernales de la Divina Comedia, le regalé en palabras a mi padre una rosa negra; lo confieso, la intención tenía espinas.

Seguí martirizando letras hasta los veintitrés. Para entonces había surgido la mayor de mis vocaciones: biofílica irremediable. Escribía sobre la naturaleza, tan mal como antes lo había hecho sobre el horror; lo mismo me inspiraba una tortuga desovando, que el tatuaje en forma de ancla de un lanchero en la playa, o la mano cálida de la vendedora de quesadillas. Sí, pocos pueden atestigüarlo, pero llegué a escribir un poema titulado "Dos de requesón con huitlacoche". Supongo que escuchaba mucho rock urbano.

Un año después vino el abismo. Guardé silencio. Me impuse un luto de ochenta y cuatro meses. Que dejara de escribir no era raro: después de todo, lo que abandoné fue la vida, sólo en ella había palabras. En abril del octavo año viajé al fin del mundo: quería saber por qué seguía girando; si él tenía buenas razones, las tendría yo... y las tuve.

Había dejado de ir a la iglesia a los once años, cuando murió mi abuelo; mi fe nunca dio para tanto, por eso no regreso a pedirle a los santos. Volví a escribir. No sé si lo hago bien, pero no importa: las letras, lejos del cielo, hacen de la Tierra algo divino. Escribo, así sigo orando.   

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