Lo que pinta ©


Lo que pinta, como la pátina ocre que dora el final de las tardes soleadas,  me recuerda la diamantina que compraba en la papelería siendo niña: untaba con resistol las líneas de algún dibujo a colores previamente hecho sobre una hoja de papel; atrapaba en el surco aún húmedo los diminutos destellos que caían de la bolsita de plástico medio pegada entre mis dedos. 

Así aprendí que no todo lo que brilla es oro,  ni siquiera el sol que pintaba en mi cuaderno, siempre con un espiral en medio ligeramente más oscuro (si el astro era amarillo, el abismo móvil en su centro se tornaba anaranjado); mi madre decía que no existía, que, acaso, de ver el sol directamente, lo que vería serían algunas manchas oscuras; yo sí veía aquellas líneas serpentéando, incluso se movían, pero no me atreví a asegurarlo frente a ella debido a que, por supuesto, mirar el sol de frente me estaba prohibido y explicarle que el espiral no era producto de mi imaginación, habría sido admitir que me había pasado la ordenanza por el arco de mis párpados todavía enceguecidos.

Nunca aprendí a dibujar, en realidad no me gustaba, lo que disfrutaba era hacer emerger de alguna manera un poco de magia; quiero decir que no era el dibujo lo que me entretenía, lo hacía rápido, como algo necesario para lo demás; así como un pintor monta el lienzo en un marco de madera para poder pintar, yo dibujaba para poder poner sobre aquello diamantina; lo de menos era el dibujo, la gracia estaba en hacer que brillara y luego observar la luz reflejada en distintos ángulos mientras descarapelaba los residuos de resistol de mis dedos; las películas delgadas que llevaban marcadas las huellas dactilares eran motivo de profundos análisis y todo un arte sacarlas completas.

Como el asunto no era el dibujo, dejé de hacer soles y flores (lo único que me salía medianamente bien) y empecé a llenar de resistol la hoja en blanco para hacer caer sobre ella la diamantina; luego me deshice de la hoja también: untaba las palmas de mis manos con el pegamento y directamente las llenaba de brillitos dorados. Me volví una experta en arrancar esa piel artificial, también en inventar excusas a mi madre que estaba harta de encontrarse pedacitos dorados hasta en el café; tal vez por eso celebró con entusiasmo cuando cambié la diamantina por tinta china, aunque después las manchas en los muebles desalentaron su inicial encanto.

Lo de la tinta surgió a raíz de que una prima me mostró el camino inverso: en lugar de tirar por la superficie el color, era posible hacerlo emerger de las profundidades; eso, a mí, obsesionada con los mundos semiocultos de las cosas tridimensionales (el fondo de las albercas, de las tazas con café o té, de los huecos en los árboles, de los orificios en muros, del centro de los ovillos de estambre, etcétera), me pareció el invento más genial de todos los tiempos y me pasaba tardes enteras coloreando con crayones pliegos de cartulina que luego anegaba con tinta negrísima para, una vez seca, descarapelarla con un pequeño cutter, ansiosa por saber de qué color se teñiría el siguiente cauce que abría despacio para que corriera el agua de mi río de colores. 

Condenada como estoy a las palabras, no hace falta decir que en aquel oscuro manto no dibujé un sol, ni una flor, sino el contorno de las letras que formaban su nombre; "sol", "flor", ponía, y pronto descubrí que así podía dibujar muchas otras cosas más que las que mi torpeza para las artes plásticas propiamente dichas me permitían: "río", "cueva", "ciruela", "durazno", "esfera"; luego "amor", "paz", "vida", "sueño" y el primer poema que surgió verde-púrpura, con un guiño de añil-rojo afilado en el extremo, punzante: aurora, instante-heraldo, donde pude leer lo que años después escribiría. 

Imagen: "Mujer dormida" de Pablo Picasso

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