Desierto ©

Del lado izquierdo llevo el desierto; un par de costillas abajo del corazón está la zona árida de mis sentimientos. No se equivoque, árido no es sinónimo de vacío, ni de muerte, ni de silencio; allí hay vida, incluso en dosis más concentradas, lo noto cuando me inunda su sequía.

Sucede cada mes, aunque nunca sé exactamente el momento: puede pasar lo mismo la primera semana, que la segunda, la cuarta, cuando hay también la quinta. Desde que me despierto sé que será uno de esos días quemantes, lo anuncia el sol que aparece por el horizonte junto a la vesícula, duele...

Es cuestión de horas, el cenit espera aquella esfera de fuego que habrá de secar mi garganta hasta casi cerrarla; es entonces que se instala la ansiedad, indefinida aunque surja primero en las palmas de mis manos donde dicen que está escrito el destino.

El sino se enreda entre las ramas de la gobernadora que ha sido secuestrada. Afiladas púas rasgan la piel del estómago. Tengo naúseas, un imperante deseo de vomitar todo: lo que he comido, lo que dejé de comer, la vida entera que se revuelve entre el hígado y los intestinos. Siento las vísceras deshidratadas.

¿Y yo?, apenas atino a guarecerme bajo la respiración pausada. Me arrastro sobre la arena dejando perdido aquel vestido de escamas, sangrando sin saber dónde exactamente está la herida, convencida de que bajará la noche y podré revisarme palmo a palmo hasta encontrármela, hasta encontrarme. Duele...

Nunca es de vida o muerte, la partida que se juega tiene un solo lado, una sola carta, sin dados, sin cantos, se trata de vivir, así, simple y llanamente, vivir incluso en el desierto que regresa cada tanto a la selva húmeda de mi habitual existencia.

¿Dónde está el mar?, ¿dónde están mis orillas? La peor parte del naufragio no son las olas, no es la inmensidad acuática sin horizontes, es la isla. ¿Quién ha dicho que los navegantes buscamos apearnos en terrenos salinos, estériles? Lo nuestro es la barca, el fondo del mar donde hay bosques.

Sí, a mi desierto llega la noche y con ella la calma. El viento reacomoda las dunas. Salimos entonces de la guarida, yo y todas mis alimañas. Las llevo sobre los hombros adormecidas, busco los huecos de donde salieron.  Ellas saben que han mordido mi cuerpo, que estuvieron por horas atormentandóme con sus malos presagios, pero saben también que no puedo matarlas, que acariciaré sus lomos, que las ayudaré para que regresen a casa.

Regreso a mis parajes menos hostiles. Sé que estoy bien, sé que estaré bien siempre, cada vez que el desierto vuelva a su cauce. De lejos parece inofensivo, un pedacito de mí reseco, sin importancia, al que hay que regar todos los días. A veces la lluvia escasea y duele...

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